Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Prueba de que hay Dios, sonó el timbre.

– Eh, Josie-dijo Drew-, ¿así que eres el Golden Gate?

Josie se puso a recoger los libros para guardarlos en la mochila, pero se le cayeron al suelo y se le desparramaron, abiertos por la mitad.

– Más bien el puente de Londres-intervino John Eberhard-. Mira cómo se derrumba.

Para entonces, seguro que alguien de su clase de matemáticas le habría contado ya a cualquier otra persona en los pasillos lo que había sucedido. Josie tendría que aguantar las risas a sus espaldas persiguiéndola como la cola de una cometa todo el día…si no más tiempo.

Se dio cuenta de que alguien intentaba ayudarla a recoger los libros del suelo, y en seguida, al cabo de un segundo, de que ese alguien era Peter.

– No-dijo Josie, con la mano en alto, a modo de campo de fuerza que detuvo en seco a Peter-. No vuelvas a dirigirme la palabra, ¿entendido?

Una vez fuera de la clase, fue recorriendo los pasillos a ciegas hasta llegar al pequeño corredor que conducía al taller de marquetería. Qué ingenua había sido Josie al pensar que, una vez contabas, estabas ya consolidada. Pero dentro sólo existía porque alguien había trazado una línea en la arena, dejando a todos los demás fuera; y esa línea cambiaba constantemente. Era posible verte de repente, sin haber hecho nada para ello, en el lado malo de la línea.

Lo que Peter no había incluido en su gráfica era lo frágil que era la popularidad. Ahí estaba la ironía: ella no era ningún puente; ella ya lo había cruzado, y había pasado al otro lado para formar parte de su grupo. Ya había excluido a otras personas para estar allí donde con tanta ansia quería estar. ¿Por qué iban ellos a recibirla de vuelta con los brazos abiertos?

– Eh.

Al oír la voz de Matt, Josie dio un respingo.

– Oye, quiero que sepas…que yo ya no soy amiga suya.

– Bueno, la verdad es que no se ha equivocado en lo que ha dicho.

Josie se quedó mirándolo, pestañeando. Ella misma había sido testigo de primera mano de la crueldad de Matt. Le había visto disparar gomas elásticas a estudiantes de inglés como lengua extranjera, que pertenecían a minorías étnicas y que, por tanto, no conocían lo bastante bien el idioma como para denunciarlo a la dirección. Le había oído llamar Terremoto Ambulante a una chica con sobrepeso. O esconderle el libro de texto de matemáticas a un chico muy tímido, sólo por el placer de verlo ponerse nervioso al creer que lo había perdido. Todo eso había sido divertido en su momento porque no se lo había hecho a Josie. Pero si tú eras el objeto de su humillación, entonces era como si te hubieran dado una bofetada. Ella había creído, erróneamente, que si salías con el grupo adecuado obtenías la inmunidad, pero eso había resultado un chiste. Ellos la iban a rebajar de todos modos, con tal de sentirse más divertidos, más excepcionales, diferentes.

Ver a Matt con aquella sonrisa en la cara, como si ella fuese alguien de quien reírse, aún le dolía más, porque Josie lo había considerado un amigo. Bueno, para ser sincera, a veces incluso había deseado que fuera algo más: cuando le caía el flequillo sobre los ojos y se le dibujaba tan lentamente aquella sonrisa, ella se volvía por completo monosilábica. Pero Matt producía ese efecto en todas, hasta en Courtney, que había salido con él durante dos semanas en sexto curso.

– Nunca hubiera creído que algo de lo que pudiera decir el marica fuera digno de escuchar. Pero los puentes te llevan de un sitio a otro-dijo Matt-. Y eso es lo que tú haces conmigo.-Tomó la mano de Josie y se la llevó al pecho.

El corazón del chico latía con tal fuerza, que ella podía percibirlo, como si el anhelo de lo que pudiera pasar fuese algo que pudiera abarcarse con la palma de la mano. Ella levantó los ojos hacia él, manteniéndolos abiertos mientras él se inclinaba para besarla, para no perderse un solo detalle de aquel inesperado momento. Josie podía notar su sabor a caramelo de canela, de esos que parece que te queman en la boca.

Por fin, cuando Josie se acordó de que tenía que respirar, se separó de Matt. Nunca había sido tan consciente de cada centímetro de su propia piel; hasta las zonas más ocultas bajo la camiseta y el suéter habían cobrado vida.

– Por favor-dijo Matt, dando un paso atrás.

A ella le entró pánico. A lo mejor él acababa de darse cuenta de que había besado a una chica que hacía apenas cinco minutos era una paria social. O quizá ella había cometido algún error durante el beso. Porque, que ella supiera, no había ningún manual que pudieras leer y que te dijera cómo había que hacerlo.

– Me parece que no soy muy…buena en esto-balbuceó Josie.

Matt arqueó las cejas.

– Pues si lo fueras…podrías matarme.

Josie sintió aflorar una sonrisa en su interior como la llama de una vela.

– ¿En serio?

Él asintió con la cabeza.

– Ha sido mi primer beso-confesó ella.

Cuando Matt le tocó el labio inferior con el pulgar, Josie pudo sentirlo en todo su cuerpo, de la punta de los dedos a la garganta, y hasta en la zona cálida entre las piernas.

– Bueno-dijo él-. No va a ser el último.

Alex se estaba arreglando en el baño cuando entró Josie buscando una cuchilla nueva.

– ¿Qué es eso?-preguntó Josie, escrutando el rostro de Alex en el espejo como si fuera el de una extraña.

– ¿El rímel?

– Bueno, sé lo que es-dijo Josie-. Me refería a qué haces tú poniéndotelo.

– Nada, me apetecía maquillarme un poco.

Josie se sentó en el borde de la bañera, con una sonrisa irónica.

– Ya, y yo soy la reina de Inglaterra. ¿De qué va la cosa…? ¿Una foto para alguna revista de abogados?-Arqueó las cejas de golpe-. No tendrás, digamos, una cita o algo así, ¿no?

– Algo así, no-dijo Alex, ruborizada-. Es una cita en toda regla.

– Ay, Dios. Cuéntame, ¿quién es?

– No tengo ni idea. Lo ha preparado Liz.

– ¿Liz? ¿La portera?

– Es la encargada de mantenimiento-dijo Alex.

– Lo que sea. Pero ha tenido que contarte algo de ese tipo.-Josie dudó unos segundos-. Porque es un tipo, ¿no?

– ¡Josie!

– Bueno, es que hace tanto…La última vez que yo recuerde que saliste con alguien, fue con aquel tipo que no comía nada que fuera verde.

– No era eso-dijo Alex-. Lo que pasaba es que no dejaba que yo comiera nada que fuera verde.

Josie se levantó y fue a buscar un tubo de lápiz de labios.

– Este color te sienta muy bien-dijo, y se puso a aplicarle el cosmético en los labios.

Alex y Josie eran exactamente de la misma talla. En los ojos de su hija, Alex veía un diminuto reflejo de sí misma. Se preguntaba por qué nunca había hecho aquello mismo con Josie: sentarla en el cuarto de baño y jugar con ella a aplicarle sombra de ojos, pintarle las uñas de los pies, rizarle el pelo. Eran recuerdos que parecían tener todas las demás madres con hijas. Sólo ahora, Alex se daba cuenta de que siempre había estado en su mano crearlos.

– Ya está-dijo Josie, haciendo que Alex se volviera para que se mirara en el espejo-. ¿Qué tal?

Alex miraba al espejo, pero no su reflejo. Por encima de su hombro estaba Josie, y por vez primera, Alex pudo apreciar de verdad una parte de sí misma en ella. No era tanto la forma de su cara como el resplandor; no tanto el color de los ojos, cuanto el sueño encerrado en ellos como humo. No había cantidad suficiente del más caro de los maquillajes que pudiera proporcionarle un aspecto como el de Josie; eso era lo que el enamoramiento hacía con una persona.

¿Puede una madre sentir celos de su propia hija?

– Bien-dijo Josie, dándole a Alex unas palmaditas en los hombros-. Yo te pediría una segunda cita.

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