Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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– Yo tuve la ocasión de visitar uno. Un médico mío, de la SS, me invitó… pero nunca debí escucharle. Lo que vi allí fue horrible, espantoso. Hombres y mujeres a los que se les trataba peor que a bestias… criaturas humanas convertidas en cobayas, sirviendo para indescriptibles experiencias, muriendo en medio de dolores atroces, de terribles sufrimientos…

– Calle, por favor, doctor…

– Perdone… pero, ¿por qué no me llama Reiner?

– Usted será para mí, siempre, el doctor Suverlund. Yo no soy más que una pobre enfermera…

– Somos iguales, Adel. Iguales en nuestro destino… ¿es que no lo comprendes? -preguntó tuteándola por vez primera.

Una fuerza incontrolable les lanzó el uno hacia el otro. Se abrazaron, púdicamente, en silencio, mejilla contra mejilla, en medio de un silencio que parecía el mejor cómplice de sus pensamientos bruscamente salidos a la luz.

– Era lo que estaba esperando, Reiner… -suspiró ella.

– He sido un estúpido al no darme cuenta antes -dijo él-. Perdona mi ceguera, querida; pero, ¿quién iba a pensar que algo tan maravilloso naciese aquí, precisamente aquí, en este infierno de dolor y de muerte?

Estaban decididos y hablaron muy poco más, dirigiéndose a un puesto de mando vecino donde, ante un comandante que apestaba a alcohol, manifestaron su deseo de contraer matrimonio.

El mayor se echó a reír, pero la mirada que le dirigió el médico calmó su ansia de divertirse y, bruscamente sereno, llevó a cabo la sencilla y rápida ceremonia.

Mientras, en un rincón del sótano del Lazarett, un hombre agonizaba lenta y dolorosamente.

La gangrena, a pesar de todo lo que el doctor Suverlund había hecho, se había apoderado de la pierna del teniente Ferdaivert y ahora amenazaba por estallar en su abdomen.

Karl se había negado rotundamente a ser operado. Sabía que iba a ser amputado y amenazó al doctor con su pistola cuando éste vino a verle.

– No dejaré que me corte la pata, doctor -le dijo con rabia-. Usted no conoce a mi familia… ni a mi prometida. Es una mujer que jamás se acercaría a un hombre que no lo fuese por completo. Es una nacionalsocialista cien por cien, doctor… de las que se enamoran del cuerpo antes que de otra cosa. Un cuerpo bello, atlético… -se echó a reír-. ¡Y usted quiere que me presente cojeando ante Elsa…! No, prefiero morir porque, a pesar de todo, quiero locamente a esa mujer…

* * *

El aparato, un Heinkel-111, se posó en el aeródromo de Pitomnik, un poco antes del alba. Su estado demostraba que había conseguido llegar de verdadero milagro. Los agujeros de bala que se veían en sus alas y en su fuselaje eran la prueba de que había tropezado, en su camino, con los cazas soviéticos.

El hombre que descendió del avión llevaba un uniforme negro, sin insignias de ninguna clase. Sólo un brazal con la cruz gamada en su brazo izquierdo mostraba su pertenencia a alguna importante organización del partido.

En realidad, aquel hombre era un enviado personal del temible Reichführer, dueño de la SS y de la Gestapo, Heinrich Himmler.

Un coche puesto a su disposición le llevó hasta el puesto de mando divisionario; luego, misteriosamente, el hombre de Himmler se hizo conducir hasta los servicios de Intendencia. Bajando del coche, miró con fijeza al chófer que le había abierto la portezuela.

– Ven a buscarme mañana por la mañana.

– ¡A sus órdenes!

El hombre penetró en la pequeña construcción donde Zimmer había instalado su despacho. El furriel se levantó de un salto cuando el hombre entró y levantó el brazo.

– Heil Hitler!

Luego, bruscamente, reconociendo al recién llegado, lanzó una sonora carcajada.

– Pero… ¡si eres Seimard!

– Pues claro. ¿Cómo me encuentras con este uniforme?

– Estupendo… pero, ¿qué significa todo esto?

El otro tomó asiento, sacó un pequeño estuche del bolsillo y lo tendió a Zimmer.

-Geheime Statspolizei [9]-leyó asombrado el furriel-. Himmelgott! ¿Cómo has conseguido esto?

– Ya lo ves. Tú no sabes que pertenecí a la Gestapo antes de la guerra. Pero mi amor a las mujeres y al dinero que no era mío terminaron por perderme… ahora, gracias al permiso que me proporcionaste, volví a entrar en contacto con mis amigos de Berlín… y el Reichführer me convocó, encargándome de una misión de toda confianza.

– ¿De qué se trata?

– No puedo contártelo, al menos por ahora -sonrió el otro-. De todas maneras, has de saber que acontecimientos muy graves han pasado en Alemania. El Führer se ha dado cuenta de la traición de muchos generales de la Wehrmacht y se ha iniciado una limpieza que ríete de las purgas de Stalin… y lo más importante es que tú, a mis órdenes, vas a jugar un papel muy importante.

– No te entiendo.

– Es muy sencillo. A partir de este momento, vas a controlar la Intendencia no sólo de tu división, sino de todas las unidades del Sexto Ejército. Y no distribuirás víveres más que a aquellos que sigan las instrucciones del Führer. ¿Lo entiendes ahora?

– ¡Formidable! Veo que pensaste en mí… y te lo agradezco.

– Natürlich! Piensa que el Führer sabe, como si estuviese aquí, que un viento de traición sopla sobre Stalingrado. Hay demasiada gentuza aquí que cree que porque estamos cercados vamos a rendirnos. Pero no será así, ya que los cobardes morirán de hambre… Muy pronto, una fuerte columna blindada, mandada por Hoth, llegará hasta aquí, rompiendo el cerco… y nosotros seremos los personajes más importantes de la zona… no lo olvides…

– Es estupendo.

– Himmler me ha prometido, para cuando termine triunfalmente la batalla de Stalingrado, nombrarme jefe de los servicios de control policíaco de todo el Grupo Sur… tú, amigo mío, si colaboras eficazmente conmigo, te convertirás en el amo de la Intendencia de un grupo de ejércitos… ¿te das cuenta?

Capítulo XI

Entonces los «lobos» aparecieron…

Nadie esperaba que tal fenómeno se produjese, pero la guerra en el Este había procurado sorpresas de todas clases. Y los lobos eran una de ellas.

Cuando todas las esperanzas desaparecieron, cuando las tropas supieron que toda ilusión era vana y que tarde o temprano caerían en poder de un enemigo implacable, cuando la comida empezó a faltar, cuando la disciplina se resquebrajó como ocurre siempre al acercarse la derrota, muchos hombres se negaron rotundamente a seguir peleando por algo que había perdido totalmente su significación.

Abandonando sus unidades, vestidos de harapos, medio muertos de frío y de hambre, se movieron por la retaguardia con un solo deseo: vivir a costa de lo que fuera.

Eran los «lobos».

Por grupos más o menos numerosos, atacaban a cualquiera, buscando afanosamente los centros de la intendencia, los depósitos de víveres y también los lugares donde los celosos furrieles guardaban los cigarrillos y el alcohol destinado, en principio, a los puestos de mando y a los estados mayores.

Los hombres que quedaban en el frente se preguntaban ansiosamente cómo terminaría todo aquello. La proximidad del cautiverio les corroía el alma como un ácido.

Muchos de ellos lloraban en silencio, besando las fotos de sus familiares o mojando con lágrimas la última carta llegada de Alemania.

Otros juraban, maldecían, contestaban mal a los oficiales a los que perdían rápidamente el respeto.

Y los más duros, los cargados de odio, abandonaban las posiciones yendo a engrosar los contingentes anárquicos de los lobos.

Patrullas de la Feldpolizei daban constantes batidas, matando como a perros a los lobos que encontraban aislados; pero, a menudo, eran los lobos los que dejaban en el suelo nevado los cuerpos de los policías militares, a los que muchas veces mutilaban horriblemente, vengándose así de un cuerpo al que habían temido desde siempre.

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