Como la cantidad de lo que allí había era enorme, los lobos decidieron apoderarse de una de las camionetas para transportar el producto de su robo a su propia guarida.
Cuando terminaron de cargar el vehículo, Funker se acercó al enfermero.
– ¿Qué hacemos con tu amiguito? -inquirió sonriendo.
– Échame una mano -dijo Franz-. Hace tiempo que deseaba hacer pagar a ese hijo de perra todo lo que me ha hecho sufrir…
– ¿Qué quieres que hagamos con él?
– Colgarle.
Cuando la camioneta se alejaba, Franz volvió la cabeza, asomado a la ventanilla de la cabina.
El cuerpo de Zimmer se balanceaba dulcemente, pendiendo de la cuerda atada al montante de la puerta.
Por uno de esos azares que nadie puede explicarse, alguien había colocado en el avión Heinkel, donde viajaba Leopold Seimard, algunas sacas de correos que los servicios de Pitomnik distribuyeron quizá con la esperanza de proporcionar a los sitiados un momento de gozo.
Una de aquellas cartas estaba destinada a Dieter Fonlass y el sargento Swaser se apresuró a entregársela.
Querido Dieter,
Hace una infinidad de tiempo que no he recibido noticias tuyas, y ni siquiera me atrevo a esperar que esta misiva llegue a ti…
Ojalá no tuviese que darte las noticias que componen esta carta, pero mi deber es hacerlo… Nuestro hijo Otto, que como ya sabes se había incorporado a las Hitlerjugend, fue destinado a Berlín para formar parte de la Flak [10] . Sirviendo en una batería de cañones de 88 mm, murió cumpliendo con su deber…
Mi vida se reduce al trabajo de la fábrica, donde paso la mayor parte del día, dejando a nuestro otro hijo en la guardería.
De lo que estás pensando, apenas si se sabe más de lo que la radio y la prensa dicen. Sabemos que lucháis en Stalingrado y que a pesar de los reveses que habéis tenido tenemos la esperanza de volver a veros…
Ahora que hemos perdido a nuestro hijo, sólo quiero volver a teneros a ti y al pequeño, para nunca más separarme de vosotros.
Tu mujer que te ama más que nunca,
Karin.
Dieter dobló cuidadosamente la carta, permaneciendo largo rato con la cabeza inclinada sobre el pecho. Deseaba ardientemente que sus dos compañeros, que estaban cerca, no dijesen nada. Pero hubiese sido no conocer la curiosidad inveterada de Martin Trenke, que en el fondo estimaba sinceramente a Dieter.
– ¿Malas noticias, amigo?
– Mi hijo Otto ha muerto. Estaba en una batería antiaérea en Berlín.
Trenke no dijo nada, pensando en la mala suerte de que aquella misiva, que normalmente no habría debido llegar jamás, hubiese venido con el último avión que se había posado en Pitomnik.
– Te equivocas, Martin -dijo de repente Dieter como si hubiese leído los pensamientos de su amigo-. Prefiero saber la verdad, conocer lo que le ha ocurrido a Otto…
Y tras una corta y penosa pausa:
– Hace muchos días, tuve un sueño… y lo creas o no, vi a mi hijo en medio de una gran mancha de sangre. Estaba tan seguro de que Otto había muerto, que cuando he leído la carta de Karin, ni siquiera lo he sentido.
– ¡Exageras!
– No -repuso Dieter con la mirada perdida en el vacío-. También he de decirte una cosa. En una de sus últimas cartas, mi mujer me decía que me había visto muerto en sueños… y ya verás como es verdad…
– ¡No digas idioteces! ¿Cómo puedes creer en los sueños? Yo, por ejemplo, he soñado muchas veces que me estaba hinchando a comer… ¿y sabes qué? ¡Caviar!
Movió la cabeza de un lado para el otro.
– Los sueños no significan nada. Anda, voy a ir en busca de algo para beber… de verdad que siento lo de tu hijo… esta guerra es una marranada…
– Gracias, Martin.
* * *
El ataque se produjo al alba.
La violencia de la nueva ofensiva, aunque se limitaba a la ciudad de Stalingrado y al terreno de aviación de Pitomnik, demostraba la rabia del mando soviético a la desesperada resistencia de las tropas de Von Paulus que, normalmente, hubieran debido rendirse hacía días.
Habiendo desaparecido el jefe del batallón, en el curso de un ataque precedente, Swaser, que seguía llevando sus galones de Feldwebel [11], mandaba prácticamente fuerzas de la importancia de un batallón y medio. Y lo curioso es que los hombres y hasta los oficiales -cuya autoridad se ponía constantemente en duda- obedecían a ese sargento que demostraba una autoridad verdaderamente extraordinaria.
Swaser utilizaba a sus hombres como enlace con las unidades que el destino había puesto bajo su mando. Tenía una inmensa confianza en ellos.
La artillería soviética descargó una lluvia de proyectiles durante toda la mañana. Apenas se lanzaron al ataque, lanzando sus feroces urrés, haciendo brillar a la luz del sol, medio cubierto por las nubes, las largas puntas de sus bayonetas.
Por tres veces consecutivas se lanzaron sobre las posiciones germanas, pero fueron rechazados, no sin dejar sobre la nieve un número impresionante de muertos.
Martin se acercó entonces a Ulrich.
– Tenemos visita, sargento.
Volviéndose, Swaser vio media docena de vehículos blindados que acababan de detenerse al pie del altozano que limitaba la retaguardia de la posición.
– ¿No son maravillosos? -inquirió Martin con voz sarcástica.
– ¿Te refieres a los blindados?
– Sí. Los tanques que nos quedan están en la ciudad, enterrados hasta la torreta, convertidos en fortines. Piensa un poco que, por el momento, los rusos emplean todos sus blindados en atacar a los nuestros, a los que intentan abrirse paso hacia el cerco… y mientras, ¡mira, esos magníficos blindados! Si los rusos traen tanques hacia aquí, y no dudes que lo harán, estaremos perdidos…
– Siempre gruñes, Martin.
– Mira… ahí tienes ese tipo de la Gestapo. Es el amo del sector, pero no le verás nunca cerca del frente… Fíjate… viene rodeado por sus matones… cuatro miembros de la Feldpolizei… de esos asquerosos tipos que gozaban colgando a los pobres muchachos que, aterrorizados, huían del frente porque era la primera vez que estaban en ese infierno…
– Cierra el pico. Ya están aquí.
Seimard encuadrado por sus hombres de confianza se detuvo ante el suboficial.
– ¿Es usted el sargento Swaser? -preguntó con voz seca.
– En efecto.
– ¿Qué tal ha ido el combate?
– Bastante bien. Pero puesto que, según he oído, es usted el encargado del sector de Pitomnik, deseo pedirle algunas cosas: municiones en abundancia, comida… Y si fuera posible, el apoyo de alguno de esos blindados.
Leopold se echó a reír.
– ¿Nada más sargento? ¿No me pide algunas escuadrillas de Stukas? ¿Acaso no ha tenido el sexto ejército todo lo necesario para aplastar a los rojos y conquistar Stalingrado? ¿Y qué han hecho esos cobardes de generales con todo el precioso material que el Führer puso en manos indignas?
– Yo no soy un general, señor.
– ¡Pues pide tanto como si lo fuera!
Swaser se mordió los labios.
– La situación empeora momento a momento -dijo al cabo de unos segundos-. Llevamos tres días cortados de las demás fuerzas que quedan aún en la ciudad de Stalingrado. Separados como estamos, no tendremos más remedio que replegarnos más y más, hasta el campo de aviación…
– ¡Replegarse! -rugió Leopold-. Esa maldita palabra es la única que he oído desde que estoy aquí…
– Hacemos lo que podemos…
– ¡Y harán mucho más! Nadie retrocederá un solo paso… porque esos blindados, que tanto admiran, aplastarán a todos los que huyan.
Fue entonces cuando Martin cometió el terrible error de intervenir. Valker, que se había acercado, se puso pálido al ver el tono rojo que tomaba el rostro de su amigo.
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