Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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– Pero… ¿y los otros aeródromos?

– En manos de los rojos. Han desencadenado una terrible ofensiva, esta misma mañana… y si las cosas no se arreglan, van a cercarnos, sargento.

– Himmelgott!

– Tome el mando de las dos secciones y diríjase hacia Pitomnik lo más rápidamente posible. Y rece, si aún se acuerda de rezar, sargento. Porque sólo la ayuda de Dios puede sacarnos de este infierno…

* * *

Erich Zimmer encendió un nuevo cigarrillo y esperó que Kas, que se estaba quitando la pelliza y los guantes, se sentase ante él, al otro lado de la mesa.

– Hace un frío que pela -dijo Vertasen-. Este invierno va a ser todavía más frío que el pasado.

El cabo furriel no dijo nada.

Estaba pensando en algo que, casualmente, estaba en relación con lo que acababa de decir el gigante. Un largo silencio se estableció entre ellos; luego, Zimmer dijo, como hablando consigo mismo.

– Tienes razón, Kas. Este invierno será malo, pero lo será porque lo pasaremos peleando.

– ¿En qué estás pensando exactamente? -preguntó el gorila frunciendo el ceño.

– Pienso en lo que va a pasar. Hay que ser idiotas para no darse cuenta de que estamos perdidos. Por fortuna, estoy muy bien informado, como de costumbre. Todos los enlaces, como sabes, vienen a pedirme favores… y les hago hablar. Nadie como ellos para escuchar las conversaciones en los puestos de mando. ¿Sabes que estamos rodeados?

– Lo suponía, aunque nadie osa hablar de ello.

Zimmer dejó escapar una breve risita nerviosa.

– Eres más listo de lo que imaginaba. Pero ahora que podemos estar seguros de caer, tarde o temprano, en manos de los rojos, hay que buscar una solución que nos saque de esta situación.

– No te entiendo.

– Me entiendo yo, y eso basta. Hay que empezar por buscar un sitio donde podamos esconder todo lo que vale la pena de lo que tenemos en la intendencia. Por suerte, me han confiado el depósito de todo lo de esta zona… una suerte maravillosa…

Hizo una pausa; luego:

– Ahora quiero encargarte de una misión urgente, Kas. ¿Conoces la casita que se encuentra a mitad de camino entre la fábrica Spartakowka y el campo de Pitomnik?

– Sí.

– Un grupo de oficiales van a reunirse allí para pasar un buen rato. Seguro que quieren aprovecharse de la vida antes de que suceda lo peor… También, se reunirán allí algunas lindas enfermeras del Lazarett general. Hay que llevarles café, licores y cigarrillos. Quiero que te encargues de eso… y que regreses en seguida para esconder lo demás.

– Pero, ¿por qué quieres esconder esas cosas?

– Porque sé lo que hago. Los rusos son como nosotros, Kas. Tienen las mismas debilidades e iguales necesidades. Cuando caigamos en sus manos, podremos charlar con sus jefes… que se mostrarían sin duda condescendientes con unos tipos capaces de proporcionarles cosas que ni siquiera han probado jamás.

– Es una idea excelente.

– La cabeza me sirve de algo más que para peinarme, Kas. Por fortuna, no tenemos encima de nosotros ningún jefe… y soy yo, un simple cabo furriel, el dueño del cotarro.

– ¿Estás completamente seguro de que vamos a ser derrotados?

– Hasta un ciego lo vería, Kas. No nos queda más que un campo de aviación, Pitomnik. Por tierra ni una hormiga podría atravesar el terreno ocupado por los rojos. Soñábamos con volver a casa y montar un buen negocio… pero si las cosas se presentan de este modo, hay que arreglárselas para sacar de ellas el mejor partido posible.

– Erich…

– ¿Sí?

– Voy a decirte algo. Tiemblo de que llegue el momento en que debamos levantar las manos ante los rusos.

– No va a ser nada agradable, pero no te hagas mala sangre… cuando se tiene algo que dar, y nosotros tenemos mucho, mucho que ofrecer, hay posibilidades de salir bien de cualquier situación.

– Ojalá no te equivoques…

Kas, con tres motocicletas, llevó lo que Zimmer le había encargado a la pequeña casita donde se habían reunido oficiales y enfermeras.

Hombres y mujeres recibieron a los de Intendencia con gritos de júbilo. Pero Kas vio en sus rostros esa expresión de locura que se apodera de la gente cuando se está seguro de un final próximo.

Al alejarse, con los motociclistas, para seguir trabajando con el furriel, y esconder las cosas que Zimmer pensaba utilizar para ganarse la amistad de los rusos, sin que le preocupase lo más mínimo la escasez de víveres de las tropas que seguían peleando en la ciudad, oyó las risas, tras él, y los gritos de las mujeres.

Era como el vano intento de reír antes de que la muerte borrase, con una mueca definitiva, la sonrisa de todos los labios.

Capítulo X

De todas las enfermeras, sólo Adelheid, la que trabajaba con el joven doctor Suverlund, se había quedado en el Lazarett.

Sus amigas, Frida, Rita, Angelika y las otras habían insistido para que las acompañase, pero ella se excusó aduciendo que estaba muy cansada.

En realidad, los sótanos en los que había sido instalado el Puesto de Socorro divisionario estaban rebosantes de heridos, muchos de ellos en los pasillos, sobre camillas los pocos privilegiados, ya que la mayoría yacían encima de montones de paja húmeda, medio podrida y despidiendo un infecto olor a orina, excrementos y al pus que brotaba de las heridas infectadas.

Hasta bien entrada la noche, Suverlund operó los últimos casos pendientes. Después, Adelheid le ayudó a quitarse la bata empapada en sangre y el delantal de cuero que le protegía debajo.

– Debería haber ido con ellas -dijo el doctor con gesto cansado.

– No hubiese podido hacerlo, doctor -repuso ella mirándole con franqueza-. Usted sabe muy bien que no me gustan esa clase de reuniones. Es posible que me considere como un poco simple… pero tengo un hermano en el frente y hace una eternidad que no he recibido noticias suyas.

– ¿En qué frente está su hermano?

– En Leningrado. Hace dos meses, recibí su última carta. Después, nada…

El médico sacó un paquete de cigarrillos, ofreciendo uno a la joven, a la que seguidamente dio fuego. Permanecieron unos instantes en silencio, el médico mirando a la muchacha de reojo.

– ¿En qué piensa usted? -le preguntó de repente.

– A lo que nos espera, doctor… si, como todo el mundo dice, tenemos que rendirnos…

Reiner Suverlund cerró los puños.

– No debe pensar en eso, Adel… un proyectil de obús o una bomba puede llegar y librarnos… o liberarnos. Todo antes que caer en manos del enemigo… pero -añadió forzándose a sonreír-, voy a decirle algo… tengo la esperanza, casi la seguridad, de que vendrán en nuestra ayuda. El Reich no puede dejar a todo un ejército abandonado.

– No vendrán -dijo ella con firmeza.

– ¿Cómo puede decir eso? Alemania no puede permitir una derrota como ésa… sería confesar abiertamente que estamos al principio del fin…

– ¿Y no es eso cierto, doctor? -preguntó ella mirándole fijamente.

Reiner lanzó un suspiro.

– Tiene usted razón, Adel. Es terrible pensar en la inutilidad de tantos sacrificios, de tanto dolor… y sufrimiento. Piense en esos hombres que se amontonan en éstos sótanos. Han obedecido y han luchado como valientes. Lo menos que merecerían ahora, como premio a su bravura, sería permitirles regresar junto a los suyos, ya que muchos de ellos han sido mutilados y no podrán volver a empuñar las armas…

Tiró el cigarrillo al suelo, aplastándolo con rabia.

– Y en vez de eso, ¿qué les espera? La cautividad. La marcha hacia algún infecto campo de prisioneros donde la muerte trabaja a destajo. ¿Ha visto alguna vez algún campo?

– No.

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