Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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Pero, al otro lado del río, los aviones soviéticos se mostraban tremendamente eficaces y una poderosa artillería antiaérea (DCA) derribaba implacablemente a los aparatos de la Luftwaffe que osaban acercarse demasiado.

Para Tunser, el fracaso del ataque era la evidencia misma; aún más amargado, envejecido, cansado, hastiado, se preguntó con inmensa amargura si aquello no era el principio del fin.

Capítulo IX

Tras haber reconocido el fondo de la sala de máquinas, de donde acababan de desalojar a los últimos enemigos, Swaser y sus hombres se dedicaron a reforzar sus posiciones en el interior de la fábrica, esperando la llegada de municiones que les permitiera proseguir el avance.

De todas las unidades lanzadas contra la fábrica, la de Ulrich era, sin duda, la que había conseguido penetrar más profundamente en aquel complicado laberinto de máquinas, tubos, conductores y escaleras metálicas.

– ¡Fonlass!

Dieter se adelantó, acercándose a la enorme máquina detrás de la que se protegía el sargento.

– ¿Sí?

– Fíjate en esa puerta, Dieter -dijo Ulrich-. Como ves, detrás hay una especie de patio. Creo que los ruskis se han hecho fuertes al otro lado.

– Te creo… pero, ¿qué puede importarnos? Nos quedan tan pocas municiones que ni siquiera podemos atrevernos a asomarnos a esa puerta… ¿Qué vamos a hacer, Swaser?

– No lo sé. He enviado a Martin para que vea si han conseguido atravesar esa maldita plaza.

– Ni lo sueñes… ¿Es que no oyes como los proyectiles de obuses siguen cayendo por cientos? Da asco, Ulrich. Nuestros jefazos hubieran debido pensar en que los ruskis no se iban a chupar el dedo. Tenían que haber contado con la acción de la artillería soviética.

– Es verdad.

– ¡Tenemos la negra, Ulrich! Desde el principio, todo esto me olió mal…

– Mira, aquí llega Trenke.

Martin se acercó a ellos. La expresión contrariada de su rostro hacía inútil cualquier explicación, pero habló, en voz baja, furioso.

– ¡No hay nada que hacer! Por primera vez en mi vida, tengo que dar la razón a los hombres de intendencia. La verdad es que no hay persona humana capaz de atravesar ese infierno…

Se veía en sus ojos la luz de espanto que había quedado tras haberse asomado a una de las puertas de la fábrica que daba a la plaza.

– Y este maldito frío -dijo Valker-. Si al menos tuviésemos un poco de alcohol para entrar en calor.

Un viento helado atravesaba la fábrica, entrando y saliendo por los mil orificios de sus fachadas. La nieve empezó a caer hacia las primeras horas de la tarde.

Swaser aconsejó a sus hombres de escatimar la munición, no disparando más que cuando fuese verdaderamente necesario.

– Esta noche -dijo-, los nuestros atravesarán, sea como sea, esa maldita plaza. El Mando sabe que si no nos trae lo que necesitamos, mañana los rusos pueden contraatacar y nos liquidarán sin ninguna dificultad. ¡Martin!

– ¿Sí?

– Ve a echar una ojeada al otro lado de la fábrica. Hemos estado durante demasiado tiempo sin contacto con la sección del teniente Olsen, y ya es hora de saber cómo le van las cosas.

– ¡Ahora mismo vuelvo!

* * *

Lejos de aquel edificio, como de todos los de Stalingrado, el destino del Sexto Ejército de Von Paulus se estaba decidiendo.

A lo largo de la orilla norte del Don, decenas de regimientos soviéticos esperaban la hora del ataque. Miles de tanques esperaban también que los pontoneros hubiesen lanzado sus puentes sobre el río para, atravesándolo, abrirse en un furioso abanico, perforando las líneas alemanas por doquier.

Los rusos conocían perfectamente quiénes eran los hombres a los que se había confiado la defensa del Don, única barrera que impedía a sus tropas avanzar detrás de Stalingrado.

Los servicios de información soviéticos habían captado los mensajes de aquellas tropas, italianas y rumanas, y hasta sabían que los germanos no les habían proporcionado más que material casi inservible, viejos cañones y tanques del tipo Mark-3, de los que habían servido, años antes, en las batallas de Polonia y Francia.

Durante la mañana en que la división a la que pertenecía Swaser se lanzaba contra la fábrica Barricada Roja, la orden de ataque llegó para los cientos de miles de rusos agolpados en la orilla septentrional del Don.

Rompiendo con suma facilidad las defensas rumanas e italianas, los blindados soviéticos empezaron a cortar el único camino de salvación que Von Paulus hubiese podido aprovechar si el Führer no le hubiera prohibido retirarse de Stalingrado.

Pocas horas bastaron para que los más importantes aeródromos en manos germanas fueran conquistados por los rusos.

Los terrenos de aviación de Kotelnikov, Tatsinsya y Simoniki fueron ocupados por los rusos. Sólo le quedó a Von Paulus el terreno de Pitomnik, lugar en que se iban a desarrollar escenas de terror y crueldad indecibles cuando el campo se llenase de millares de heridos que esperaban cada avión como su única esperanza.

* * *

– ¡Sargento!

Ulrich frunció el ceño al ver la palidez que cubría el rostro de Trenke. Martin venía de la otra ala de la planta y se quedó, agachado detrás de la máquina que les servía de parapeto, mirando al suboficial, sin saber qué decir.

Swaser tuvo que cogerle por el brazo y sacudirle con energía.

– ¿Qué ocurre, Martin? ¡Habla de una vez, Sakrement !

– Olsen…

– Sí, el teniente.

– Ha muerto.

– ¿Eh?

Trenke pareció recuperar su ánimo; lanzó un profundo suspiro y luego, con una voz aún temblorosa:

– Le segó una ráfaga enemiga, justo cuando subía las escaleras para ver a uno de sus pelotones que estaba en el piso superior…

– Teufel! -gruñó Swaser-. ¡También es mala pata! No hay más que malas noticias en esta maldita fábrica…

– Todas no son malas, Ulrich -siguió diciendo Martin-. Desde que se ha hecho oscuro, han empezado a llegar gentes del otro lado de la plaza. Junto al cadáver del teniente Olsen estaba el comandante Tunser. Justamente, al verme, me ha dicho que te dijera que desea hablar contigo urgentemente…

– ¿Dónde está?

– En la otra sala de máquinas. Ten cuidado al pasar junto a la puerta… hay una pequeña zona batida por un fusil ametrallador ruso.

– Tendré cuidado. No os mováis de aquí.

Swaser atravesó velozmente la zona batida, no sin oír cómo las balas golpeaban rabiosamente la superficie acerada de las máquinas.

Encontró al comandante tremendamente envejecido, con una expresión de tristeza infinita, la mirada apagada y un rictus desagradable en la boca.

– ¡A sus órdenes, mi comandante!

– Hola, Swaser. Contento de verle de nuevo… Sé que ha hecho un trabajo excelente…

Ulrich miró el cuerpo de teniente sobre el que se habían extendió una manta.

– No hemos tenido muy buena suerte, señor.

– No lo sabe usted bien.

Swaser levantó los ojos hacia el mayor.

– ¿Y las municiones, señor? ¿Y el rancho? Los hombres no tienen nada, ni para combatir ni para comer. Afortunadamente ahora que se ha hecho de noche podrán traernos lo necesario, ¿no?

– Ojalá fuese así, sargento.

– ¿Cómo? -inquirió Ulrich frunciendo el ceño-. ¿Es que no se puede atravesar la plaza?

– Sí, puesto que yo la he atravesado… y todos, absolutamente todos, vamos a pasarla de nuevo…

– No entiendo…

– Nos retiramos, Swaser. Todos. Nuestro batallón debe dirigirse hacia Pitomnik, el único aeródromo que nos queda, y nuestra misión será defenderlo, ya que lo que pueda recibir el Sexto Ejército deberá llegar por allí…

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