Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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– Estoy convencido de que lo hará.

– Quiera el cielo que no se equivoque usted, Olsen.

El capitán encargó a Bruno prepararlo todo. Olsen recorrió las posiciones de primera línea. Era aquello justamente lo que más le gustaba.

Y cada vez que se detenía junto a un pelotón, les lanzaba un discurso apasionado en el que el nombre de Hitler se mezclaba al de victoria absoluta del Tercer Reich.

Comprobó que las armas estaban en buen estado y los dos aprovisionamientos de munición eran completos. Luego fue a situarse en el lugar, cerca de la ventana, desde donde podía contemplar la plaza y el foso donde se encontraba el pelotón del sargento Swaser.

Los rusos seguían lanzando bengalas que iluminaban completamente la plaza. Olsen hubiese deseado quedarse allí hasta el mismo momento del ataque, de manera que pudiera informar a Swaser de la decisión que le concernía, pero el mando de su propia sección le requería y regresó a su puesto.

– Todo preparado, mi capitán -anunció a Verlaz.

Inclinándose sobre el plano que había sobre la mesa, estudiaron detalladamente la operación que había sido concebida para llevar a cabo un plan de gran envergadura.

– Dos divisiones enteras atacarán por este lado -explicó el capitán-. Como usted sabe, el objetivo principal es la fábrica de cañones.

Hizo una pausa y su índice señaló un punto más allá de la fábrica Barricada Roja.

– Una vez ocupada la fábrica, proseguiremos el avance hasta este punto.

– ¿Qué hay ahí?

– Los talleres metalúrgicos Octubre Rojo. Al llegar a ellos, habremos rodeado a una gran parte de las fuerzas soviéticas que guarnecen el sector sur del frente. Entonces, con el apoyo de rumanos e italianos, empujaremos a los ruskis hacia el Volga.

Más hacia el Oeste, los aviones germanos se preparaban. Los Junkers bimotores recibían su carga de bombas, y los Stukas, que habían jugado un papel importante en la batalla de Stalingrado, calentaban sus motores.

Por primera vez desde el principio de la guerra germano-soviética, el Alto Mando alemán se encontraba ante una batalla que debía darse en la dimensión restringida de una ciudad en ruinas, algo completamente diferente a los grandes espacios abiertos en los cuales el empleo masivo de los blindados habían dado resultados óptimos.

Aquí, la ciudad no se prestaba en absoluto al uso de los Panzers, incapaces de moverse libremente en las calles cortadas por montañas de escombros.

Por eso se había dado una importancia primordial a la aviación, incluso más que a la artillería, ya que los aviones serían los únicos en poder destruir las defensas rusas, permitiendo a los infantes y zapadores de la Wehrmacht abrirse paso entre las ruinas para desalojar al adversario.

Pero los rusos tenían también su plan.

Llegando desde los cuatro rincones de la Unión Soviética, millares de hombres, cañones de todos los calibres, tanques y armas de todas clases se concentraban a lo largo del Don, esperando el momento de atravesar el gran río para cortar la retaguardia de las fuerzas de Von Paulus, copando a todo el Sexto ejército y asestando un golpe mortal a los sueños de Hitler.

Pero, por el momento, aquello no era más que un plan…

Capítulo VIII

Con verdadero espanto, asomado al parapeto construido por el desdichado Ingo, Swaser había asistido, sin poder hacer absolutamente nada, a la hazaña inútil del teniente Ferdaivert.

Cuando vio que el oficial conseguía, a pesar de su herida, llegar hasta las posiciones germanas, lanzó un suspiro de alivio, descendiendo luego junto a sus hombres a los que relató, con voz emocionada, lo que había visto.

– Se ha portado como un valiente -resumió.

– Es verdad -dijo Dieter-. Nunca lo olvidaremos… pero no podemos permanecer indiferentes aquí. Sin agua y sin comida, estamos listos.

Swaser, como siempre, intentó dar ánimos a sus hombres.

– Haremos algo, chicos. Pero dejemos que pase esta maldita noche. Creo que los rusos acabarán por cansarse de tanta pantomima. De todos modos, en cuanto llegue el alba, saldremos de aquí, pase lo que pase. Intentaremos escapar antes de que nos falten las fuerzas para hacerlo.

– ¿Y crees que durante el día será más fácil? -preguntó Dieter.

– No me refiero al día… día… hay un momento, en el alba, cuando llega la bruma del río, en que las condiciones de escapar me parecen óptimas. Ni siquiera con sus cochinas bengalas podrán vernos.

– Me parece una excelente idea.

– Ahora, lo mejor es descansar un poco -dijo el sargento-. Debemos acumular todas las energías posibles…

No supo nunca si los otros consiguieron conciliar el sueño. Él, Ulrich, permaneció con los ojos abiertos, la mirada clavada en las parpadeantes estrellas.

La calma que reinó durante la noche convenció al suboficial que algo se estaba preparando.

Había conocido demasiadas situaciones semejantes para no comprender que aquella quietud mineral ocultaba una seria tormenta. Lo importante hubiese sido poder saber de qué lado iba a estallar.

«Si son los rusos los que contraatacan -pensó con un estremecimiento-, estaremos fritos, ya que seremos los primeros en caer en sus manos…»

Dejándose llevar por los pesimistas pensamientos que desfilaban por su mente, Swaser se preguntó cómo serían los campos de prisioneros de los rusos. Lugares horribles, sin duda alguna, donde el mayor deseo de los desdichados encerrados en ellos sería la espera de una muerte liberadora…

Se puso en pie un poco antes del alba.

Entonces, bruscamente, un rugido feroz vino del cielo y a la luz difusa del día que nacía, por encima de la niebla que se arrastraba ya a ras del suelo, Swaser vio las escuadrillas de Junkers que se dirigían directamente hacia la fábrica de cañones.

No tuvo que despertar a sus hombres.

El zumbido potente de los motores de los aparatos, seguidos de cerca por el rugido salvaje de las primeras explosiones, pusieron en pie al pelotón que, al percatarse de lo que ocurría, gritaron como locos su alegría.

Quince minutos más tarde, las tropas alemanas llegaban al foso. Hubo escenas emocionantes y Swaser y sus hombres se vieron abrazados por hombres a los que apenas conocían.

* * *

– No nos hace falta descansar, mi capitán -sonrió Swaser con la boca llena-. Era el estómago lo que gritaba…

– Coman. El teniente Olsen se ha adelantado ya con su sección. No creo que unos minutos más tengan tanta importancia. Ya comprenderá usted, sargento, que era usted el único al que podía confiar la sección.

– Gracias, mi capitán.

Quince minutos después, Ulrich Swaser, convertido en jefe de sección, se lanzaba al asalto de las posiciones enemigas, seguido por sus hombres.

La fábrica Barricada Roja no era más que un volcán rugiente.

Tras el bombardeo de la aviación, la artillería germana había descargado miles de proyectiles de todos los calibres en una preparación de una violencia extraordinaria.

Desde el principio del ataque, Ulrich se percató de que la moral de los hombres había crecido de forma portentosa, como si cada uno de ellos desease vengar personalmente la muerte de Ingo y la herida sufrida por el teniente Ferdaivert.

La propaganda rusa había generado en los soldados un sentimiento contrario al que los soviéticos esperaban, despertando una rabia incontenible, como si cada palabra lanzada por los altavoces hubiese sido un insulto a los germanos.

Cuando penetraron en el edificio, se percataron del estado en el que las bombas y los proyectiles de obuses habían dejado las habitaciones ocupadas hasta entonces por los combatientes rusos.

Cadáveres destrozados yacían por doquier, junto a las armas que la violencia de las explosiones había retorcido. Un humo denso flotaba en el interior del edificio, cuyas paredes maestras habían resistido la brutal acción del castigo infringido por proyectiles y bombas.

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