Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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– ¿Quién les envió allá?

– Creo que el teniente…

– ¡Imbécil! -gruñó Bruno-. ¡Y decía que estaban perfectamente instalados! ¡Vamos a echar una ojeada, Erich!

El furriel dudó. No le gustaba en absoluto la idea de acercarse a la línea de fuego. Además, prefería no mezclarse en los asuntos de los oficiales.

– Le acompañaría con mucho gusto, mi teniente -dijo con falso tono contrito-, pero debo ir a ver al comandante… Me ha llamado con urgencia…

– Bien, es igual. Voy a ir a ver lo que pasa.

– ¿Desea usted algo más?

– No, gracias.

Olsen salió del puesto de mando, avanzando por el camino de ronda que había sido abierto a lo largo de la calle que llevaba hasta las posiciones de primera línea.

Oyó el estampido de algunos proyectiles de mortero, pero prosiguió su camino hasta penetrar en una casa en ruinas donde se encontraba otro de los pelotones de la sección de Ferdaivert.

Los soldados se extrañaron al verle, y su jefe, un sargento, avanzó rápidamente hacia el oficial.

– ¿Dónde está el pelotón de Swaser? -preguntó Olsen con voz áspera.

– En medio de la avenida, señor, en un foso antitanque.

– ¡Enséñemelo!

El suboficial se acercó prudentemente a una ventana cuya parte inferior estaba protegida por sacos terreros.

– Tenga cuidado al asomarse, mi teniente…

Olsen echó una ojeada, manteniéndose a un lado. Vio la avenida y un cuerpo tendido a mitad de la distancia que separaba la casa del foso antitanque que aparecía como una mancha negra en el asfalto de la plaza.

– ¿Quién es el muerto? -preguntó sin dejar de mirar a la calle.

– Uno de los muchachos de Swaser, teniente. Hace más de una hora que está ahí… intentaba llegar hasta aquí, pero los rusos de la fábrica lo cazaron como a un conejo.

– ¿Y esos hombres no han recibido ni comida ni munición?

– Ha sido imposible, mi teniente. Los de Intendencia han llegado hasta aquí, pero al asomarse, como usted lo hace, se han dado cuenta de que nadie puede llegar hasta allá… de día al menos.

– Desde luego… ¿tienen teléfono aquí?

– Sí. Lo hemos instalado en el sótano, señor.

– Vamos.

Olsen estaba dispuesto a no dejar pasar la ocasión que se le brindaba. Una vez junto al aparato, lo descolgó para pedir comunicación de urgencia con el puesto de mando del comandante jefe del Batallón.

Pronto tuvo a Turner al otro extremo del hilo.

– ¡A sus órdenes, mi comandante! Teniente Olsen al aparato.

– ¿Qué hay de nuevo, Olsen?

– El pelotón del sargento Swaser, de la sección del teniente Ferdaivert, ha sido colocado por error en un foso antitanque completamente aislado. El sargento y sus hombres se encuentran bajo el fuego enemigo, sin posibilidad de suministrarles absolutamente nada.

La voz del mayor explotó, al otro extremo del cable.

– ¿Quién es el imbécil que les ha metido en ese agujero?

– No lo sé, mi comandante -repuso Olsen con prudencia-. No es mi sección, como usted sabe. He venido porque los servicios de Intendencia me comunicaron que no podían suministrar nada al sargento Swaser…

– ¿Y el jefe de esa sección?

– En el puesto de mando de la compañía, mi comandante. He dejado al teniente Ferdaivert que descansase un poco… -su tono se hizo aún más hipócrita-. Después de la noche que hemos pasado todos…

– ¿Y eso qué importa? ¿Duermo yo acaso? Ocúpese de ese asunto, Olsen… ya diré dos palabritas a Ferdaivert…

– ¡A sus órdenes, mi comandante!

La comunicación se cortó; Olsen colocó el aparato en la horquilla; luego, volviéndose hacia el suboficial, dijo:

– ¿Tienen algún megáfono?

– Sí.

– Tráigamelo inmediatamente.

Algunos instantes después, junto a la ventana, Olsen se llevó el megáfono a los labios.

– ¡Sargento Swaser! -gritó su voz amplificada por el aparato-. Aquí el teniente Olsen… Vamos a ocuparnos de ustedes inmediatamente… los sacaremos de ahí…

Esperaba una respuesta de Ulrich, pero apenas había acabado su frase que una voz, repetida por media docena de potentes altavoces, llegó hasta él desde el edificio del otro lado de la plaza.

– ¡No pierdas el tiempo, bandido fascista! Ven a buscar a tus hombres, si quieres hacerlo… ¿Por qué no lo haces? Ya, lo sabemos. Prefieres enviar a algunos de tus esclavos para que caigan como ese que ha muerto antes… ¡Alemanes! ¡Soldados! ¡Ahí tenéis la prueba de que vuestros oficiales se sirven de vosotros como si vuestra vida no valiese nada! Os han enviado a ese asqueroso agujero y os han dejado en él como a perros sarnosos… No temáis… Sois trabajadores como nosotros… no dispararemos contra el foso antitanque, pero nos cargaremos a todos los que intenten llegar hasta él… queremos demostrar a vuestros jefes fascistas que deberían arrancarse los galones, ya que son incapaces de defender a sus propios hombres…

Bruno se clavó las uñas en las palmas de las manos al apretar los puños.

Una simple mirada volvió a convencerle que sería una verdadera locura intentar nada.

Se volvió hacia el suboficial.

– Lo haremos esta noche -dijo-. Los ruskis no podrán evitarlo.

– Creo que tiene usted razón, mi teniente. Ahora sería completamente inútil.

Los rusos habían abierto un fuego diabólico y los proyectiles rebotaban por cientos en el asfalto de la plaza.

* * *

– ¡Los muy cerdos! -gruñó el oficial.

Echó una última mirada, estremeciéndose de terror al ver el cuerpo del alemán muerto que brincaba al recibir el impacto de las balas que llovían sobre el asfalto de la plaza.

– ¡No está mal! -suspiró Dieter cuando el silencio volvió-. Por lo menos se han acordado que estábamos aquí.

– Lo que tú quieras -dijo Martin-, pero ya acabas de oír a los tovaritch…

– ¡Esos cerdos! -gruñó Dieter-. Aprovechan cualquier cosa para soltar su asquerosa propaganda. Si tanto nos quieren, si somos, como dicen, obreros como ellos, ¿por qué no nos dejan salir de aquí?

Trenke se echó a reír.

– ¡Calla, por favor, Dieter! Es para mondarse… dejarnos salir. Ponte en su sitio y dime sinceramente si tú lo harías… ¡Y un cuerno! Jamás vi a nadie dar la menor oportunidad a un enemigo… Pero, lo más curioso de todo es que ha sido el teniente Olsen quien nos ha hablado. ¿Qué habrá sido de nuestro jefe de sección?

– No comprendo nada, yo tampoco -dijo Valker-. A lo mejor han herido al teniente Ferdaivert.

Trenke movió la cabeza de un lado para otro.

– No sé… pero no llegan fácilmente las balas hasta el puesto de mando de la compañía.

– ¡Basta! -gruñó Ulrich-. Habláis como cotorras… esperaremos a ver lo que hacen, ya que no podemos hacer otra cosa.

Transcurrió el día lentamente.

De vez en cuando, los altavoces soviéticos repetían los eslogans, dirigiéndose a los soldados alemanes para que mataran a sus oficiales.

– ¿Por qué pierden el tiempo de ese modo? -se irritó Valker-. ¿Nos toman por idiotas… o qué?

– No son tan tontos como parecen -dijo Trenke-. Lo que desean es minar la moral de las tropas. Saben muy bien que no atacaremos a los oficiales, pero siembran el descontento y la incertidumbre. Puedes creerme, sus palabras hacen más daño de lo que te imaginas.

– No te creo. A mí me entran por un oído y me salen por el otro.

– Mejor para ti.

La oscuridad se acercaba a pasos cometidos. Los disparos seguían siendo intensos, como si los rusos deseasen demostrar que estaban dispuestos a mantener su palabra de no dejar acercarse a nadie al foso antitanque… ni salir de él.

– Es posible que intenten algo durante la noche -dijo el sargento.

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