Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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– Mejor sería -dijo Trenke- que dijese a esos tanquistas que se quedasen aquí, defendiendo el sector… No creo que el Führer viese con buenos ojos que los únicos tanques que poseemos en el llano de Pitomnik se emplean para escolta de un…

Se mordió los labios.

Con los ojos saltones de rabia, Leopold consideró unos instantes, en completo silencio, al soldado que había osado hablarle de aquel modo.

Luego estalló.

– ¡Perro traidor! -dijo sacando su pistola de la funda-. ¡Voy a hacerte callar!

Swaser estaba tan sorprendido que no tuvo tiempo de reaccionar; el disparo estalló en la quietud de la llanura con la violencia de un cañonazo.

Pero Valker Künger, movido por su impulso generoso, saltó, interponiéndose entre el cañón del arma y Martin, que también se había quedado quieto.

La bala atravesó la cabeza de Valker que cayó pesadamente al suelo.

Ulrich dio un paso hacia delante, maldiciendo el haber dejado el subfusil en la trinchera. Como un solo hombre, los miembros de la policía militar levantaron sus armas.

Seimard lanzó una furibunda mirada a Trenke.

– Por esta vez, puedes bendecir tu suerte… pero espero -agregó mirando al sargento- que pondrá usted a este hombre en primera línea. Que demuestre su valor de fantoche ante los ojos… en cuanto a usted y la unidad que manda, no se le ocurra retroceder un solo metro… si no quiere encontrarse con los tanques…

Dio media vuelta, dirigiéndose hacia el blindado con ruedas que partió, seguido por los tanques.

Martin se había arrodillado junto al cuerpo de Valker y lloraba en silencio.

La noche caía lentamente; negros nubarrones venían del Volga, empujados por un viento helado.

– ¡Ulrich!

Dieter llegaba del sector más alejado. Sus ojos brillaban de alegría. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Martin junto al cadáver de Künger.

– ¡Se han ido, Swaser! ¡Se han ido!

– ¿De quién hablas?

– Teufel! ¿De quién quieres que hable? De esos endemoniados ruskis… se han ido…

– ¿Seguro?

– En absoluto. Se fueron. El camino a la ciudad está libre… aunque de poco va a servirnos…

– No lo creas. Regresamos a Stalingrado. Lo que ocurra en Pitomnik no nos importa. Después de todo, estamos sacrificando hombres para defender a unos canallas… nos iremos esta misma noche… y cuando los rusos vuelvan por aquí, ese cerdo de la Gestapo tendrá ocasión de utilizar sus tanques y sabrá lo que es bueno…

Fue entonces cuando Dieter vio a Martin.

– ¿Qué ha pasado? ¿Han herido a Valker?

– El hombre de la Gestapo lo ha matado… Künger se interpuso y evitó que la bala alcanzase a Trenke…

– Sakrement! ¿Hasta cuándo vamos a estar haciendo el idiota, Ulrich? ¿Por qué no nos rendimos de una vez? Un país como el nuestro, regido por un demente apoyado por una pandilla de asesinos, no merece que un solo alemán vierta una gota de sangre…

* * *

– Ha muerto, Adel.

La joven se estremeció. Daba miedo ver la expresión de indecible sufrimiento que había convertido en una horrible máscara el rostro del teniente Ferdaivert.

– Pobrecillo -suspiró la muchacha.

– Hay hombres que son esclavos de todas las estupideces que la gente inventa y convierte en principios. Estamos regidos por esa clase de absurdos, querida. Pero cuando un gobierno se dedica a sentar premisas que tienen fuerza de ley, los hombres y las mujeres dejan de pensar para transformarse en autómatas sin personalidad.

Lanzó un suspiro.

– La novia de este hombre se enamoró no de él, sino de la imagen del «joven ario» que los letreros y películas repetían en las paredes de las calles alemanas y en los cines de todas las ciudades y pueblos del Reich.

»Por eso murió Karl. Porque no concebía la existencia mermado en su integridad física. De la misma manera, los médicos y las enfermeras que salieron a divertirse, creyendo a pies juntillas que hacían algo formidable al aprovechar lo poco que les quedaba, cometieron un error, ya que si no han muerto en manos de los rusos, estarán prisioneros cuando los soviéticos lleguen a aquella casa de la llanura.

– Tienes razón.

– Vamos, querida. Debemos seguir trabajando, aunque lo que hagamos no tenga ningún valor.

Y así era en efecto.

Ninguna clase de material quedaba en el Lazarett. Pero los heridos seguían amontonados en los sótanos, muriendo por decenas. Algunos enfermeros ayudaban al doctor, sobretodo para ir en busca de alimentos, que conseguían en pequeña cantidad, distribuyéndolo entre los desdichados que sufrían y morían en silencio.

Poco o nada se sabía de los cientos de heridos que habían sido conducidos a Pitomnik con la loca esperanza de ser evacuados en los últimos aviones que dejaron aquel terreno.

Sólo unos cuantos consiguieron salir del infierno del cerco de Stalingrado; el resto permanecían allí, en el suelo, amontonados los unos junto a los otros, envueltos en raquíticas mantas que apenas les defendían del frío gélido de la estepa.

Allí les encontrarían los rusos, montones de muertos que los soviéticos agruparían en gigantescas pirámides de carne a las que luego rociarían de gasolina para prenderles fuego.

Capítulo XIII

El Stalingrado que encontraron Swaser y sus hombres no era ya una ciudad, sino una enorme, gigantesca, tétrica tumba donde, además de los miles de muertos, yacían cientos de miles de hombres… pero no vivos, sino en cadáveres ambulantes…

Swaser acarreaba con él seis heridos, no muy graves. Por eso, antes de decidirse a ocupar un sector de defensa -nadie le esperaba para guiarle y debería ser él quien decidiese finalmente-, se encaminó hacia los sótanos ocupados por el Lazarett, siendo recibido por el doctor Suverlund.

Ulrich hizo un resumen de la situación al doctor quien ofreció un poco de falso café con un poco de sacarina.

– Creía -dijo Reiner- que Von Paulus iba a rendirse antes. No entiendo a qué espera… cuando toda esperanza se ha perdido…

– Y que usted lo diga, doctor. Antes de dejar la llanura, nos enteramos que el último intento alemán para romper el cerco había fracasado.

– ¿Se refiere a la columna blindada de Hoth?

– Sí.

– Eso quiere decir que no tenemos escapatoria.

– Así lo creo, doctor… y ahora que lo pienso, si no ve usted inconveniente, puesto que en la ciudad no hay orden ni concierto, podría situar a mis hombres para defender el Lazarett…

– Se lo agradezco mucho.

– En estos momentos, ¿qué puede haber mejor que defender a los débiles? No tengo idea de lo que los rusos hacen al penetrar en un hospital de campaña… pero no creo que sea nada agradable…

– La guerra convierte al hombre, ruso o alemán, en una bestia, sargento…

Adelheid intervino, llegando con la cafetera.

– ¿Un poco más, sargento?

– No, muchas gracias, señorita…

– Señora -sonrió Reiner-. Nos hemos casado aquí, hace dos semanas…

– Maravilloso -dijo Ulrich-. Eso sí que es tener confianza en el futuro…

Notó que había hablado demasiado y bajando la cabeza.

– Lo siento… -dijo-, no he querido mostrarme sarcástico.

– No es nada, Swaser -dijo el doctor-. Otra cosa… andamos muy mal de comida… hay trescientos heridos, de los mil quinientos que teníamos hace una semana… mis enfermeros han enterrado, día y noche, sin descansar, a todos los que han muerto… y por mucha vergüenza que me dé, he de decir que no han escaseado los fallecimientos por inanición…

«Morir de hambre -pensó amargamente Ulrich-. Mientras, el hombre de Himmler se pasea protegido y tiene a su alcance los grandes depósitos de víveres de todo el Sexto ejército, muchos de los cuales se están estropeando con toda seguridad».

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