– Yo no soy culpable, soy médico -repitió.
Fue entonces cuando los acontecimientos se precipitaron.
El sargento le golpeó en el rostro con el Nagan que empuñaba; loca de furor, Adelheid se precipitó sobre el ruso, alcanzándole en la cara con las uñas.
El ruso la empujó con violencia, echándola hacia los soldados que habían montado sus armas.
– ¡Tomadla! ¡Es vuestra!
Medio atontado, sin saber lo que el sargento decía, pero comprendiendo lo que iba a pasar, Reiner se lanzó como un loco hacia los rusos.
El sargento disparó a bocajarro; una parte de la masa encefálica de Reiner fue a pegarse en la pared.
Los soldados arrastraban ya a Adelheid hacia un rincón.
* * *
– Davai! Davai!
– ¿Qué diablos está gritando? -preguntó Ulrich volviéndose hacia Trenke que andaba lentamente a su lado.
– Davai puede traducirse por «aprisa» o «adelante» -dijo Martin.
– Es formidable -suspiró el Feldwebel-, pero la guerra hace a los hombres iguales. No importa su lengua, ni su uniforme… ¿Recuerdas lo que gritaban los Feldgendarmes cuando empujaban a los prisioneros rusos? Schnell! o Los! Estos dicen Davai!… pero sus gestos, sus sentimientos, su indiferencia es como la de aquellos Feldgendarmes que empujaban a culatazos a los rusos, a lo largo de la carretera de Minsk… ¡Qué tiempos aquéllos! ¿Quién nos iba a decir, entonces, que un día seríamos como los desarrapados que, por millares, veíamos pasar?
– Así es la vida…
Swaser se volvió bruscamente, sin detenerse, ya que la masa ingente de prisioneros no podía detenerse ni un segundo.
– ¿Qué te ocurre, Martin? No me había dado cuenta hasta ahora… pero andas como si te pasase algo…
– No es nada. Cuando mataron a Dieter, una bala me rozó, aquí, en el estómago…
– ¡Maldito embustero! -dijo Ulrich palideciendo al comprobar que el rostro de su camarada estaba blanco como la tiza-. ¡Déjame ver!
– No podemos pararnos…
– ¡Salgamos de la fila! No puedes seguir, así…
Cogió del brazo a Trenke, obligándole a seguirle fuera de la interminable fila. Sentándose en el suelo, desabrochó la guerrera y vio la desgarrada camisa, manchada de sangre.
– ¡Puñetero idiota! No sé cómo has podido resistir tanto… hay que hacer algo…
Justo en aquel momento, un soldado ruso se acercó a ellos.
– Davai! -gritó golpeando a Ulrich con la culata de su fusil-. Davai!
Swaser apretó los dientes, sin ni siquiera mirar al ruso. Sus ojos se posaron en el rostro blanco de su camarada.
– Estás listo, Trenke. No vas a durar mucho…
– Déjame aquí y sigue.
– No. Escucha. No me divierte nada esta aventura. Tengo el cuchillo escondido bajo la camisa. La cosa va a ser muy rápida… ¿Te da miedo morir?
Trenke sonrió.
– ¡Idiota! Tengo ya un pie en el otro lado… preguntas…
– Davai! -gritó el ruso golpeando de nuevo a Ulrich.
Tres rusos más acudían en ayuda de su compañero.
– ¿De acuerdo? -inquirió Ulrich.
– Como tú quieras… Siempre te saliste con la tuya, maldito sargento…
– Adiós, amigo…
Había buscado el cuchillo con dedos ansiosos; ahora lo tenía en la mano y el ruso se inclinó para darle un nuevo culatazo, Ulrich le clavó el cuchillo en el vientre.
El soviético retrocedió, soltando el arma, hacia la que se precipitó el alemán.
No llegó a tocarla.
Los otros tres dispararon. La larga ráfaga hizo rebotar el cuerpo de Ulrich en el suelo. Los disparos alcanzaron también a Trenke, matándole en un acto.
Dos de los rusos se llevaron a su amigo que agonizaba. Luego, la fila, la inmensa fila de casi trescientos mil prisioneros, se puso en marcha, bajo el cielo gris, hacia la estepa infinita.
– Davai! Davai!
Seudónimo usado por el escritor español Enrique Sánchez Pascual en la mayoría de sus obras bélicas sobre la Segunda Guerra Mundial.
Enrique Sánchez Pascual nació en Madrid (1918 – 1996). Comenzó estudios de medicina, pero el inicio de la Guerra Civil le obligó a dejarlos. Luchó en el bando republicano y, al terminar la guerra, se vio obligado a exiliarse a Francia, donde conoció a su esposa. Su regreso a España le costó cumplir condena en la cárcel de Figueras.
En la posguerra trabajó como representante de unos laboratorios farmacéuticos hasta que, animado por un amigo escritor, decidió dedicarse a la literatura. Su trabajo para la editorial Bruguera le hizo trasladarse a Barcelona.
Como era habitual en los escritores de posguerra, escribió en numerosos géneros además de la ciencia ficción, llegando a colaborar con Félix Rodríguez de la Fuente en una revista. Fuera de la ciencia ficción destacó como escritor de historias bélicas, llegando a convertirse en un experto en la Segunda Guerra Mundial.
En el género de la ciencia ficción su producción fue prolífica, llegando a escribir, literalmente, cientos de títulos para las editoriales Toray y Bruguera. Llegó, incluso, a crear su propia editorial, Mando, para la que escribió quince títulos bajo el pseudónimo de Alan Comet.
Otros seudónimos del autor:
– Alex Simmons
– Law Space
– H.S. Thels
– W. Sampas
– Alan Starr
– Lionel Sheridan
– Marcus Sidéreo (compartido con María Victoria Rodoreda)
***
[1] Ingo Lukwig era el más joven de todos. Acababa de cumplir los 19, y había llegado al ejército directamente de las Hitlerjugend [1] en las que se había presentado voluntario para el frente. El sargento se acercó a ellos, deteniéndose ante Martin Trenke, al que tendió las botas. – Te traigo un regalo de tu amigo Dieter -dijo con una sonrisa. Martin se apoderó del calzado que examinó durante unos segundos. Las suyas se habían deformado por la acción del frío y del agua y le hacían sufrir tremendamente, habiéndose visto obligado a cortarlas en muchos sitios donde el dolor era insufrible. – ¿Es que Dieter ha encontrado algo mejor? – Fonlass acaba de cargarse a un ruso… ya habéis oído los disparos… llevaba un par de botas que para ellos querrían muchos de nuestros generales. – No exagere, sargento -intervino Valker-. A nuestros queridos generales no les falta de nada… absolutamente de nada. Si desean alguna, cosa, no tienen más que decirlo… en el mismo momento en que abren la boca, una docena de enchufados corren como locos para servirles… «¡Un pollo bien asado, esclavo!» -gritó adoptando la postura del personaje al que quería representar-. «Y si el pollo no está a punto, di a los de la Inteligencia que se preparen para ir al frente…» Todos se echaron a reír, excepto Ingo. Valker se dio cuenta de ello. Se volvió hacia el joven y con una voz colérica: – ¿Sigues creyendo todavía que los generales debían estar en el frente, Ingo? Es lo que te decían en las Hitlerjugend, ¿verdad? ¡Todos héroes! Incluso los «pantalones rojos» [2] … – Nunca he dicho que los generales fueran perfectos -repuso el muchacho-, pero sigo creyendo que no se gana nada criticando a los que nos mandan… Sabiendo el rumbo peligroso que la conversación tomaría, el sargento intervino con voz seca: – ¡Déjale en paz, Valker! Justo en aquel momento, el ruido de un motor de motocicleta les llamó la atención. Y, siguiendo al suboficial, abandonaron el refugio.
Juventudes Hitlerianas.
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