Pero en definitiva, las probabilidades están en contra de ti. Tienes que avanzar en equilibrio sobre una cuerda floja. De pequeño, en Chicago, siempre les oía comentar: «En verano, los corredores de apuestas van a Florida y los jugadores quedaban helados como pajaritos».
Con todo, la cosa funcionaba bien. Mi padre y yo compramos a medias unos cuantos potros. En realidad, empecé a pasar cada vez más tiempo en las pistas. Teníamos allí trece caballos. Había que estar atento. Alimentarlos ya nos costaba unos siete mil dólares al mes. Aquello era casi vivir en las pistas. Pero a mí me encantaba estar allí.
Por aquella época, tal como cuenta El Zurdo, recibió la visita de un hombre a quien llamaban Eli, El Zumos. Eli El Zumos poseía un almacén en Miami y enviaba naranjas y pomelos por todo el país. Era en realidad el intermediario de la zona, el individuo que recaudaba fondos para proporcionar inmunidad en todo Miami Beach. Sugirió a Rosenthal que le convenía pagarle quinientos dólares al mes.
Rosenthal afirma que le respondió que no hacía nada ilegal: pronosticaba y trabajaba en las carreras de caballos.
Le dije que si me dedicara a las apuestas con mucho gusto le complacería, pero que no era el caso. En aquellos momentos era estrictamente un jugador. Al cabo de una semana poco más o menos, volvió Eli El Zumos y me preguntó si había cambiado de parecer. En esta ocasión lo traté con menos cordialidad. De forma que una palabra se encadenó con la siguiente y le dije que se fuera a la mierda. Cometí el error de decirle que hiciera lo que le diera la gana. Eso hizo. El día de Año Nuevo la poli derribó la puerta de mi casa y me detuvo.
Martin Dardis, jefe del Departamento de North Bay Village, y el sargento Edward Clode de la División de Seguridad Pública del condado de Dade, llevaron a cabo la detención. El Zurdo se hallaba sentado en la cama, llevaba un pijama azul y miraba un partido por la tele aquella tarde cuando le interrumpió el asalto de los dos hombres. Lo que habría podido ser una detención rutinaria él lo convirtió en una catástrofe.
En cuanto oyó que la policía estaba en la puerta, El Zurdo se puso a gritar que iban a por él tan sólo porque se había negado a pagarle a Eli El Zumos.
– ¿Qué pasa? -dijo-. ¿No habéis conseguido la astilla? ¿Por eso estáis aquí?
La acusación vertida sobre el jefe Dardis fue una imperdonable violación del ritual kabuki que conllevaba la etiqueta poli-corrupción.
Después de esto -admitió luego El Zurdo - el partido fue imparcial.
El jefe Dardis declaró más tarde:
Cuando entré en la habitación, encontré al señor Rosenthal sentado en la cama. Tenía el teléfono en una mano y un pequeño libro-negro en la otra. El ayudante del sheriff le leyó la orden de registro, y yo, mientras tanto, le cogí el auricular y pregunté a la persona que estaba al otro lado de la línea quién era. Le dije que yo era El Zurdo. El otro respondió:
– Aquí Cincinnati. Dispones de diez y diez para Windy Fleet, y yo me quedo con cuatro y cuatro.
Más tarde supimos que Windy Fleet era un caballo que tenía que correr aquella tarde en el Tropical Park. Llegó a la meta en segundo lugar.
Quince días después de la detención, El Zurdo dijo que tuvo una pelea de tráfico con dos hombres que resultaron ser agentes federales. Según él, los agentes se hallaban en una calle secundaria, cerca del Biscayne Boulevard. El Zurdo se dirigía a un conocido restaurante de allí cerca. Supo que eran agentes porque la policía local le acababa de multar por no señalar un giro a la derecha. Los agentes habían permanecido detrás de la policía y empezaron a insultarle cuando le entregaron la multa. El Zurdo dijo que los polis que lo multaron sabían que eran agentes del FBI. Según Rosenthal:
Una noche me hallaba yo conduciendo por una calle muy mal iluminada de Miami y aparecieron detrás de mí un par de agentes. Es cierto que ocurrió eso. Lo juro. Una calle muy oscura y muy estrecha y el coche de atrás que se me va pegando. Me obligan a apartarme a un lado de la calle y a detener el vehículo. Los dos agentes se identifican y empiezan a darme la lata y yo les devuelvo la pelota. Uno de ellos era muy corpulento. Estábamos en una zona con árboles. Salió del coche y me sacó del mío; lo hizo a empujones, diciéndome:
– Por fin te tenemos. Te vamos a meter en el puñetero bosque y te haremos picadillo.
Por la forma como me miraba, tenía toda la intención de hacerlo. Y mientras me hablaba, veo que en dirección contraria circula, por pura casualidad, ni más ni menos que Tony Spilotro. ¡La Virgen! Ve mi coche. Aparca. Sale del suyo. Se enfrenta con los dos mamones que me habían parado. Les planta cara, y eso que él no pasa de metro sesenta y cinco. Les suelta:
– Vosotros, gallinas de mierda, no vais a hacerle nada.
¡Alabado sea Dios! Tony y yo nos habíamos criado juntos. Cuando hablaba de él, yo decía que le conocía desde el momento en que lo concibieron. Frecuentábamos los mismos lugares en Chicago. La relación, sin embargo, aumentó en North Miami. Tony aparecía por allí tres veces al año y a la primera persona que veía era a mí. La verdad es que el primer amor de Tony fue el juego. Por aquellos días él tenía la impresión de que no podía jugar sin mí. Que apostar en lo que fuera sería un desastre si no contaba con mi opinión. Siempre me estaba llamando. Me habría perseguido hasta la tumba por conseguir mi parecer. Era un adicto. Cuando hablamos de juego y de Tony estamos hablando de un alcohólico.
Una noche, nos encontramos cenando en un restaurante italiano del Biscayne Boulevard unas seis o siete personas. Todos tíos. Estaba Tony, todos sus muchachos y yo. Había también unos cuantos machos duros en la mesa. No sé por qué razón yo ponía a cien a uno de ellos. Por lo que fuera, no le gustaba Frank Rosenthal. Y me insultó en la mesa. Pasaron tres o cuatro minutos. Tony dice que se va al servicio. Se lleva al muchacho aquél. Y no han llegado a la puerta, ¡lo que le dijo al tipo! ¡Copón bendito! ¡Vaya lenguaje!:
– Eres un hijo de puta. Voy a cortarte el cuello si te atreves a mirarle otra vez de esta forma. Vuelve a la puta mesa y discúlpate, mamón.
El muchacho vuelve a la mesa y se disculpa.
– Resulta que no tendría que beber -dice- y bebo. No quería hacerlo. ¿Podrás perdonarme?
– Claro, no te preocupes -dije.
En 1961, el recién nombrado fiscal general, Robert F. Kennedy, empezó a investigar las conexiones entre la mafia, el juego ilegal y el sindicato de camioneros.
El FBI ya conocía a la mayor parte de jugadores. Estaba más al corriente de lo que se cocía en el seno del hampa que muchos de sus componentes. Las relaciones de Frank Rosenthal con la organización de Chicago eran de dominio público. Se le había visto por las calles de Chicago con capos de la altura de Turk Torello, Phil el de Milwaukee, Jackie Cerone y Fiore Buccieri. El Bureau estaba convencido de que además de apostar en Miami, hacía de corredor. La detención por parte de la policía local lo situó en un estadio lo suficientemente importante como para recibir la amistosa visita de los federales, quienes le plantearon que se hiciera chivato a cambio de la inmunidad; se negó a ello y subsiguientemente tuvo que hacer frente a una citación de la Subcomisión McClellan sobre el juego y la delincuencia organizada.
Al senador McClellan no le hizo ninguna gracia la picaresca de tipos y tipas de uñas pintadas que desfilaba ante él, acompañados de abogados caros que les proporcionaban unas tarjetas recién impresas en las que se leía la Quinta Enmienda.
Читать дальше