Nicholas Pileggi - Casino - Amor y honor en Las Vegas

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Casino: Amor y honor en Las Vegas: краткое содержание, описание и аннотация

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Frank Rosenthal, El Zurdo, tuvo algo de simbólica: como la traca final de una era en la historia de la capital mundial del juego, Las Vegas.
Rosenthal, formado en la escuela de las apuestas deportivas ilegales llegó, como otros muchos, a Las Vegas con el propósito de hacer olvidar su pasado y seguir trabajando en lo que siempre había hecho: ser jugador. La pequeña ciudad de Nevada, sumidero de esperanzas bajo una capa febril y brillante, era una verdadera mina de oro, ideal para quienes patrocinaron la mudanza de Rosenthal, como también la de su viejo amigo Tony Spilotro, tan amante del dinero como de la violencia. Ambos fueron símbolos de una etapa frenética, trufada de violencia e ilegalidades, marcada por los intentos de la Mafia de establecer su hegemonía sobre los casinos. Una ciudad sin sitio para el amor, por lo que éste -como el que sentía Rosenthal hacia Geri, su esposa- estaba abocado al fracaso.
Casino, basada en hechos reales es, más allá de una novela de ritmo casi cinematográfico, un fascinante documento sobre el mundo del juego, sus leyes y sus corruptelas. Amor y adulterio, negocio y delito se entremezclan en una obra intensa y original, reveladora y absorbente.

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Llevaba un par de años trabajando en Angel-Kaplan cuando Gil Beckley alquiló dos grandes suites en el hotel Drake y me invitó allí. En la ciudad se preparaba un combate importante. No recuerdo exactamente quién participaba en él, pero me sentía el dueño del mundo. Me acababa de invitar a una fiesta el corredor de apuestas y el compensador más importante de los Estados Unidos de América.

Era consciente de que estaba ganando fama en los últimos tiempos y tuve la sensación de que aquélla era la forma que tenía Gil de hacerme participar en el club.

En la fiesta no había ningún cliente. Ningún jugador importante. Nada de eso. Todo eran profesionales. La crema del negocio. Corredores de apuestas, pronosticadores, compensadores. Y un par de jugadores profesionales que vivían de apostar en los deportes. Ningún gilipollas, ningún político.

Jamás había visto a Gil Beckley. Llevaba un par de años hablando con él por teléfono. Hablábamos seis o siete veces al día, en un plan muy amistoso.

Cuando lo conocí en persona, comprobé que era muy agradable. Le sorprendió que tuviera poco más de veinte años. En la fiesta había unas quince personas, y todas me llevaban veinte, treinta o cuarenta años.

Beckley me coge por su cuenta y me presenta a todo el mundo. Aquello es algo espectacular. Había comida y titis a manta. Él se ocupó de las titis.

Cuando ya llevaba un rato en la fiesta, va y me dice:

– Zurdo -porque me llamaba Zurdo, no me llamaba Frank-, tengo que decirte algo. Tú eres muy joven. Tienes un brillantísimo futuro. Te diré algo que tienes que tener muy en cuenta durante el resto de tu vida. Daría la mitad de lo que tengo -dijo; y era un hombre muy rico entonces- por ser honrado como tú. Sigue así. Eres inteligente. Tienes habilidad -siguió diciéndome-. ¡Sigue siendo honrado!

Nunca lo he olvidado, aunque en aquel momento no sabía exactamente a qué se refería. No respondí. Pero me decía que jugara con calma, que no me dejara pillar. Que vigilara mi reputación. Que no me pusieran etiquetas.

No le escuché. No sabía lo importantes que eran sus palabras. Era un jodido imberbe. Tenía demasiada energía. Había demasiado ego. El reto era demasiado importante. Quería convertirme en el mejor. ¿Qué importa que te detengan? ¿Por corredor de apuestas? Una multa de cincuenta dólares. Una condena condicional de diez días. A tomar por culo la poli.

Pero Gil Beckley lo sabía. Y además sabía todo lo que yo sabía. Sabía el precio que hay que pagar para ser conocido. Me estaba advirtiendo que jugara sobre seguro. Que me mantuviera en segundo plano. Que me apartara de los focos. No lo dijo exactamente, pero intuí que se refería a que no tuvieran que asociarme con el mundo del hampa.

Me limité a escuchar a Beckley y a asentir con la cabeza. Pero yo estaba lleno de energía. Dispuesto a desafiar al mundo. Sabía lo que hacía. Era capaz de controlarlo.

Al cabo de una semana de la fiesta vi a Hymie y a El As. Sabía que le habían invitado pero no apareció. Le dije que se había perdido una gran fiesta. Le conté que por fin había conocido a Gil Beckley y que era un tipo estupendo.

El As me miró como si estuviera apestado. No quería oír hablar de la fiesta. No le importaba quien se hubiera reunido allí. Ni Gil Beckley ni nadie. De todas formas, El As nunca quería que le contaras nada. No le interesaba el cotilleo ni el mundo del hampa ni nada que no fuera su baloncesto. El As nunca iba a ninguna fiesta. Nunca entraba en restaurantes y bares que frecuentaban las bandas. Como consecuencia, no lo pescaron en su vida.

El 26 de mayo de 1966, cuando Gil Beckley tenía cincuenta y tres años, fue detenido junto con diecisiete personas más, entre las que cabe citar a Gerald Kilgore, director del J.K. Sports Journal de Los Ángeles, y Sam Green, quien dirigía el Multiple Sports Service de Miami, tras una investigación de sus operaciones de compensación, para las que, según el FBI tenía sucursales en Nueva York, Maryland, Georgia, Tennessee, Carolina del Norte, Florida, Texas, California y Nueva Jersey. Fue juzgado, se le declaró culpable de transgresión de las leyes interestatales de regulación del juego y se le condenó a diez años. En 1970, antes de que se celebrara la vista de apelación a la sentencia, desapareció. El FBI considera que fue asesinado, pues los jefes de la organización temieron que pudiera hablar al enfrentarse a tan larga condena.

A principios de los sesenta, Tony Spilotro estaba completamente integrado en la vida del hampa. Ganaba mucho dinero y lo invertía en la calle. Por cada mil dólares que prestaba sacaba un beneficio de cien dólares a la semana. Tenía a su servicio unas bandas que se dedicaban al robo -al igual que Frank Cullotta- actuando por toda la ciudad, que le pasaban entre el diez y el veinte por ciento de sus beneficios. Tony trabajaba básicamente en el principal negocio de la organización mafiosa: asegurar impunidad. Evidentemente, Tony tenía que desviar un tanto por ciento del montante que conseguía hacia los capos y sus lugartenientes que estaban por encima de él, hacia individuos como Joe Lombardo, El Payaso, y Phil, el de Milwaukee.

Tony era asimismo un ladrón avezado. Conocía a los mejores maestros de la ganzúa, sorteadores de alarmas y peristas. Era capaz de poner un grupo a trabajar y dejar el objetivo limpio como una patena. Trabajaba básicamente con joyas. Conocía perfectamente las piedras. Podía haber sido joyero. De hecho, más tarde, abrió una joyería.

En verano de 1964, Tony y su esposa, Nancy -que había trabajado en una guardarropía-, hicieron un viaje de vacaciones a Europa con sus amigos John y Marianne Cook. John Cook tenía un negocio de esquí acuático en Miami, pero en los registros del FBI constaba como ladrón de joyas internacional. Los Spilotro y los Cook tomaron un vuelo hasta Amsterdam, alquilaron un Mercedes Benz y se fueron a Amberes, Bélgica, la capital europea de los diamantes. La Interpol y la policía del país siguieron sus pasos.

La policía belga puso vigilancia en el hotel donde se hospedaban. Observó como Spilotro y Cook hacían una ronda de inspección por las grandes joyerías y mayoristas del ramo. Comprobaron que examinaban los sistemas de alarma, escaparates y sistemas de seguridad. Visitaron asimismo la tienda de Salomon Goldenstein, joyero de la ciudad, de quien despertaron las sospechas cuando Cook utilizó un nombre falso y una dirección de hotel equivocada al intentar efectuar una compra con tarjeta de crédito. El joyero activó una alarma silenciosa y Spilotro y Cook fueron detenidos al salir del establecimiento. La policía descubrió que Cook llevaba un efectivo tirachinas y cojinetes, una pequeña palanca y llaves maestras para cerraduras Yale.

Al ser interrogado, explicó a la policía que llevaba las llaves maestras por temor a no poder abrir la puerta del coche y que el tirachinas y los cojinetes eran para su hijo.

Cuando la policía llevó a Spilotro y Cook de vuelta al hotel, encontró a las dos mujeres esperando con las maletas preparadas. Registraron el equipaje y encontraron más cojinetes.

Las autoridades belgas expulsaron a los Spilotro y los Cook del país.

Las dos parejas abandonaron Bélgica y siguieron sus vacaciones; viajaron en coche por los Alpes suizos, entraron en Mónaco para pasar dos días en Montecarlo y fueron a París antes de volver a casa.

Spilotro y Cook no supieron que les habían estado siguiendo desde Bélgica. Al llegar a París, los gendarmes los detuvieron de nuevo. En esta ocasión, la policía francesa encontró montones de ganzúas.

Cuando los Spilotro volvieron a Chicago tuvieron que pasar un registro de aduana en el que los agentes encontraron una fortuna en diamantes, dos de los cuales estaban cosidos a la cartera de Spilotro. En la aduana se les confiscó el botín, en el que además había ganzúas y herramientas para el robo. Según Frank Cullotta, que por aquel entonces se había convertido en la mano derecha de Spilotro:

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