Pero solo conseguí emitir débiles protestas. Henry Morgan era una persona muy entusiasta y tenía un fenomenal poder de persuasión. Probablemente el whisky también ayudara lo suyo. En algún momento al filo de la madrugada, después de haber hecho un recorrido entre susurros por una docena de nuestras películas favoritas, capitulé y prometí que al día siguiente acompañaría a Henry para conocer al equipo de la película y registrarme como posible figurante.
– Cojonudo -bramó Henry.
– Chsss… -susurré-. Que vamos a despertar a los otros.
– ¿Qué otros?
– Los que están durmiendo.
Al principio Henry Morgan se me quedó mirando, desconcertado, y después se echó a reír, una carcajada ruidosa y jovial que se elevaba desde el diafragma, como solo sabe hacerlo la gente realmente feliz o ebria. Estuvo riendo bastante rato, luego se secó las lágrimas y se tranquilizó.
– No hay nadie más. Vivo solo. Pensé que para variar sería divertido beber en silencio.
Empezaba a creer que aquel hombre era un auténtico idiota. Tampoco ayudó el hecho de que se dirigiera a la ventana de la cocina, la abriera y empezara a gritar en plena noche otoñal:
– ¡Spinks! ¡Spinks! ¡Spinksss!
En ese momento ya no me cabía ninguna duda de que aquel hombre era un idiota y de que aquello atraería a la policía. Henry seguía gritando por la ventana:
– ¡Spinks! ¡Spinks! ¡Spinksss!
Al cabo de unos minutos, un par de ojos emergieron de las profundidades de la noche y un gato negro saltó al alféizar de la ventana. Su pelo era tan negro que tenía un tono casi azulado. Henry cogió al grandote animal en brazos. Al instante el gato comenzó a ronronear y maullar, hasta que me vio.
– Este es Spinks, el gato negro de quién sabe dónde -dijo Henry-. Vaga por los tejados, pero no sé de quién es. Si es que un gato puede pertenecer a alguien.
– Hola, Spinks -dije.
Spinks se acercó como para saludar, y Henry le puso un plato de nata líquida que el animalote lamió haciendo bastante ruido.
– Apareció la misma noche que Spinks ganó a Alí, así que no dudé un instante en cómo llamarlo.
Henry se quedó sentado un rato jugando con Spinks mientras yo intentaba dirigir mis pasos hacia el baño. Cuando regresé a la cocina, vi una suave luz al final del estrecho pasillo que unía varias habitaciones. De allí llegaba el suave tintineo de unas leves y precisas notas de piano. Me dirigí hacia aquella estancia y allí dentro, tras unas puertas altas de espejo, estaba Henry Morgan tocando un reluciente piano de cola negro. Ocupaba la mitad de la sala y el resto -por lo que pude ver en aquella ocasión- consistía en varias palmeras sobre pedestales y un diván antiguo con borlas. Era una habitación decorada con gusto, impregnada de una singular espiritualidad con Henry sentado al piano, tocando unos acordes que sonaban como el respirar. Spinks y yo nos sentamos en el diván de borlas negras y nos sumergimos en aquella atmósfera.
Debí de quedarme traspuesto, porque di un fuerte respingo al oír una brusca disonancia y la voz de Henry diciendo:
– No te duermas ahora, muchacho. Tenemos que empezar a ensayar esta noche.
– ¿Qué prisa hay?
– No hay tiempo que perder. Acércate y ponte junto al piano.
Fui arrastrando los pies hasta el piano, y me costaba mantenerme derecho. Lo único que quería era dormir, pero Henry empezó a tocar una vieja y pegadiza canción para animarme, así que me aclaré la voz y comencé por el estribillo.
– Tú, que eres escritor, podrías escribir algunas letras para mí -dijo Henry-. Lo he intentado con Leo, pero es demasiado serio. Apuesto que contigo sería diferente. Podríamos convertirnos en una nueva pareja del mundo del espectáculo, escribir canciones. En la vida hay que probarlo todo.
– Una cosa detrás de otra.
– ¿Has oído «Droppen dripp», de Alice Babs y su hija? Empezaremos con esa. Es una pieza difícil. «Droppen-Dripp-ochdrippen-Drapp» -empezó a cantar-. Cuando vaya por la p de «drop-pen», entras tú, ¿entiendes?
– Sí, lo entiendo. Pero me parece una canción realmente estúpida -objeté-. ¿No podríamos empezar con algo más tranquilo a estas horas de la noche?
– No te preocupes por la hora. Vamos «Droppen-Dripp-ochdrippen-Drapp…» Ahora tú… «Drippen-Drapp.» Otra vez, desde el principio. «Drop-pen…»
Respiré hondo a la altura del «Dripp» y empecé a cantar, a pesar de ser una de las peores canciones que había oído en mi vida. Además, tampoco era fácil cantar una canción casi imposible como aquella a las tres de la madrugada, después de un montón de cervezas y algunos whiskys. Pero Henry era obstinado y poseía, como ya he mencionado, un fenomenal poder de persuasión.
Hacia las cinco de la mañana de aquel viernes de diario pudimos por fin cantar «Droppen Dripp och drippen Drapp» casi tan bien como Babs y su hija. Henry estaba sentado deleitándose con el resultado, y además con razón. Era un profesor excelente.
– Muy bien, vamos a dejarlo por hoy -dijo finalmente-. Pareces algo cansado.
– Cansado es poco.
– Puedes quedarte a dormir, si quieres.
– Podría dormir donde fuera.
Henry me indicó una habitación en el otro extremo del largo pasillo, que estaba tan oscuro como el pasaje del infierno. Abrió la puerta y apenas pude ver mucho más que una cama grande, en la cual me tendí cuan largo era sin quitarme siquiera los zapatos.
– Hay una cosa que deberías saber -dijo Henry.
– ¿El qué?
– Estás acostado en la vieja cama de Göring. Good night .
Ese ordinario viernes de principios de septiembre me desperté hacia las once, sintiéndome fatal y sin saber muy bien dónde me encontraba. Lentamente mi conciencia empezó a funcionar de nuevo, insuflando vida a los recuerdos de la noche, y, con ojos turbios, eché un vistazo alrededor de la habitación hasta llegar a la cama en que me encontraba y que supuestamente había pertenecido a Göring.
Era un día soleado, y la habitación daba al jardín interior, al este; el sol se reflejaba sobre los tejados, deslumbrándome. Por lo demás era una estancia muy agradable, con las paredes empapeladas en tonos suaves y cortinas claras, una chimenea, una cómoda de caoba, varios armarios, un par de grabados en cobre con escenas de obras de Shakespeare y una alfombra persa. La supuesta cama de Göring tenía un enorme armazón con nudos tallados en nogal. Por extraño que parezca, había dormido bastante bien en ella.
Al levantarme sentí frío, ya que había dormido con la ropa puesta y me había arropado con la colcha. En la cocina, Henry estaba preparando un consistente almuerzo a base de huevos, beicon y patatas salteadas. El mero olor me hizo sentir mal al momento, aunque en realidad tenía bastante hambre. Me sentía como si fuera a bordo de un barco.
– Morning -dijo Henry-. ¿Qué tal has dormido?
– Como un muerto.
– Aquí te está esperando un Réveil -dijo señalando un vaso largo con un líquido pálido y viscoso.
– ¿Qué es eso?
– ¿Un Réveil? Es un ponche, algo para combatir la resaca, un reconstituyente, simple y llanamente.
Olí la bebida para averiguar qué llevaba, porque no me fiaba del cocinero.
– Lleva yema de huevo, almíbar, una pizca de coñac, nuez moscada y leche -dijo Henry contando los ingredientes con los cinco dedos-. Alimenta mucho y es vigorizante. Revive a los muertos.
Respiré profundamente y di un trago, y descubrí que estaba bueno, aunque nunca he sido amante de los reconstituyentes: son demasiado «depravados» para mi gusto. Sin embargo, Henry se negó a servirme nada de comer antes de que me hubiera bebido todo el Réveil, así que decidí tomármelo de un trago. Obró maravillas. Después del consistente desayuno, me sentí resucitado, y hacía un día estupendo y soleado. Me sentía como un sultán.
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