Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Se oyeron las puertas del ascensor y los pesados pasos de Henry Morgan cruzando la puerta del apartamento.

– Servicio de Mudanzas Freys, buenas tardes -dijo echándose hacia atrás una gorra de visera.

– ¿Qué es esa gorra?

– Es una auténtica gorra de mudanzas. ¿Solo hay esto?

– Es todo lo que me queda. Todo lo que tengo.

Henry observó el modesto montón de maletas, bolsas y las dos máquinas de escribir que estaban en el centro de la sala. Sacudió la cabeza.

– Los que estuvieron aquí se emplearon a fondo.

– La culpa de todo la tiene el jodido Dylan.

– Vamos, muchacho, no te vengas abajo ahora. Ahora podrás empezar de cero. Muy pronto recibirás dinero de la compañía de seguros y podrás comprarlo todo otra vez. Podemos ir a las tiendas de segunda mano de Söder y recuperar todas tus cosas.

– No quiero toda aquella mierda -dije-. Estoy empezando una nueva vida.

– Así se habla. Venga, vamos.

Sacamos todas mis pertenencias al descansillo, las metimos en el ascensor y luego en la furgoneta Volkswagen Pickup que Henry había pedido prestada en Muebles Man. Acabamos en menos de una hora. Estaba listo para empezar una nueva vida.

Estaba claro que Henry había pensado en todo hasta el último detalle. Podría disponer de dos habitaciones más o menos a mi antojo: el dormitorio con la vieja cama de Göring y la biblioteca. Era mejor de lo que nunca hubiera soñado. Llevé mis dos máquinas de escribir a la biblioteca, donde pude constatar que había material de lectura de primer orden para unos cuantos años. Henry dejó mis maletas en el dormitorio. Había vaciado los armarios y había fregado todo con jabón. Olía casi a primavera.

– ¿Qué te parece? -preguntó.

Me senté en el alféizar de la ventana y eché un vistazo. Aquel lugar estaba hecho para mí.

– Es el mejor sitio en el que he estado nunca.

– Va a hacer frío, así que deberás estar preparado. Hay que recoger leña y encender la chimenea incluso en octubre. Los fusibles del sótano saltan en cuanto pones un radiador.

Mientras dábamos una vuelta por el apartamento, Henry me explicó que había pertenecido a su abuelo paterno. Hacía diez años que había muerto. Se llamaba Morgonstjärna y era de sangre noble. La estirpe estaba a punto de extinguirse. En Riddarhuset, la Casa de los Caballeros, había un escudo de armas de la familia, pero no quedaba mucho más. El abuelo Morgonstjärna solo había tenido un hijo, el padre de Henry, que también había muerto. Los únicos familiares que quedaban, aparte de Henry, eran su madre Greta y su hermano Leo. Pero ellos se llamaban Morgan.

– ¿Has oído hablar del Barón del Jazz? -preguntó Henry cuando entramos en la sala de billar.

– El Barón del Jazz -repetí, y lo cierto es que me resultaba familiar.

– Era mi padre -dijo Henry-. Se llamaba Morgonstjärna, claro, pero era pianista, pianista de jazz. Llegó a ser bastante conocido. Cuando empezó a tocar en serio no podía llamarse Morgonstjärna, porque ese apellido no quedaba demasiado bien en aquellos círculos. Tenía que sonar más americano, así que se lo cambió por el de Morgan. Fue durante la guerra, creo. La abuela rabió hasta enfermar y rompió todo contacto con él. Mi padre murió cuando Leo y yo éramos pequeños. La abuela murió no mucho después. Esta había sido su habitación. El abuelo la convirtió en una sala de billar poco después de su muerte.

El abuelo paterno de Henry siempre había sido un auténtico dandi, un playboy. El hecho de que finalmente se casara tampoco sirvió para cambiarle. Era algo que se apreciaba en el mobiliario: en él había algo aristocrático y coqueto. La biblioteca estaba llena de magníficos libros, volúmenes pesados y hermosamente encuadernados que con toda probabilidad se habían leído pocas veces. En ese espacio en concreto había una atmósfera opresiva e impregnada por el humo. Enseguida me sentí como en casa.

La sala de estar era una especie de museo. Sobre el parquet había alfombras persas de intrincados y relajantes estampados. El conjunto Chippendale estaba compuesto por un sofá y dos butacas de mimbre y caoba. Antiguamente habían pertenecido a Ernst Rolf. Como buena estrella de variedades, Morgonstjärna era aficionado al juego, y una noche en los alegres años treinta había ganado al póquer a Rolf, quien se vio obligado a firmar un pagaré por una pequeña suma. Cuando Morgonstjärna fue a cobrar la deuda, se encontró en posesión de un conjunto Chippendale en perfecto estado: había hecho un buen negocio.

También había unas cuantas mesas pequeñas de roble y caoba, algunas con sobre de mármol amarillento procedente de África, llamado giallo antico según Henry. Y encima de las mesas había grupos de pequeños bustos de yeso y estatuillas de porcelana, así como piedras y minerales desconocidos que el dandi había reunido a lo largo de sus incansables viajes alrededor del mundo.

Se veía claramente que había sido todo un trotamundos, un cosmopolita de mucha altura y dignidad, y los baúles de viaje que había en el desván lucían restos de pegatinas de los lugares más recónditos del mundo, siempre y cuando contara con un bar digno y un club de campo británico. De hecho había sido secretario permanente del club MMM -Muy viajado, Muy leído, Muy mundano-, un pequeño club a modo de divertimento formado por señores mayores y cultivados que jugaban al billar o a las cartas mientras bebían whisky.

– Me siento especialmente orgulloso de este televisor -dijo Henry dando golpecitos a un mueble macizo con puertas correderas-. Mi abuelo fue de los primeros en tener un televisor. Veníamos en peregrinación los sábados por la tarde para ser testigos del milagro. Nunca se compró otro. Todavía funciona de maravilla, aunque solo se ve la cadena estatal. Pero da igual. Nunca presto atención a lo que dan en las otras cadenas.

El resto del apartamento era del mismo estilo, un estilo lúgubre y oscuro donde el empapelado de principios de siglo, las sillas Biedermeier, las lámparas funcionales de acero inoxidable, las alfombras persas y los grandes muebles de nogal, mimbre y piel engullían la luz del sol que entraba por las ventanas. Quien viviera allí no podía tener tendencia a la depresión. En menos de un minuto podías correr de una habitación a otra, correr las gruesas cortinas de las ventanas y crearte tu propia noche en cualquier momento del día, en cualquier momento del año. Henry decía que a veces aquello llegaba a angustiarle.

– La noche existe en ese apartamento como una posibilidad perpetua. Tan solo hay que correr las cortinas e imaginarlo, es lo único que se necesita.

Recuerdo que parecía intranquilo, abatido.

Henry utilizaba principalmente su dormitorio y el estudio, que era como llamaba a la sala con el piano de cola. Era un viejo piano Malmsjö, y el sonido era igual de bueno que el de un Bösendorfer-Imperial, o eso era lo que él aseguraba. Quizá fuera por la acústica. Como he dicho antes, allí dentro no había más que un par de pedestales con palmeras y un diván con borlas negras. El sonido podía deslizarse a su antojo.

Regresé a mi habitación y empecé a colgar la ropa en los armarios. Puse mis sábanas en la vieja cama de Göring y colgué un par de fotografías mías y de mi familia. Recordé que debía telefonearles para decirles que me había mudado.

El amanecer se elevaba suave y agradable sobre los tejados. Henry había llamado a Spinks, que ahora estaba ronroneando sobre sus rodillas.

– Joder -dijo Henry-, menudo combate. Se va a hablar de esto mucho pero que mucho tiempo en el gimnasio de Willis. Él conoció a Alí. Este verano fue con la Federación y vio entrenar a Alí. En su despacho tiene una camiseta con su autógrafo. Se va a hablar mucho de esto en el Europa.

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