Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Henry estaba radiante de felicidad con lo del gran combate. Estábamos a mediados de septiembre y habíamos ido al Real Club de Tenis para ver la retransmisión del Alí versus Spinks. El maestro había derrotado a Spinks, el poseedor del título, valiéndose de todas las reglas del juego. Lo había mantenido a distancia mediante golpes cortos y fue sumando punto tras punto como un prestidigitador acumula aplausos. No fue un combate de estrategia, nada de revolotear contra las cuerdas, sino boxeo puro, un espectáculo sin trucos. El único secreto había sido la experiencia y la maestría.

Yo ya estaba completamente agotado después de los combates previos, y además nos habíamos tomado un par de cervezas antes del gran acontecimiento, y ahora, en la madrugada después del combate, la fatiga había dado paso a la desesperación. Parecía que Henry nunca hubiera oído hablar del cansancio. No paraba de hablar y hablar.

– ¿Has visto su gancho de izquierda? Quiero decir… ¿lo has visto realmente? Yo no, porque ha sido algo demasiado rápido, simple y llanamente. ¡Es increíble cómo Spinks podía mantenerse aún en pie!

– No, no he visto el gancho de izquierda. Pero muy pronto empezaré a ver las estrellas.

– Esta noche va a haber eclipse de luna -dijo Henry-. Me lo ha dicho el del estanco. Tenemos que verlo.

– Claro que lo veremos. Pero primero tengo que dormir un rato.

Así pues, la noche después del gran combate iba a haber un eclipse de luna. Cuando la oscuridad se hizo más profunda subimos al desván. Era un gran ático de techos altos, con trasteros independientes para cada vivienda. Henry tenía un caballete en su espacio donde podíamos serrar y cortar leña.

A la luz de una linterna, subimos una escalera que conducía hasta una trampilla en el techo. Henry la abrió y salió al tejado.

– Ve con cuidado, muchacho -me advirtió.

– Puedes estar tranquilo: tengo miedo a las alturas.

– Deben de tenerlo todos los poetas. A mi hermano Leo le entra vértigo con solo mirar un globo terráqueo. ¡Es verdad! Puede desmayarse en cualquier momento.

Trepamos por el tejado para contemplar la luna. Se veía espectral e inmensa. Mientras estábamos allí sentados tiritando, el satélite desapareció por completo tras la sombra de la Tierra. Solo se veía un débil contorno amarillo rojizo, y resultaba fácil de entender por qué aquellos fenómenos de la naturaleza hacían que la gente de antaño se desquiciara.

– ¿De antaño? -exclamó Henry-. ¿Es que no te está volviendo loco ahora mismo?

– No del todo.

– Me parece algo pavoroso, que pone los pelos de punta -dijo Henry, y, en el punto culminante del eclipse, empezó a aullar.

Henry lanzó sonoros y prolongados aullidos, como si fuera un auténtico lunático. Intenté acallarlo, pero no lo conseguí. Al cabo de un rato Spinks se acercó a nosotros en silencio y miró con perplejidad a Henry; con cautela, se apartó unos pasos.

Pero, en cualquier caso, es cierto que un eclipse lunar puede crear en cualquiera una ligera sensación de angustia. Es algo realmente definitivo y colosal.

El otoño se instaló con fuerza ya a mediados de septiembre, pero a mí me estaba costando mucho ponerme de nuevo en funcionamiento. Tenía serios problemas para empezar el pastiche de La habitación roja y ya me sentía estresado. Franzén, el editor, me llamaba de vez en cuando para espolearme. La verdad es que había cumplido su promesa y había puesto diez de los grandes sobre la mesa, así que al menos tenía dinero para vivir durante una buena temporada.

Henry hizo todo lo que estaba en su mano para que me sintiera como en casa. Permanecía casi todo el día en su parte del piso, deambulando con un mono de trabajo mugriento, y silbando. Aseguraba que silbaba mejor cuando llevaba su mono azul, y por eso se lo ponía. La realidad no era esa exactamente, pero cada cosa a su tiempo. Más adelante hablaré del mono azul de Henry.

Intenté instalarme en la biblioteca del viejo dandi, pero seguía sin sentirme completamente a gusto. Henry y yo nos esforzábamos por mantener el mundo exterior a distancia, aislarnos -él tenía una visión clara de nosotros dos como un par de dinamos creativas que necesitaban todo el silencio y la tranquilidad posibles para poder generar el Arte vital-, pero las puertas eran demasiado finas.

Un día de septiembre la policía decidió irrumpir por la fuerza en los edificios de okupas del distrito de Mullvaden, y como yo tenía amigos allí me acerqué hasta el lugar.

La policía había cortado la calle Krukmakar que atraviesa el distrito de Mullvaden, y se veía a agentes en las porterías hablando con ciudadanos que apoyaban o detestaban a las fuerzas del orden, o simplemente tenían ganas de hablar.

Al llegar la noche, la oleada de indignación creció y la gente empezó a empujar en masa contra el cordón policial. Aquello se convirtió en un auténtico circo. Tragafuegos y trovadores se encargaban del entretenimiento, los periodistas corrían de un lado para otro entrevistando a agentes enojados y los simpatizantes acumularon basura y le prendieron fuego. Los bomberos y la policía montada se presentaron de inmediato en el lugar, y de pronto pareció como si la zona hubiera sido invadida por grupos de imitadores de El rey de la Policía Montada . Los caballos pisoteaban a las masas de gente sentada y la histeria empezó a propagarse.

Como ya he mencionado, era una noche fría y el otoño había entrado con fuerza. Subí al apartamento para tomar un poco de sopa y calentarme antes de las batallas que se librarían más tarde. Henry estaba en casa frente al viejo televisor. Estaba viendo un programa sobre Jean-Paul Sartre, y en algunas escenas se veía al anciano existencialista en diversas manifestaciones. Henry empezó a alardear acerca del París del sesenta y ocho, cuando había visto a Sartre por la calle e incluso había hecho una pregunta al Oráculo.

– ¿Y por qué en vez de estar viendo eso no vas a Mullvaden? -le pregunté.

– ¿Es que aún están intentando echar a esa gente?

– Se ha montado un circo de la hostia, con montones de maderos y faquires. ¿Te vienes?

– Ya me las he visto demasiadas veces con la policía.

– ¿Eres un cobarde?

– ¿Un cobarde? ¿Yo?

– Pues eso parece -dije mientras salía al recibidor y me ponía un par de capas más de abrigo-. Está claro que tenemos que apoyar a los okupas -grité en dirección al salón, donde Henry permanecía repantingado enfrente de Sartre.

– Tú ve y encárgate de las cuestiones prácticas, que yo ya me ocuparé de los aspectos teóricos -murmuró malhumorado, porque no le gustaba que lo tacharan de cobarde. Aunque tampoco parecía tener mucha pinta de teórico.

Así que volví al barrio de Mullvaden justo cuando el Rey de la Policía Montada cargaba contra las pacíficas masas de gente sentada, y vi cómo a una muchacha que conocía le saltaba un diente por la coz de un excitado caballo castrado. El casco de otro de los animales destrozó la guitarra de un trovador, que se volvió loco y empezó a meterle por el culo al caballo las astillas que quedaban de su querida y vieja Levin. La muchedumbre empezó a correr por la calle, sus cuerpos moviéndose entre las patas de los caballos, las fustas restallantes de los policías y las porras que silbaban en el aire. Aquello empezaba a parecer un auténtico disturbio. Los periodistas se relamían de gusto.

Tras unas cuantas escaramuzas, la situación pareció normalizarse un poco. La policía se retiró a sus posiciones y los manifestantes volvieron a sentarse en silencio. Todo el distrito olía a boñiga de caballo.

Así permanecieron, hora tras hora, durante la larga espera que precedió a la confrontación final, que aún tardaría bastante en llegar. En ese intervalo, la resistencia fue anotándose un punto tras otro. La policía no podía hacer más que permanecer en su puesto. Desde un punto de vista moral, la resistencia pasiva era superior.

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