Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Acabé al lado de un joven flacucho que había permanecido sentado totalmente inmóvil durante horas. No había movido ni un solo músculo. Lo reconocí de verlo en Estocolmo, porque siempre estaba presente en todos los eventos, allí donde pasara algo. Quizá la primera vez que lo vi fuera en el concierto para salvar los olmos del Kungsträdgården, en 1971. Uno de los cantautores que iba a actuar saludó a aquel joven, y tal vez por eso me fijé en él. Siempre estaba solo, aunque todos lo saludaban. No sabía cómo se llamaba.

Pero aunque el concierto fue magnífico, el resto de mi tiempo allí ensombreció la experiencia de ver a Dylan. Al día siguiente de la actuación volví en autoestop a Estocolmo. Le había prometido al trepa estar de vuelta tan pronto como me fuera posible; la promesa que le hice tal vez no significara mucho, pero yo no quería traicionar al césped.

Fui a mi piso de Lilla Essingen para cambiarme de ropa y para hablar con la vecina que me había prometido regar las plantas, por si había llegado algo interesante por correo.

En la puerta no se veía ni la más mínima señal, pero en cuanto abrí percibí las vibraciones que habían dejado tras de sí los ladrones. Seguro que le pasa a todo el mundo cuando vuelve a su casa para descubrir que en su interior ha habido invitados no deseados. Quizá sea la culpa temblorosa de las huellas, quizá los ladrones segregan una suerte de fluido especial, una adrenalina de ladrón hasta ahora desconocida que se introduce en el sudor e impregna las habitaciones de una atmósfera singular; o tal vez sea simplemente porque el subconsciente puede registrar cualquier cambio, por pequeño que sea, y así preparar, advertir y dar la alarma a la conciencia antes de afrontar el gran shock.

De modo que, en cuanto entré en mi piso, se confirmó lo que hasta ese momento solo había sido una sospecha: mi querido hogar había sido prácticamente vaciado de cualquier objeto por el que se pudieran sacar un par de coronas en el mercado negro. No es que tuviera muchas cosas de valor, pero al hacer la estimación de pérdidas para la compañía de seguros resultó después de todo una cantidad considerable.

Me encendí de inmediato un cigarrillo y entré para echar un vistazo. Era exactamente como cuando te dan la noticia de una muerte: primero te pellizcas para despertar de la pesadilla, después sigues negándote a asimilarlo, pero te esfuerzas en ir digiriendo pequeñas porciones de verdad hasta que por fin aparece el consuelo como reacción de defensa.

De forma objetiva pude constatar que el ciudadano Östergren disponía a partir de ese momento de una superficie vacía de suelo de unos cuarenta y tres metros cuadrados, paredes completamente desnudas, una cocina limpiada y una librería despojada de valiosos objetos gracias al buen criterio e instinto literario de los ladrones. Solo quedaban el escritorio y mis dos máquinas de escribir. Me pareció un gesto de generosa humanidad. Pero, como bilis en este cáliz de misericordia, los ladrones habían metido una hoja de papel en una de las máquinas y habían tecleado: «Esperamos que Dylan estuviera bien. Te dejamos las herramientas de tu oficio para que puedas ganarte el sustento», justo como un codicioso comisario que no sabe en absoluto cómo se escribe el nombre de una estrella del rock.

Solo entonces abrí el cajón del escritorio donde guardaba los papeles importantes. Habían desaparecido el pasaporte y los documentos de identidad, pero los ladrones habían dejado las pequeñas cosas de valor puramente sentimental.

Mientras vagaba por mi piso completamente desvalijado, experimenté como nunca antes una terrible sensación de desolación. No se trataba de una ira extrema, todavía no. Más bien estaba tremendamente asombrado de que un par de laboriosos ladrones pudieran cargar todo un camión sin que ningún ciudadano se oliera algo e interviniera. Después de todo, la gente del edificio me conocía; había vivido allí prácticamente toda mi vida.

Salí al rellano y llamé a la puerta de la vecina. No se encontraba en casa, pero ella estaba libre de sospecha. Después vagué erráticamente hasta el desván, solo para comprobar que no habían encontrado y robado mis esquíes. Aún colgaban en su bolsa de un gancho, y aquello me alegró. De repente mis viejos esquíes adquirieron un valor incalculable para mí, y me imaginé derrumbándome por completo si hubieran desaparecido. Apagué la colilla en el suelo de cemento del desván, miré por la ventanilla y vi que volvía a llover.

Como los ladrones se habían llevado incluso el teléfono, tuve que ir a casa de una vecina. Le expliqué toda la historia a una ciudadana asombrada y aún más conmocionada, y después llamé a la policía y a la compañía de seguros.

Así pues, fue un muy afligido cortador de césped el que volvió al campo de golf. Se había puesto en marcha toda la maquinaria burocrática y tanto la autoridad policial como la compañía de seguros me insinuaron muy a las claras que aquello podría tardar bastante. Los robos en verano no eran algo excepcional, y los investigadores tenían mucho trabajo en aquella época del año.

Intenté alejar de mí toda aquella tragedia entregándome de pleno al trabajo: corté todo el puto campo de golf, rastrillé todos los caminos y removí la tierra de todos los parterres con una furia ciega. Al cabo de un par de días lo peor de la conmoción se había aplacado, y en ciertos momentos volví a sentirme lleno de una vertiginosa sensación de libertad e independencia. Ya no había nada que me atara a mi lugar en el mundo. Podía hacer justo lo que me apeteciera, una vez que contara con algo de dinero. Pero, en un instante, esa euforia podía convertirse en la más profunda de las amarguras. Sentía todo aquello como una especie de castigo.

De ese modo transcurrieron días y semanas. A principios de agosto por fin vi un poco de luz: me encargaron escribir un libro. Aquello coincidió además con varias celebraciones. En primer y destacado lugar, el club celebró su décimo aniversario, con banderas ondeando, mucha pompa y circunstancia. Tras una formal planificación, deliberaciones y discusiones, se organizó finalmente un pequeño y divertido torneo para equipos mixtos formados por júniors, damas, semiprofesionales y séniors, que tuvo como colofón un festivo cóctel por la noche. Acudió gran cantidad de gente, y también asistieron los personajes importantes que en alguna ocasión habían metido una bola en alguno de los dieciocho hoyos del club. Hacía una noche muy agradable y todo hacía presagiar que resultaría un acontecimiento memorable.

Naturalmente, dado el espíritu democrático de la época, yo también estaba invitado. A esas alturas ya me sentía bastante familiarizado con la gente del club. La mayoría eran aborrecibles, pero aun así te lo podías pasar bien con ellos mientras no tuvieras grandes expectativas. A última hora de la tarde bajé hasta el club, y adopté una pose relajada junto a la piscina con una copa en la mano mientras charlaba con el señor Wijkman sobre cómo iba el verano. Lamentó seria y profundamente el robo que había sufrido, y parecía verdaderamente preocupado. Quería que continuara en el club; simplemente podía irme a vivir allí, o al menos hasta que acabara el año. Pero le dije que se lo haría saber porque tenía que empezar a escribir de nuevo.

– Fan-tás-ti-co -exclamó Wijkman, que ya hablaba un poco lento a aquellas horas de la noche, dándome golpecitos en la espalda-. Es fan-tás-ti-co que uno pueda ponerse a escribir así sin más. En-tien-des, siempre he ad-mirado a la gente que cree en algo… -añadió con su habitual familiaridad.

Mientras Wijkman peroraba sobre la vida en general y la escritura en particular, intenté echar un vistazo al mar de gente lleno de celebridades. No había nadie que me atrajera especialmente, y di por sentado que allí se tenía que beber bastante para que la noche se presentara bien.

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