Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Los muchachos escucharon admirados, y después se fueron a los sacos de arena para intentar pegar como lo había hecho aquel Morgan, pero no era lo mismo. Ahora tenían algo nuevo de que hablar; aparte de eso, lo único que importaba era el Alí-Spinks. En el Club Atlético Europa todos hablaban del combate. La vuelta entre Alí y Spinks.

Naturalmente, no pude evitar quedarme con el nombre de Henry Morgan en la mente: era uno de esos nombres especiales que la memoria tiene cierta disposición a retener, y la cuestión es si no me llegaría también al corazón ya la primera tarde. De hecho, tampoco creo que fuera el único.

Unos días más tarde estaba de nuevo en el Europa -me aburría bastante por las tardes y no soportaba quedarme sentado en mi piso vacío- para matar el tiempo y desfogar mi depresión golpeando un saco.

El hombre llamado Henry Morgan llegó casi al mismo tiempo que yo y saludó a Willis y a «las chicas», y en la mirada que intercambió con el jefe había mucho de esa relación paternofilial que Willis tenía solo con unos pocos muchachos escogidos en los que verdaderamente creía, invertía y por los que sería capaz de hacer cualquier cosa.

Al parecer, el tal Henry Morgan había estado por ahí un montón de años -simplemente había estado fuera, como decía Willis- porque los boxeadores van y vienen, y hacía mucho tiempo que Willis había comprendido que ese tipo iría y vendría a su antojo.

Empecé a saltar a la cuerda, y por desgracia es justo la cuerda lo que domino mejor de todo el programa. Henry Morgan también estaba saltando a la cuerda, y poco a poco nos enzarzamos en una especie de duelo de saltos dobles y con cruce de brazos a un ritmo realmente furioso.

Ya era tarde, y en menos de una hora solo quedábamos los dos, y Willis, claro. Estaba sentado en su despacho, detrás de las puertas acristaladas, intentando conseguir un par de muchachos para el próximo combate.

– Pareces un poco deprimido, chaval -me dijo el tal Morgan.

– Es que estoy bastante deprimido -contesté yo.

– Por lo visto no son solo los gobiernos los que se deprimen a estas alturas del año.

– En realidad, yo no tengo nada contra esta época del año -contesté.

El tipo llamado Henry Morgan se subió a la báscula para ver cuánto pesaba, murmurando algo sobre pesos ligeros. Tras ponerse un par de pantalones marrones, una camisa de rayas finas, un jersey rojo burdeos y una americana de paño de pata de gallo, fue hasta el espejo para hacerse el nudo de la corbata, aquel absurdo nudo duque de Windsor. Se peinó cuidadosamente y se miró al espejo durante un buen rato. Su imagen era la del perfecto caballero, un misterioso anacronismo: pelo corto y con raya, una barbilla poderosa, hombros rectos y un cuerpo que parecía macizo y flexible a la vez. Intenté calcular su edad, pero era difícil. Era un adulto con aspecto de joven. Me recordaba un poco al gentleman Jim Corbett, cuya fotografía estaba pegada en la puerta acristalada del despacho de Willis. O a Gene Tunney.

Después de admirar su propia imagen, empezó a observarme mientras yo permanecía sentado en el banco, jadeando. Estaba claro que había visto algo extraño porque, levantando las cejas, dijo:

– ¡Joder, mira que no darme cuenta antes!

Y se quedó callado, pero continuó escrutándome.

– ¿De qué? -pregunté.

– Eres clavado a mi hermano Leo. Podrías serme de ayuda.

– ¿Leo Morgan es tu hermano? ¿El poeta?

Henry Morgan asintió en silencio.

– Creía que era un seudónimo.

– ¿Quieres un papel en una película? -preguntó de pronto.

– Si pagan…

– Esto va en serio. ¿Quieres un papel en una película?

– ¿De qué trata?

– Vístete, vamos a tomarnos una cerveza y te lo explico. ¡Joder, mira que no darme cuenta desde el principio!

Me puse la ropa mientras Henry Morgan volvía a admirarse en el espejo.

– Vas a tener que aguantarme otra ronda -dijo.

– Eso me temo.

El tipo llamado Henry Morgan se echó a reír y me tendió la mano.

– Mi nombre es Henry Morgan.

– Klas Östergren -dije-. Encantado.

– No estés tan seguro -dijo echándose a reír de nuevo.

El Club Atlético Europa estaba en la calle Långholm, en Hornstull, frente al café Tjoget, pero nos fuimos porque allí se emborrachaba uno muy fácilmente y los dos estábamos de acuerdo en tomárnoslo con calma. Era un jueves lluvioso, como tantos otros, de septiembre de 1978, y no había ningún motivo en el calendario para estar por ahí. Llegamos a Gamla Stan y entramos en el Zum Franziskaner, pedimos una Guinness cada uno y nos sentamos en un sofá con las piernas doloridas.

Henry me ofreció un Pall Mall que sacó de un estuche de plata muy elegante, y lo encendió con un viejo encendedor Ronson, abollado y rallado, tras lo cual se puso a limpiarse las uñas con una pequeña navaja que guardaba en una funda de piel de color rojo burdeos en un bolsillo de la americana. Hacía tiempo que no había visto tal batería de artilugios y estaba bastante asombrado.

Pero el cigarrillo era fuerte, y me dediqué a mirar hacia Skeppsbron, donde la lluvia caía despacio y dejaba las calles resbaladizas, brillantes, sombrías y nostálgicas. Le dije a Henry Morgan que me sentía deprimido y triste y que tenía todos los motivos para sentirme así. Me habían robado casi todo lo que poseía.

Que te hayan robado casi todo lo que poseías constituye una situación existencial muy especial, y seguramente un gran moralista como William Faulkner podría decirle a la persona robada que gana lo que pierde el ladrón: la víctima procede a sumergirse dichoso en la misericordia total de su propia rectitud y complacencia, a la víctima se le perdonan de golpe todos sus pecados y la clemencia aparece como una cláusula no escrita en una póliza de seguros con validez divina inmediata.

El caso es que me sentía muy amargado pero totalmente íntegro ese jueves lluvioso de principios de septiembre. Quizá deba retroceder en el tiempo; no digo volver hasta el principio porque no creo que ninguna historia tenga un principio y un final, tan solo son cuentos que empiezan y acaban en un cierto punto, y esto no es en absoluto ningún cuento, aunque lo parezca.

Ya en el precioso y seductor mes de mayo -a principios «del más primoroso de los tiempos», como decía el poeta Leo Morgan- me encontraba sin blanca. En el banco me daban largas y no me quedaba nada que vender. Así pues, preveía atemorizado todo un verano sin dinero, lo cual significaba trabajar. Aunque pudiera parecerlo, no era el trabajo en sí lo que me asustaba. Lo que realmente me aterraba era pasar un verano sin blanca.

Un tanto desesperado, intenté vender unos relatos a un par de periódicos y revistas, pero los redactores estaban atiborrados de colaboraciones, rechazaron educadamente mis escritos y, en el fondo, no me sorprendió en absoluto. Eran mercancía burda.

Después, bastante más desesperado, intenté ofrecer mis servicios a la prensa diaria. Primero hurgué un poco en algunas polémicas por aquí y por allá, y luego me metí de lleno en debates sobre temas a los que nunca había dedicado un pensamiento y de los que no tenía ni idea. Esto era en la primavera del setenta y ocho, justo diez años después de la legendaria primavera revolucionaria. Es decir, era el momento oportuno para la celebración de aniversario cantada por un coro compuesto por talludos y ya algo canosos rebeldes, aunque sonara bastante desafinado. Una parte quería revitalizar la Revolución, que había perdido por completo su rumbo, y convertirla en una guardería para alevines académicos. Otros la veían como una época dorada de ambiente político-festivo. En resumidas cuentas, nuestra propia época se había convertido en un período en que convivían gente que despertaba y gente que dormía, dependiendo de la situación en la que cada cual hubiera estado en la década anterior.

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