Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Sabía muy bien que existía una mafia que se nutría de crear polémica y lanzarse al foro del debate público. Con frecuencia lo hacían con mucho éxito, y a veces la controversia podía prolongarse durante meses y extenderse como una especie de rabia intelectual entre los periodistas culturales. De repente todos se contagiaban y se cebaban en la polémica.

Sin embargo, aquel no era en absoluto mi estilo. Nunca conseguí desenvolverme bien en el terreno de la polémica. Los golpes bajos estaban completamente aceptados. Pero arrepentirse de algo, darle la razón al adversario, era como hacerse el haraquiri ante un millón de lectores. Necesitaba nuevos aires profesionales.

La solución llegó porque renuncié durante un par de meses a la escritura y porque, además, Errol Hansen, un amigo de la diplomacia danesa, me llamó y me comentó de pasada que se necesitaba a alguien para trabajar en el muy concurrido club de campo al que solía acudir en busca de solaz.

– A Wijkman, el hombre que está al frente del club -dijo Errol con acento danés-, le gustaría que fuera alguien recomendado. Han tenido problemas con los jardineros, que al parecer se echan a dormir cuando aún les queda todo el fairway por cortar. No es muy divertido, como ves. Pero si quieres te puedo recomendar.

– ¿Y qué tendría que hacer?

– Solo tienes que montarte en el tractor y cortar el césped. Es bastante tranquilo, leasure life, you know . Mucho sol, aire sano y las bonitas chicas del club.

En aquellos momentos me sentía bastante vulnerable y además necesitaba dinero y trabajo, así que no fue difícil convencerme. Al día siguiente ya estaba en la oficina del señor director Wijkman, en la calle Báner, para solicitar el puesto.

En cuanto entré en el lujoso despacho -era una auditoría- me vi asaltado por una elegante mujer de unos cuarenta años, que debía de ser la secretaria.

– ¡Por fin! -gritó, y yo no podía entender cómo podía ser tan esperado-. ¿Dónde te habías metido?

Miré el reloj para comprobar si me había retrasado muchísimo, pero no era así. Había llegado cinco minutos antes de la hora, pero no me dio tiempo de pensar mucho más en el asunto porque la elegante secretaria empezó a inundarme con varios montones de papeles. Como uno es de por sí servicial, fui cogiendo montón tras montón de los que ella me pasaba rápidamente.

– Esta vez hay más que nunca -dijo la secretaria-. Hemos tenido vacaciones y eso, ya sabes, ha hecho que la gente acumule bastante trabajo retrasado, pero espero que podáis encargaros de todo tan rápido como siempre, seguro que sí, diez ejemplares de cada uno, como siempre, y es que sois un cielo…

– Creo que ha habido un malentendido -pude decir al fin-. Tengo hora con el señor Wijkman sobre la solicitud de un trabajo como cortador de césped.

La secretaria se quedó estupefacta, y en ese preciso instante apareció el que resultó ser el señor Wijkman, el director, en la puerta de su despacho. Como era de esperar, adoptó la pose de un gran y bronceado interrogante cuando nos vio en aquella situación difícil de explicar. Se había producido un malentendido. La secretaria había creído que yo venía de la empresa que hacía copias de los expedientes estrictamente confidenciales.

Tanto el señor Wijkman como la secretaria se deshicieron en disculpas. Naturalmente, yo fingí haber sabido de qué iba todo aquello desde el principio, y creo que los dos pensaron que estaban tratando con un auténtico granujilla. De hecho, aquello era para mí como el pan nuestro de cada día. A menudo me ocurría que me confundían con otra persona, y la gente siempre estaba pidiéndome disculpas, lo cual solía darme una especie de ventaja. A veces incluso llegaba a convertirse en el principio de una muy interesante amistad. Como en este caso, resulta de gran ayuda solicitar un empleo cuando el futuro jefe tiene que empezar pidiéndote disculpas. Te hace sentirte fuerte.

Después de aquella pequeña farsa -una sutil demostración de la clase de confusiones que se convirtieron en el sello de identidad de Molière-, el señor Wijkman me hizo pasar a su elegante despacho. Al momento empezamos a charlar sobre la vida en el Estocolmo pre-veraniego, la vela, el golf, su hija y los impuestos.

El director y yo conectamos enseguida, pese a que él considerara que era un poco extraño que yo no tuviera trabajo y que tampoco estudiara. Era algo que no le cuadraba; en cualquier caso, no íbamos a hablar de política.

Al acabar la reunión había conseguido el puesto, y debía presentarme en el campo de golf la primera semana de junio, cuando el jardinero de plantilla cogía las vacaciones. Mi suplencia sería para todo el verano. El sueldo no era como para tirarse al suelo entre risas espasmódicas y, por otra parte, estaban incluidos comida y alojamiento en un pequeño bungalow a un tiro de piedra del edificio principal del club. Sonaba prometedor. Además, Wijkman insinuó -una insinuación de lo más discreta, de hombre a hombre- que en el club había un cierto ambiente de highlife del cual yo, con mi apertura de miras y mi refinado estilo, podría participar y obtener cierto beneficio.

La primera semana de junio empezó realmente bien. Hacía un tiempo espléndido y todo Estocolmo jadeaba por la ola de calor; las mesas de las terrazas de los cafés estaban llenas y todo el mundo esperaba que llegara el solsticio de verano, la noche de San Juan, cuando por fin podrían dejar la ciudad, que para esas fechas se llenaba de un extraño y discutible encanto. Todo el mundo se queja del calor, pero a todos les gusta mientras puedan ir al parque y tumbarse en el césped. Estar encerrado en una oficina o trabajando en un taller con el peor de los calores es algo completamente insoportable. Por lo que a mí respectaba, ya me daba por satisfecho con lo de poder irme al campo a unos veinte kilómetros al nordeste de Estocolmo, a un bungalow junto a un campo de golf.

Mi vecina se encargaría de mis plantas y del correo, y ya lo tenía todo listo y empaquetado. Errol me llevó en su selecto Mercedes con matrícula acorde a su rango diplomático. En el asiento de atrás había dejado su equipo de golf descuidadamente ladeado, y el maletero iba lleno con mi equipaje. Llevaba conmigo ropa de trabajo, atuendo de calle y algunas prendas más elegantes para las desenfadadas noches de verano en el club de campo.

– El peligro que tiene es que te bebas todo lo que ganes en el club -dijo Errol-. Es muy fácil.

– ¿Y te hacen algún descuento? -pregunté optimista.

– Igual sí. Aunque el del bar es un tipo duro. Cold type .

– Malo. Bah, no importa, ya me las arreglaré de algún modo. Había pensado pasarme las tardes leyendo y trabajando bastante.

Errol se echó a reír con su risa danesa.

– ¿Son los libros lo que pesa tanto?

– Puede que lleguen a quince kilos.

– Quince kilos -repitió Errol-. Eso es, así me gusta, pero creo que podrás darte por satisfecho si consigues leer el periódico.

– No tienes ni idea de mi determinación moral.

En el club fui presentado a todo el personal de servicio. Había algunos subordinados de Wijkman cuyas responsabilidades no parecían estar muy definidas, luego estaban los camareros, el personal de cocina del restaurante y el barman, que, conforme a lo referido, era un tipo duro y frío llamado Rikard, pero al que llamaban Rocks.

Después de dar una vuelta por el noble edificio principal del club, llegó el momento de ir a echar un vistazo a la flota de máquinas. Fui conducido por un tipo de unos treinta años con aspecto de trepa, cuyo nombre ni siquiera me molesté en recordar. Solo le interesaba enseñarme lo que no podía ni debía hacer. Todo el tiempo se expresaba con una extraña negación de la existencia, llena de prohibiciones y delitos. No debía cortar ni así ni asá, no debía cortar ni aquí ni allá, ni conducir demasiado cerca del club ni de los clientes importantes, no hacer pausas de más de cinco minutos seguidos y, sobre todo, no tumbarme a tomar el sol y a la vista en la zona agreste más allá del fairway. También era típico de aquel trepa el hecho de no tener ni idea de cómo funcionaban las máquinas. Había dos grandes tractores Westing con un remolque de sistema de palas segadoras para el fairway, un tractor Smith & Stevens más pequeño de ruedas extremadamente anchas y blandas para los greens, además de un par de cortacéspedes manuales para fines diversos y específicos.

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