Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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La carta de Henry había sido entregada el día después de recibir el golpe. Había vuelto a casa después de haber «tomado un revitalizante afrodisíaco en un bar» y de que la elegante norteamericana le hiciera su cura especial en una suite del hotel Sheraton. Henry se enteró de que Greger, de entre toda la gente posible, me había encontrado inconsciente en el rellano y me había llevado a urgencias del hospital de Söder. Greger, ingenuo y crédulo como era, había dado por supuesto que me había caído en la escalera y me había golpeado en la cabeza.

Sin embargo, Henry era lo suficientemente inteligente para ver que existía una relación entre mi lamentable estado y la conspicua ausencia de Leo. Para más inri, durante su habitual ronda nocturna, el Lobo Larsson había visto cómo dos señores de aspecto muy pulcro se llevaban a rastras a un aturdido Leo hasta un coche que los esperaba. Se habían marchado con absoluta calma y tranquilidad, como si se tratara de un asunto completamente legal, una misión de transporte prevista de regreso al paraíso protector y cerrado de un pabellón.

En cualquier caso, aquella era la versión oficial: por alguna razón el ciudadano Östergren se había caído de bruces en el rellano del apartamento, y el ciudadano Leo Morgan había sido retirado de la circulación porque resultaba peligroso tanto para sí mismo como para el resto del mundo.

Pero la carta de Henry confirmaba mis sospechas. Afirmaba categóricamente que «ellos» se habían llevado a Leo y que yo no me había caído por accidente. «Ellos» habían hecho un buen trabajo, seguramente utilizando una especie de porra: una pequeña bolsa de piel llena de perdigones que no dejaba cortes profundos y que hacía que el ataque pareciera una caída normal provocada por un torpe traspié.

También había escrito que tenía una idea bastante clara y definida de adónde se habían llevado «ellos» a Leo, y que esta vez no pensaba esperar y rendirse. Estaba ya muy harto de toda aquella situación y estaba dispuesto a solucionarla, de una vez por todas. No decía quiénes eran «ellos», ni tampoco qué es lo que tenía que solucionar, ni dónde.

En general, aquella carta resultaba bastante extraña. No cabía duda de que Henry sabía hablar y de que con su oratoria podía llegar a donde quisiera, pero era incapaz de plasmar sus ideas en un papel. Era disléxico, al igual que el rey, como se apresuraba siempre a recordar.

Sin embargo, en cuanto se ponía a escribir, la conciencia de su dislexia le llevaba a esforzarse en exceso para intentar parecer lo más refinado posible. Utilizaba numerosas expresiones anticuadas, solemnes y anacrónicas, como si estuviera dirigiéndose a Su Alteza Real, a un jurado o alguna autoridad sujeta a estrictos formalismos.

Debido a esa lucha denodada por la coherencia lingüística y sus esfuerzos por escribir con un estilo pulcro y refinado utilizaba palabras cuyo significado evidentemente desconocía. Era probable que las hubiera oído en alguna parte y era demasiado vago para averiguar su verdadero significado.

Así pues, la extraña carta dirigida a su maltrecho amigo acababa con unas líneas bastante equívocas: «Te pido enconadamente que, puesto que la policía no debe hallar acceso a esta información, quemes esta carta y hagas que el contenido de la susodicha quede entre nosotros hasta que aparezca una mayor información o hasta que la muerte nos separe. Con todo mi afecto, lloro y te deseo lo mejor, tuus , Henry Morgan».

Durante un tiempo todo pareció quedar en suspenso. Después de pasar un par de días en observación, me dieron de alta en el hospital con algunas advertencias: nada de fiestas, excesos o esfuerzos y, sobre todo, reírme solo lo imprescindible. Por lo demás, podía hacer lo que quisiera. Cogí un taxi hasta casa y conseguí entrar en el portal del edificio sin ser visto, ya que la cabeza afeitada y vendada me daba un aspecto bastante sospechoso.

El apartamento de la calle Horn estaba como de costumbre, aunque todo lo que habíamos intentado construir parecía haberse esfumado. Deambulé por el enorme piso sin encontrar signos de vida de los hermanos Morgan. Decidí esperar su regreso, que nunca se produciría.

Durante un tiempo todo pareció quedar en suspenso. El primer día estaba como si caminara sobre ascuas, esperando oír en cualquier momento el redentor timbre del teléfono o un liberador portazo. Ver presentarse a Henry diciendo que todo el asunto se había solucionado y que podíamos olvidarlo. Pero no ocurrió nada. Todo permanecía tranquilo y en silencio, y empezaba a sentirme angustiado.

Toda mi vida había empezado a girar en torno a algo realmente triste: el gran espejo del recibidor. Más o menos cada media hora salía al vestíbulo, encendía la lámpara y contemplaba mi maltrecha imagen en el espejo, examinando los puntos debajo de la venda y probándome diversas gorras que pudieran encubrir mi aspecto bochornoso. Me decidí por una inglesa de tweed.

Estaba plantado frente al espejo -majestuoso, de cuerpo entero y con un marco dorado coronado por querubines- cuando oí la algarabía de una banda de militantes activistas abajo en la calle. Sentí curiosidad y fui hasta el salón, descorrí las cortinas y vi una gran manifestación que discurría por la calle Horn. En ese momento debía de estar pasando una organización política menor, ya que la cifra de manifestantes tras las pancartas debía de rondar los dos o tres mil participantes.

Era el Primero de Mayo. No lograba entender cómo podía haber olvidado por completo esa fecha. El enorme apartamento estaba sumido en la oscuridad tras los grandes y pesados cortinajes -me protegía de la luz porque me dañaba a la vista y me producía dolor de cabeza-, y aquel deprimente claroscuro resultaba más asfixiante que nunca. Aun así observé que, pese a ser Primero de Mayo, la primavera aún no había hecho su aparición. Parecía hacer bastante frío y soplar viento abajo en la calle. Abrí un poco la ventana, pero no sentí ningún deseo de salir. Me pregunté por un momento en qué lugar me habría colocado este año, qué bando de la manifestación habría elegido si me hubiera encontrado en posición de elegir, pero no lo estaba. Ya no tenía posibilidad de elección, o eso pensaba.

Así que me dediqué a contemplar aquella manifestación hasta que la sección de vientos y los tambores de la banda se desvanecieron en el infinito. Lo último que vi fue un gran estandarte con varias cabezas -una amarilla, una negra, una blanca y una roja-, que supuestamente representaban a la gente oprimida. Las cabezas descansaban sobre unos hombros, los hombros alzaban unos brazos con manos, y las manos portaban armas que serían utilizadas contra los opresores.

De pronto, se me ocurrió una idea. Fui a la cocina, cogí el viejo manojo con todas aquellas llaves misteriosas y me dirigí hasta el ropero del corredor del servicio. En la parte inferior de la cómoda, había un cajón cerrado. Abrí la cerradura y tiré de él. Pero el cajón estaba vacío. El arma había desaparecido.

Lo único que quedaba del fusil ametrallador era la basta y grasienta tela de yute. El cargador y la munición tampoco estaban. Si no hubiera sido porque el cajón olía a grasa podría haber rechazado la idea de haber visto nunca aquella arma. Sin embargo, el olor era inconfundible: el fusil había estado encerrado en aquel cajón como un frío y reluciente reptil que finalmente se había escapado.

Fuera lo que fuese lo que Henry pensaba solucionar, era muy probable que lo hiciera de una vez por todas. Ya no cabía ninguna duda al respecto: aquello iba muy en serio.

Después de una semana de descanso total, empezaba a sentirme bastante inquieto. Al amparo de la oscuridad y luciendo un gorro de pescador de lana, había salido para comprar provisiones en las tiendas que abrían hasta tarde. Aquello era lo único que había visto del mundo que me rodeaba. Había leído minuciosamente todos los periódicos de arriba abajo, con la esperanza de que arrojaran algo de luz sobre aquellos misterios, pero no encontré nada. También examiné todos los anuncios de la sección de «Personales», intentando descifrar códigos tan crípticos como «79.04.28. Espera como siempre, muelle 12». Pero llegué a la conclusión de que aquello no tenía nada que ver conmigo. También había visto todos los informativos de televisión, pero solo hablaban de revoluciones en continentes completamente diferentes del mío. Nada sobre posibles ministros de Industria y su limpieza de imagen primaveral. Estaba en medio de una pesadilla, una alucinación. Me pellizcaba, respiraba profundamente, corría y boxeaba por el pasillo del servicio, y probé todos los métodos habituales para confirmar que estaba completamente despierto, aunque eso sí, muy inquieto.

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