Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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El editor Franzén no pareció muy sorprendido cuando lo llamé para decirle que no habría libro. La habitación roja había ardido hasta convertirse en cenizas. Si quería podía entregarle un saco de cenizas. Pero no quiso. Me dijo que haría correr el rumor de que me había vuelto loco, y le contesté que adelante. También dijo que me enviaría un contrato de cancelación de proyecto y que no quería volver a verme en la vida. Luego, de forma muy clara y directa, me mandó a la mierda.

La idea se había estado fraguando durante mucho tiempo en algún lugar recóndito de mi maltrecha cabeza, y por fin iba a hacerse realidad: iba a erigir un monumento a los hermanos Morgan.

Fuera soplaba un viento cálido y húmedo. La primavera había llegado al otro lado de los gruesos cortinajes que cubrían hasta los más pequeños resquicios del apartamento. En el transcurso de un solo día demostré una extremada eficacia y una gran frialdad en la planificación de mi gesta.

Fui al hospital de Söder a que me quitaran los dos puntos de la cabeza, intentando comportarme como un convaleciente normal. Después recibí algo más de mil coronas de la Seguridad Social y me acerqué a la tienda más cercana a comprar latas de comida como para una guerra corta: raviolis, albóndigas, salchichitas Bullen, hojas de col rellenas, sopa de guisantes, verduras, patatas y otras provisiones envasadas. Lo llevé todo al apartamento y guardé cada cosa en su sitio. Luego bajé a Muebles Man para seguir contándoles mentiras a Greger y Birger. Les dije que Henry me había llamado. Pensaba estar fuera todo el verano; después regresaría y todo seguiría como antes. Lo que teníamos que hacer era continuar excavando en la gruta de Greger según el camino que indicaba el mapa. Teníamos su bendición. Greger, Birger, el Botella, el Lobo Larsson y el Filatélico parecieron muy conformes con la noticia, y me marché de allí con el honor intacto, según lo planeado.

Luego fui a ver al Estanquero. Con aquel zorro resultaría más difícil.

– Bonita gorra -me dijo al verme, mientras la mujerona de detrás del mostrador me dedicaba su sonrisa más seductora-. Se han puesto muy de moda. Nidos de cuco las llaman, ¿verdad? Pero no parecen muy apropiadas con este calor, je, je.

– No creas -dije-, qué va.

– Bueno, bueno. ¿Y dónde se ha metido Morgan? Hace tiempo que no lo vemos por aquí.

– Está fuera. Ha vuelto a marcharse de viaje.

– Vaya, vaya… ¿Y adónde ha ido esta vez?

– De vuelta a París. París y Londres.

– Ah, ya veo… Allí está como pez en el agua -dijo el Estanquero entornando los ojos y dirigiéndome una sonrisa recelosa y repulsiva.

De pronto cambió totalmente de registro y dijo en tono serio y afectado:

– Una lástima lo de Leo…

– ¿El qué?

– Que tuvieran que encerrarlo otra vez -dijo el Estanquero trazando círculos con el índice en su sien-. Que no lograra salirse…

– Así son las cosas -repuse escuetamente-. En fin, quiero cinco cartones de Camel, sin filtro.

– Cinco cartones de Camel -repitió mecánicamente el Estanquero como si fuera algo muy normal-. ¡Cinco cartones!

– Eso es. Cinco cartones.

El Estanquero le hizo un guiño a la mujerona, que se apresuró a meterse en el almacén con su vestido largo y muy escotado. Regresó enseguida con los cinco cartones y el Estanquero me dirigió una mirada desconfiada.

No le di ningún tipo de explicación. Pagué los cinco cartones, sin filtro, le di las gracias y me marché. El Estanquero se quedó cabeceando, y estoy seguro de que en cuanto salí volvió a trazar círculos con el índice en la sien y empezó a correr el rumor de que me había vuelto loco y de que iba a fumar hasta matarme.

Pasó el tiempo, y los días se sucedieron sin apenas distinguirse entre sí, perdiendo sus contornos; basura y platos sucios se amontonaban en la cocina en pilas repugnantes, mohosas y pestilentes; el recibidor estaba inundado de periódicos matutinos sin leer y sin tocar; y, debajo de la gorra inglesa, el pelo me había crecido hasta alcanzar una longitud decente.

Me puse manos a la obra con el frenesí y la precisión que solo un monomaníaco primero traicionado, luego agredido y finalmente rapado puede alcanzar. Había cerrado y parapetado la puerta de entrada, había corrido todas las cortinas en el apartamento ya de por sí pobremente iluminado, había desconectado el teléfono y me había aislado del mundo en la biblioteca de la calle Horn en la ciudad de Estocolmo, a mediados de mayo del Año Internacional del Niño y de las elecciones de 1979.

Pude despejar el escritorio sin dificultad. Todo lo relacionado con mi ingenuo y moderno pastiche de La habitación roja había sido pasto de las llamas. Los libros y demás papeles garabateados los apilé en el suelo para quedarme sobre la mesa únicamente con mis talismanes: un cráneo de zorro que encontré en el bosque, el caparazón de un cangrejo que me dieron unos pescadores en las islas Lofoten, algunas rocas y un cenicero en forma de sátiro con la boca abierta, por donde se tiraba la ceniza. Necesitaba aquellos objetos para no perder el contacto con mi propio ser.

Después me puse a trabajar como si estuviera poseído, al menos unas veinte horas al día con ocasionales pausas para comer y descansar. Me fumé prácticamente los cinco cartones de Camel sin filtro, sin ningún remordimiento.

Narré todo lo que sabía y había logrado averiguar acerca de los hermanos Henry y Leo Morgan porque sentía que era mi deber hacerlo. Se puede decir que pertenezco a una generación que tiene un concepto bastante inapropiado del sentido del deber: es una noción tan terriblemente abstracta que debe aplicarse casi siempre al ámbito individual y privado para que sea tangible y comprensible. Como mucho, una persona puede cumplir su deber para consigo mismo. Pero, en este caso, sentía que era un deber imperioso y absoluto explicar la verdad sobre Henry y Leo Morgan. Tal vez fuera también una especie de terapia para poder seguir adelante, la única manera que tenía de soportar toda aquella espera y angustia, signos inequívocos de nuestro tiempo.

Ahora no sé más de lo que ya he narrado, quizá incluso menos, ya que a veces me he visto obligado a extrapolar y a recurrir a la imaginación para intentar rellenar algunas lagunas narrativas. El resultado de mis esfuerzos han sido más de seiscientas páginas que están sobre el escritorio de la biblioteca. Nadie me había molestado, el resto del mundo había desaparecido, las palabras simplemente brotaron y los hermanos tenían ya el monumento que merecían. Ahora ya no importaba lo que ocurriera: eran invulnerables.

Ahora ya estaba totalmente preparado para leer cualquier día en los periódicos algo relacionado con Henry y Leo Morgan. Algo como que los cuerpos de dos hombres de treinta y cinco y treinta años, respectivamente, habían sido encontrados en la cuneta de alguna carretera del país; o que los cadáveres desfigurados de dos individuos de sexo masculino, imposibles de identificar, habían emergido tras el deshielo de algún maldito riachuelo en algún rincón de Suecia. O tal vez el Estanquero, que se leía todas las publicaciones semanales de cabo a rabo, irrumpiera agitando una revista con un amplio reportaje en el que Henry el idiota explicara ingenuamente sus múltiples aventuras en los bajos fondos desde la seguridad que le brindaba una remota isla del Caribe. Siempre había deseado ir allí, y ahora por fin lo habría logrado gracias a las ingentes cantidades de dinero que había obtenido por vías poco convencionales.

Pero también era probable que hubiera escrito todo aquello en razón de otra posibilidad: la de que ambos se encontraran en serios apuros y Henry se hubiera visto obligado a utilizar aquel viejo fusil. Quizá había hecho por fin lo que siempre había querido hacer contra la ilimitada Maldad que tenía a Leo preso en sus garras. Quizá todo esto fuera un discurso en defensa de un crimen que ya se había cometido, que iba a cometerse o que simplemente debería haberse cometido. No lo sabía a ciencia cierta, pero existía la posibilidad de que tuviera que presentar ante un tribunal mis más de seiscientas páginas como un plaidoyer d’un fou et son frère , un testimonio de la defensa de los hermanos Henry y Leo Morgan, porque era más que probable que debieran rendir cuentas ante algún tipo de jurado.

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