Un adolescente de cara granujienta entró en el bar sobre unos patines de ruedas y se deslizó hasta la barra para pedir una hamburguesa. A Henry le encantaron aquellos patines y le preguntó al muchacho todo lo que había que saber acerca de ellos: fabricante, precios, tecnología, condiciones climatológicas y pistas. El muchacho contestó educadamente a todas las preguntas, engulló la hamburguesa y desapareció. Así era como Henry se las arreglaba siempre para conseguir información; podría haberse convertido en un eficiente y sagaz detective si hubiera querido.
El tambaleante muchacho con acné y patines fue sustituido por una mujer muy elegante que debía de tener la edad de Henry. Se sentó con agilidad en el taburete contiguo y, al desabrocharse la trenca, se le cayó el fular de seda al suelo.
– Permítame -dijo Henry muy atento, y se inclinó para recogerlo.
– Thank you very much -dijo la mujer con un claro acento americano.
Henry frunció inmediatamente el entrecejo y adoptó su pose de seductor irresistible. Sus ojos parecieron estrecharse con aquella mirada absurda. Ya había visto antes esa expresión y estaba bastante familiarizado con el ritual.
Siguió tarareando la monótona melodía de Elton John, sacó otro cigarrillo de su elegante pitillera y lanzó una furtiva mirada a la norteamericana. Esta pidió una hamburguesa y una Coca-Cola, y luego sacó un plano de Estocolmo del bolso y lo desplegó cubriendo parcialmente la taza de café de Henry. Él no mostró inconveniente alguno por la invasión, y fue siguiendo con interés el recorrido del índice de la mujer desde el ayuntamiento a través de la plaza de Gustaf Adolf, pasando por el Jardín Real hasta la esquina de la calle Hamn con Kungsträdgård, que era donde estaba ubicado el Wimpy’s.
– ¡Bonito paseo! -se aventuró a decir en inglés.
– Ajá -contestó la norteamericana sonriendo.
La conversación prosiguió en el mismo idioma.
– ¿Está buscando algo en especial?
– ¿Acaso no buscamos todos algo en especial?
– Muy agudo -contestó Henry el seductor-. Realmente muy agudo. Pero yo soy un tipo muy sencillo, y me refería a una casa, una dirección…
– Bueno, ¿dónde vives? -preguntó la mujer con la boca llena de hamburguesa, sin por ello perder un ápice de estilo. Seguro que había probado antes aquel ardid.
– Vivo aquí. En Söder. -Henry puso su grueso índice en medio de la calle Horn-. ¿Y tú dónde vives?
– En Nueva York.
– Qué agradable -dijo Henry.
– Nueva York no es agradable. Puede ser muchas cosas, pero no agradable.
– Ah, comprendo -contestó Henry poniendo cara de muy interesado.
– ¿Te importaría enseñarme el casco antiguo? Aún no lo he visto.
– Cómo no, tienes que ver el casco antiguo. Será un placer acompañarte. Oye -Henry se dirigió a mí en sueco-, creo que voy a hacer un poco de turismo. Nos vemos esta noche. O tal vez por la mañana.
No podía poner ninguna objeción. Tan solo desearle buena suerte de todo corazón. Nos despedimos con un apretón de manos y un guiño. Como dos pilotos ingleses a punto de hacer una incursión aérea en el frente alemán.
– ¡Buena suerte, camarada! -dije en inglés.
Volvía a lloviznar. En la calle, Henry Morgan, pianista, boxeador y seductor, se subió el cuello del abrigo, se caló la gorra y ayudó a la norteamericana a sortear un charco de la acerca sin parar de charlar. Así es como debía ser. Me quedé un rato en el Wimpy’s, escuchando la interminable canción de Elton John y seguí a Henry con la mirada hasta que desapareció por el Jardín Real, sin dejar de gesticular. Solo podía desearle suerte de todo corazón a aquel incorregible caballero. Fue la última vez que vi a Henry Morgan.
Luego todo sucedió muy deprisa. Tras dar un largo paseo por la ciudad bajo la llovizna sin encontrar en mi deambular una sola alma conocida, me dirigí a casa para cenar sin sentirme especialmente desanimado. Compré algo de comida y pensé en continuar con mi trabajo. Había llegado la hora del sprint final para la condenada Habitación roja ; pretendía librarme de todos mis compromisos antes del verano.
Cuando llegué a casa hacia las cinco, encontré a Leo sentado a la mesa de la cocina, con la parte superior de su cuerpo desplomada sobre el hule y profundamente dormido. Se había metido entre pecho y espalda media botella de aguardiente Renat, probablemente de una sentada. No conseguí despertarlo. Furioso y al borde del llanto, maldije hasta desgañitarme. Todos nuestros esfuerzos habían sido en vano. En cuanto se le dejaba sin vigilancia tenía que rebelarse, como un niño.
Con toda la fuerza de mi rabia, lo agarré por las axilas y arrastré el cuerpo hasta su habitación. En ese momento recuperó el sentido, murmuró, balbuceó algunas palabras, se rió, gruñó, me dio las gracias por ayudarle y me dijo que me quería. Después cayó en un sueño profundo.
Me preparé una cena ligera a base de albóndigas y espinacas congeladas, llené un termo con café y me retiré. Cerré la puerta de la biblioteca, me senté al escritorio y empecé a ordenar todos mis papeles. Enseguida estuve inmerso en la escritura de La habitación roja , que en su nueva encarnación parecía por fin estar bien dispuesta y amueblada.
No tenía ni idea de que había visto a los hermanos Morgan por lo que cada vez más empezaba a parecer que sería la última vez.
Aproximadamente veinticuatro horas más tarde intenté abrir los ojos para fijar la mirada en algo que me permitiera averiguar dónde me encontraba, pero no lo conseguí. No podía hacerlo. No podía mantener los ojos abiertos porque me hería la vista la fuerte luz del techo, un brillante y lacerante fluorescente. Así que tuve que limitarme a lo que percibía con los oídos, lo cual resultó algo más soportable: oía ruidos de zuecos de madera por el suelo de linóleo, pasos rápidos y diligentes que recorrían pasillos; puertas que se cerraban, el tintineo de instrumentos metálicos sobre bandejas metálicas y voces, tanto masculinas como femeninas, que hablaban de apellidos, números de la seguridad social y otros datos.
Aproximadamente veinticuatro horas más tarde me había despertado en un lugar que supuse que era un hospital, la unidad de cuidados intensivos de un hospital, con un terrible dolor de cabeza. En el interior de mi cráneo solo había ruidos que se agolpaban, retumbaban y estallaban, y comprendí que estaría mejor si mantenía los ojos cerrados.
Pero alguien, probablemente una enfermera del turno de noche a la que habrían asignado mi delicado caso, se había percatado de mis denodados esfuerzos y dijo:
– Hola, Klas. ¿Puedes oírme?
– Creo que aún no me he muerto ni me he quedado sordo -murmuré balbuceante.
– No, no estás muerto -dijo la auxiliar alzando la voz.
– Ni sordo -repuse irritado-. ¿Te importaría cogerme la mano? -dije a continuación, y enseguida noté cómo una mano cálida me tomaba la mía-. Cuéntame qué ha pasado.
– Yo no sé nada -dijo la auxiliar-. Acabo de llegar. Pero me han dicho que te caíste y te diste un buen golpe en la cabeza.
– ¡Que me caí! -grité intentando incorporarme, con lo que la cabeza volvió a estallarme de dolor-. ¡Aaay! -grité, y me hundí de nuevo en la almohada-. ¡Y una mierda me caí!
Oí como si la enfermera intentara sofocar una risa.
– Eso fue lo que dijo tu amigo.
– ¿Quién? ¿Quién era? ¿Qué amigo?
– El que vive contigo.
– ¿Henry? ¿Henry Morgan?
– No sé cómo se llama, pero el hombre…
– … lleva corbata y miente y habla sin parar y lleva la raya a la izquierda y va muy bien afeitado, ¿verdad?
– Sí, tiene que ser él -dijo la enfermera-. Ha estado aquí hace un rato y te ha traído flores. También te ha dejado una carta. Está aquí…
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