Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Henry iba un par de pasos delante de nosotros, y se le veía tan ansioso como vacilante. Probablemente no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo en aquel momento, pero ya no había marcha atrás. Lo único que podía hacerse era seguir adelante y averiguar qué había dentro de aquella casa.

Nos dirigimos por el suelo resbaladizo hacia la entrada. No hacía mucho que alguien había quitado la nieve del porche, por lo que el lugar no debía de estar completamente abandonado. Henry subió los escalones hasta la puerta y llamó con la mano. A través de una ventana que daba a la bahía se veía un poco de luz, pero no parecía iluminación eléctrica normal; era como una pequeña llama vacilante.

Oímos un ruido dentro de la casa y Henry volvió a aporrear la puerta. No había señales de vida. Esperamos durante un par de minutos en un silencio profundo y expectante, pero solo oímos el viento frío que susurraba entre las copas de los abetos. Luego Henry giró el pomo de la puerta y abrió.

– ¡Hola! -gritó dentro de la casa.

– Echemos un vistazo -dije, animando a Henry.

Él entró primero, y de golpe sentimos el hedor: el olor rancio a sudor, queroseno, restos de comida y excrementos. Después de atravesar una sala gélida y con corrientes de aire, encontramos, por fin, al desaparecido Leo. Estaba tumbado durmiendo sobre una cama bajo tres gruesas mantas. Todo el suelo a su alrededor estaba lleno de botellas vacías, todas de la misma marca de whisky: Johnnie Walker, muy elegante con su abrigo rojo de doble abotonadura, quevedos, bastón y sombrero de copa. Al lado de la cama había una caja con botellas aún sin abrir. En aquella cabaña se había consumido alcohol por valor de diez mil coronas.

– Me salgo fuera -me susurró Kerstin al oído, con lágrimas en los ojos. No logré discernir si era por compasión o por la repugnante peste a amoníaco.

Henry se acercó a la cama y empezó a zarandear a Leo. De pronto había abandonado todos sus miedos y se comportaba audaz y arrogante como un scout. Había que solucionar aquello, y no tenía sentido quedarse pasmado y perplejo ante la repulsiva situación solo porque Leo hubiera sufrido una pequeña recaída. Con un poco de mala suerte, eso podía ocurrirle a cualquiera. Sacudió a Leo y lo llamó por su nombre, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, sí que hubo reacción en la cama que había junto a la de Leo. Algo se movió y Henry dio un respingo de aterrada sorpresa cuando vio aparecer una cabeza de debajo de un rebujo de mantas asquerosas.

Era una chica terriblemente delgada y demacrada que no debía de tener más de veinte años, pero a la que las drogas le habían dado el aspecto de una anciana decrépita.

– ¡Qué demonios…! -gruñó la chica restregándose desganadamente los ojos-. ¿Qué coño estáis haciendo vosotros aquí? -dijo, como si nos hubiera reconocido de golpe.

Y resultó ser que, efectivamente, nos conocía.

– Iba a preguntarte lo mismo -dijo Henry irritado-. ¿Quién eres?

– ¡Que te den! -contestó la chica.

Henry la agarró y arrastró el escuálido cuerpo de la chica fuera de la cama, pero a punto estuvo de dejarla caer por la sorpresa.

– ¿Ves lo que estoy viendo? -me preguntó.

– El mundo es un pañuelo.

– ¡Al menos este mundo sí!

– Basta ya… basta ya -decía la chica, al igual que aquella noche en que la encontramos completamente destrozada en nuestro rellano, le dimos un baño caliente y la velamos durante toda la noche-. Dejadme en paz -continuó el ángel de las tinieblas con su voz monocorde, rasposa y gastada.

– Muy bien, muy bien -dijo Henry-. Soy el hermano de Leo y hemos venido para llevárnoslo de vuelta a la ciudad.

La pequeña y delgada criatura se sentó en el borde de la cama y se frotó los ojos. Parecía no entender lo que estaba ocurriendo. Allí sentada, con los ojos vueltos hacia arriba, se mecía adelante y atrás como si todo le diera vueltas.

– ¡Que te den! -dijo de nuevo-. Ahora no.

– ¿Qué quieres decir con «ahora»? -preguntó Henry-. ¿No ves que os estáis matando con la bebida?

La chica gimió y se desplomó en el suelo. La incorporé y la apoyé contra la cama, y luego recogí de alrededor algunas botellas vacías y mohosos botes de conservas de judías y raviolis que olían a vómito, por decirlo sutilmente.

Henry continuaba intentando devolver a Leo a la vida, levantándole los párpados y dándole bofetadas, pero sin respuesta.

– ¿Solo habéis bebido? -preguntó Henry volviéndose hacia la chica en el suelo-. Joder, no os habréis metido nada más, ¿no?

La chica seguía aturdida, con los ojos vueltos hacia arriba y obviamente sin comprender nada.

– ¿Tenéis alguna jeringuilla? -le gritó Henry al oído.

– ¿Yo? -dijo con voz pastosa-. Yo tengo la mía -añadió casi con orgullo.

– ¿Y Leo? ¿Se ha drogado?

– Ese -masculló la chica-, ese solo bebe.

Henry salió afuera a buscar un poco de nieve. Volvió con un puñado y con Kerstin, que no tenía muy buen aspecto. Su rostro estaba surcado por las lágrimas que había estado derramando.

Frotamos la cara de Leo con nieve, y solo entonces empezó a dar señales de vida. Comenzó a gruñir por el frío y a escupir. Con una repentina sacudida, apartó la cabeza que yo le sostenía y con mucho esfuerzo abrió un poco los párpados. Murmuró algo completamente inaudible y suspiró intentando darse la vuelta hacia la pared, pero no lo consiguió.

De repente, la chica del suelo dio un respingo, se puso de pie y empezó a hablar desaforadamente como lo había hecho cuando por fin se despejó aquella vez en nuestra casa, como un subastador, con una voz alta, estridente y forzada. No parecía estar de mal humor; más bien, al contrario.

– ¡Tenéis que verlo! ¡Tenéis que ver lo que hemos hecho! -gritaba-. Tenéis que venir conmigo para ver, ver, ver a lo que nos hemos atrevido…

Henry, Kerstin y yo nos miramos primero los unos a los otros, y después, perplejos, a la chica, que con respingos y movimientos espasmódicos intentaba que nos interesáramos por algo a lo que ellos se habían atrevido.

– Tranquilízate -dije-. No vamos a haceros daño. Ahora nos iremos a la ciudad…

– Tenéis que… ¡Todo es una mierda, todo! -continuó la chica, y luego, literalmente, se precipitó a través de la puerta abierta.

– Klasa -dijo Henry-. Ve con la chica para vigilar lo que hace. Mientras tanto, nosotros llevaremos a Leo al coche.

– Muy bien -contesté, y salí corriendo detrás de la chica en la oscuridad.

Pude oír su furioso parloteo bajando por la colina hacia el hielo, y logré encontrar un sendero con una barandilla que probablemente haría muy buen servicio en verano, pero que ahora, debido a la gruesa capa de nieve, solo me llegaba a la altura de los tobillos. El camino llevaba hasta la bahía, y estaba helado y resbaladizo, así que tuve que hacer grandes esfuerzos para evitar caerme y lastimarme seriamente. Sin embargo, la chica drogada bajaba la pendiente como si volara, con la fuerza y la capacidad sobrehumana que parecen poseer durante un tiempo algunas personas perturbadas.

Una vez abajo en el suelo helado conseguí alcanzarla y agarrarla por el escuálido brazo, pero se zafó enseguida y continuó corriendo hacia el centro de la bahía de Löknäs. Yo siempre le he tenido mucho respeto al hielo, y no soy ningún experto en saber dónde puede aguantar y dónde quebrarse, pero en ese momento no podía detenerme a cuestionar mis miedos. Tenía que alcanzar a la chica, pero ella siguió corriendo hasta llegar al centro de la bahía. Allí se detuvo; ni siquiera le faltaba el aliento.

– ¿De qué diablos va todo esto? -pregunté.

– Tienes que verlo… Tienes que verlo… -dijo.

Entonces descubrí un agujero que alguien había hecho en el hielo en medio de la bahía. Tenía el tamaño suficiente para meterse en el agua y darse un baño helado, y la escuálida joven podía saltar en cualquier momento. Yo estaba en completa tensión, preparado para impedírselo si eso era lo que pretendía que presenciara.

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