Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Mi sueño sobre una muerte liberadora en el Lido llegó a su fin cuando Henry Morgan entró en mi habitación, se sentó en el borde de la vieja cama de Göring y me despertó. Kerstin había llamado. Sabía dónde se encontraba Leo. La había telefoneado a medianoche y ella había dejado descolgado el auricular para ir corriendo a casa del vecino a fin de localizar la llamada. Resultó que estaba en una cabaña de verano por la zona de Värmdö.

– No tengo ni idea de dónde coño puede estar eso -dijo Henry-. Al parecer en un pueblo llamado Löknäs. Cerca de una zona militar de maniobras. ¿No fue allí donde estuvo la pasada Navidad con algunos amigos?

– Creo que sí -dije.

– En fin, supongo que tendremos que ir a echar un vistazo. ¿Puedes acompañarme esta noche?

– Claro.

– Kerstin se ha ofrecido a llevarnos.

– Muy amable de su parte. Espero que no surjan más problemas, pues me derrumbaría del todo.

– No hay riesgo alguno -dijo Henry con firmeza-. Leo no es de esa clase.

Ese día transcurrió como uno más de los días grises de aquella época. La única noticia luminosa fue que el cajón del aparador del recibidor volvía a estar de repente lleno de talonarios con vales de restaurante. Naturalmente no pregunté de dónde habían salido -me habían ordenado que no lo hiciera-, pero tenía mis sospechas. A esas alturas tenía mis sospechas de bastantes cosas, pero caminábamos en círculos alrededor de ellas, como el gato en torno al balde de agua hirviendo, intentando no salir escaldados.

En cualquier caso, comimos un almuerzo reconfortante en el Costas de la calle Saint Paul con ensalada griega y souvlaki, pinchos de deliciosa ternera de primera especiada, con cebolla y paprika. El Botella y el Lobo Larsson habían salido de su encierro y se les veía bastante bien. Habían pasado un largo período con las cortinas echadas y provistos de un auténtico arsenal de botellas, pero ahora aquello había pasado: se olvidarían del alcohol durante un tiempo y volverían a excavar en la gruta de Greger, El Refugio; recogerían cascos vacíos y trabajarían afanosamente como dos auténticos caballeros, arreglándoselas como solían hasta la primavera que se aproximaba. Los dos querían ponerse al tanto de lo sucedido últimamente y Henry les hizo un escueto resumen. Fiel a su costumbre, les prometió a cada uno una entrada para el teatro Södra cuando llegara el momento. Los hombres le dieron las gracias de antemano y le desearon suerte, sin estar muy seguros del orden en que debían expresarlo.

Tal como había prometido, Kerstin vino a buscarnos después de acabar su trabajo. Conducía la furgoneta de reparto de Pickos número 17 y se la veía bastante alterada. De forma hosca e implacable masticaba un pequeño trozo de chicle y mascullaba cortas y rápidas réplicas por la comisura de la boca, como un gángster norteamericano.

– ¿Sabrás cómo encontrarlo, Henry? -preguntó.

– Eso espero -contestó, sacando del bolsillo de la trenca un mapa que él mismo había hecho-. Debe de quedar más o menos por aquí.

– Oh, eso será de mucha ayuda -dijo la muchacha.

– ¡Maldita sea, estás de un humor de perros!

– He tenido un día muy complicado. Nada ha salido como debía.

– Al menos quiero que sepas que serás recompensada por esto -prometió Henry.

Kerstin murmuró algo inaudible y puso la radio. Estaba hablando uno de esos locutores tremebundos y terriblemente anodinos de Värmland, con una programación que combinaba música y estado del tráfico. Advertía a los oyentes de las condiciones del firme en la mayor parte de la red de carreteras del reino. Había llovido mucho por la mañana y la caída de las temperaturas provocaría la formación de placas de hielo por la noche. Después puso una larga canción del último elepé de Elton John, una canción densa, absorbente y realmente mágica.

– Súbelo un poco -dijo Henry.

Kerstin subió el volumen y el interior del vehículo se inundó con las notas de aquella luminosa canción de Elton John, que se prolongó casi todo el trayecto desde Danvikstull por la nueva autovía hacia Gustavsberg. Apenas dijimos palabra mientras sonó la canción. No sé quién tenía la culpa o el mérito de aquello: si Leo Morgan o Elton John.

Henry dirigía meticulosamente a la conductora hacia el norte de Värmdö, a través de un sinfín de pequeñas y resbaladizas carreteras, hasta llegar un momento en que no sabíamos dónde estábamos. El mapa de Henry parecía más un gráfico científico de la forma en que una lombriz se movía por la tierra durante veinticuatro horas de lluvia, y ya no nos servía de nada. Tuvo que bajarse del vehículo para preguntar a algunos lugareños por el camino hacia Löknäs y la zona militar de maniobras.

Poco a poco se fue haciendo de noche, mientras atravesábamos todo tipo de pequeñas poblaciones y campos de cultivo, hasta que nos metimos en una carretera boscosa que conducía hacia el este y parecía ser el camino correcto porque estaba completamente solitario y desierto. En el interior del bosque todavía quedaba nieve y la calzada estaba cubierta por brillantes placas de hielo negruzco, por lo que Kerstin tuvo que extremar las precauciones, utilizando todos sus conocimientos de conducción en terreno peligroso.

– Pat Moss -dijo Henry-. Estás hecha toda una Pat Moss, piloto.

– ¡Cierra el pico! -gritó Kerstin, y apagó la radio. Necesitaba concentrarse.

Henry bajó la ventanilla, pero al instante se percató de que hacía un frío espantoso y de que las temperaturas habían caído bajo cero. En la carretera no se veía un alma.

– Joder, qué desolado está esto -dije tiritando.

– Deben de haber ocupado alguna vieja cabaña de verano -dijo Henry.

– ¿A qué te refieres con «deben»? -pregunté.

– No pensarás que mi hermano está aquí solo, emborrachándose, ¿no? -dijo Henry; no parecía muy convencido de sus palabras. O tal vez supiera bastante más que los demás.

– A mí me pareció que estaba solo -dijo Kerstin-. Aunque la verdad es que se le oía como si estuviera muy ido.

– Leo se pone realmente borde cuando bebe.

– ¿Y por qué lo hace? No debe de ser muy divertido estar en medio del bosque, emborrachándose.

– Kerstin, cariño -dijo Henry-, eres una conductora fantástica, pero no tienes demasiadas luces.

– ¿Qué quieres decir? -espetó Kerstin enojada, frenando en seco en una curva helada.

– Nada. Lo siento -contestó Henry-. Pero ¿qué demonios sabes tú? ¿Crees que cuando Leo se comporta así lo hace por diversión?

– No, claro. Ya veo… -respondió Kerstin un poco avergonzada-. Pero a veces me planteo qué hago yo con una panda de tarados como vosotros.

– ¡Eh, a mí no me mezcles con estos! -exclamé-. Los hermanos Morgan son famosos, y a los hermanos famosos se los conoce por estar un poco locos.

– That’s life -contestó Henry.

Las gracias se acabaron enseguida, porque al cabo de unos cinco kilómetros por aquella resbaladiza carretera boscosa llegamos a una pequeña cabaña de verano de aspecto solitario. Se encontraba en un lugar bastante agradable, sobre una colina frente a lo que debía de ser la bahía de Löknäs.

– Aparca ahí -dijo Henry, señalando la verja.

Kerstin aparcó, apagó las luces y tiró del freno de mano. Luego salimos a la oscuridad.

– Parece completamente abandonada -comenté.

– Creo que he visto luz en una de las ventanas -dijo Henry.

– ¿Estás seguro de que esta es la casa?

– ¿Y cómo diablos voy a saberlo? Solo confío en mi intuición, y otras veces me ha ayudado.

– Este sitio parece muy bonito -dijo Kerstin en un susurro, como si estuviéramos haciendo algo prohibido.

La pequeña cabaña de verano estaba sobre una colina con vistas sobre la bahía de Löknäs, donde el hielo todavía no se había fundido. En la orilla opuesta se alzaba otra colina, formando una magnífica ensenada sobre la bahía. Debía de ser un auténtico paraíso en verano, con ondeantes cañaverales, nenúfares y sol todo el día.

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