Claudia Piñeiro - Betibú

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Cuando parece que la tranquilidad ha vuelto a reinar en el country La Maravillosa, Pedro Chazarreta aparece degollado, sentado en su sillón favorito, con una botella de whisky vacía a un costado y un cuchillo ensangrentado en la mano. Todo hace suponer que se trata de un suicidio. Pero pronto aparecen las dudas. ¿Acaso algún justiciero habrá querido vengar la muerte de la mujer del empresario, asesinada tres años antes en esa misma casa? ¿Será ésta la última muerte?
El Tribuno, uno de los diarios más importantes del país, deja de lado por unos días su enfrentamiento con el gobierno para cubrir a fondo la noticia. Al escenario del crimen, envía a Nurit Iscar, una escritora retirada, y a un periodista joven e inexperto. Y aunque el antiguo jefe de la sección Policiales, Jaime Brena, ha sido desplazado por sacar los pies del plato, decide involucrarse en el caso y ayudar a su reemplazante y a Nurit, a quien admira en secreto.

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Lorenzo Rinaldi se baja cuando la ve venir por la galería, gira por delante del auto, abre la puerta del acompañante y la espera así, con la puerta abierta. Siempre lo hizo -bajarse a abrir la puerta-, pero ella casi lo tenía olvidado. Rinaldi conoce y respeta todas las reglas de cortesía en el trato social hombre-mujer -reglas entre las que no está serle fiel a su mujer y no arruinarle la vida a ella con falsas expectativas que siempre supo no cumpliría-, y que hoy ya no todos los varones conservan: caminar del lado del cordón de la vereda, abrir puertas -no sólo de autos, también de ascensores, de edificios, de oficinas, de habitaciones de hotel alojamiento-, abrir también la puerta de un taxi pero entrar primero para que la mujer no tenga que atravesar todo el asiento y quede en el lugar más incómodo -detrás del conductor, que seguramente tiene su butaca corrida hacia atrás-, subir una escalera detrás de la mujer y bajarla delante, cargar los bultos que lleve, servir la bebida en un restaurante. Y, por supuesto, pagar todas las cuentas, todas. ¿Qué diría una mujer flapper de estas normas?, que un hombre tenga todas esas consideraciones con una mujer, ¿es hoy galante o humillante?, se pregunta Nurit Iscar. Humillantes son los que se dicen modernos y no pagan la cuenta, sostuvo siempre Carmen Terrada. Pero hay distintas formas de humillar, piensa Nurit, al tiempo que Lorenzo Rinaldi dice: Hola, Betibú, y le da un beso discreto en la mejilla mientras coloca la mano en su cuello, casi en la nuca, debajo de sus rulos. Y ella la siente. Siente la mano de Lorenzo Rinaldi tres años después. Nurit Iscar se deshace de esa mano y se sienta, él cierra la puerta y vuelve a su lugar de conductor. Ahora avanzan hacia la entrada de La Maravillosa. ¿Viste que cambié el auto?, le pregunta Rinaldi. Y ella dice que sí, pero miente porque no tiene ni idea de a qué auto se acaba de subir. Aunque le pusieran una pistola sobre la sien y la obligaran a contestar de qué marca es ese auto en el que está metida, qué modelo, o hasta qué color, Nurit no podría dar una respuesta. Nunca se acuerda de qué auto tiene quién. No se fija. Sin embargo, puede recordar varias patentes con las que juega a armar palabras agregando letras. Por ejemplo, el BRM de la patente de Paula que ella transforma en BROMA. O el GRL del auto de su ex marido que usan sus hijos y que Nurit transforma en GRULLA. Y el HMD de Viviana Mansini que ella cambia por HUMEDAD. Pero no tuvo oportunidad de mirar la patente del nuevo auto de Rinaldi. ¿Te gusta?, pregunta él y antes de que ella conteste, agrega: No sabés lo que cuesta, más que un departamento en Belgrano, pero le tenía ganas hace tanto… Además, departamento en Belgrano yo ya tengo, dice y se ríe. Nurit Iscar mira el reloj y se pregunta si soportará las horas que tiene por delante. Aquello que no le gustaba de Lorenzo Rinaldi, pero que ella ignoraba porque estaba enamorada de él, se le viene encima todo junto, al medio de la frente, como un piedrazo. ¿Cómo me olvidé de esta parte?, se reprocha. A vos te fue bien, ¿cobraste buena guita por los libros que tenés publicados, no?, pregunta él y confirma los pensamientos de Nurit. Ella no puede creer hacia dónde va esa conversación, ¿habrán sido así sus charlas cuando ella estaba enamorada de él?, ¿habrá el amor -y ella- disfrazado las conversaciones e intereses de Lorenzo Rinaldi con inteligencia e importancia?, ¿o él se habrá cuidado de no mostrarse tan imbécil? Nurit suspira y deja que se le pierda la vista por la ventanilla. ¿Seguís cobrando derechos, no?, insiste Rinaldi. Nurit Iscar quisiera no contestar, pero sabe que es mejor hacerlo; si no, él seguirá preguntando: Algo, dice. ¿Cuánto es algo?, pregunta él. Ah, no, piensa ella, no podés ser tan pelotudo. No sé, Lorenzo, le dice, si querés cuando llego a casa te reenvío la última liquidación de la editorial. Pero él, sin hacerse cargo de la ironía de Betibú, sigue: ¿y cuánto te podrían dar por el anticipo de tu próxima novela? Nurit Iscar mira otra vez el reloj. En dólares, completa él, porque además vos te podés hacer valer, podés presentársela a varias editoriales y que se maten por el manuscrito, dárselo al mejor postor. Como una especie de licitación, decís vos, ironiza Nurit, pero él lo toma como una descripción de la realidad. Sí, una licitación de la publicación de tu nueva novela, eso mismo. No hay nueva novela, dice ella. ¿Todavía no? No va a haber, dejé de escribir. Me estás jodiendo. No, estoy hablando en serio, ¿no te pareció raro que en estos años no saliera una nueva novela mía? No, supuse que habrías quedado medio golpeada con el asunto de la última y que por eso te tomabas más tiempo. No le fue bien a tu última novela, ¿no? No, no le fue bien. ¿Cómo era que se llamaba? Sólo si me amas. Sólo si me amas, cierto; pero igual te habrán pagado anticipo, dice Rinaldi, ellos no sabían cómo le iba a ir al libro. Nurit no responde, se dice a ella misma por enésima vez: qué hago yo acá. Mira el reloj. Yo no sé cómo vos que tenías tan claro lo que había que meter en una novela para que le vaya bien, te corriste de ese lugar, le dice Rinaldi. Nurit siente muchas ganas de darle una cachetada. Infinitas ganas. Y no lo disimula. Pero él, a quien le cuesta darse cuenta de lo que le pasa al otro, sigue: De todos modos, que te hayas equivocado una vez no quiere decir que no tengas el don. ¿Cuál don?, le pregunta Nurit con un fastidio indisimulable. El de saber qué hay que poner en un libro para que la gente quiera comprarlo: un poco de esto, un poco de esto otro. ¿Por qué no te vas al carajo, Rinaldi? Epa, qué pasó, se sorprende él. Mirá, yo no voy a discutir con vos por qué escribo, qué escribo y cómo escribo, porque vos de eso no entendés, dice ella y lo dice con tal firmeza que por primera vez Rinaldi repara en que Nurit Iscar está molesta. Bueno, parece que no empezamos bien, dice él. No, no empezamos bien, dice ella. Salen de La Maravillosa en silencio, después de dar algunos datos en la barrera. Luego, ya en la ruta, él intenta recomenzar con comentarios de rutina: la lluvia, los restaurantes de la zona, el último informe de Nurit, los negociados en los que estaría metido el Presidente, el estado desastroso en el que se encuentra el país -a su criterio, el criterio de Lorenzo Rinaldi, aunque lo diga como verdad revelada e irrefutable-, la sensación de estar perseguido por el gobierno -soy un perseguido político, dijo-, el hecho de que esa persecución en lugar de acobardarlo le genera más adrenalina. Ella no comparte casi nada de lo que escucha de Rinaldi, ni acerca del Presidente, ni del país, ni de los supuestos riesgos que corre por el ejercicio de la profesión. Nada. Ni siquiera coincide en lo que él opina acerca de los restaurantes de la zona. Pero Nurit Iscar calla, sabe que no vale la pena darle su opinión. Sabe que Lorenzo Rinaldi no puede ni siquiera sospechar que ella piense tan diferente. Si ella es inteligente, si ella es profesional, si ella se acostó con él, ¿cómo va a pensar así?, ¿cómo no se va a dar cuenta de cuál es la realidad? Hoy, la realidad es una entelequia. Una construcción teórica. Si ella mencionara que “su” realidad es tan distinta de la realidad de él, entrarían en una discusión sin sentido ni final. Lorenzo Rinaldi trataría de convencerla, aunque ella no a él. ¿Cómo pudo estar tan enamorada de alguien que hoy siente tan lejano, de alguien con quien hoy no puede ni siquiera compartir una conversación trivial en un auto? ¿Cuáles son los mecanismos del amor que hacen que uno no vea lo que no quiere ver? Porque eso que es hoy Lorenzo Rinaldi lo fue también hace tres años. No tiene dudas. Sin embargo, ella, entonces, sólo vio lo que de él le atraía. ¿Qué le atraía? Sus manos, su voz, eso es cierto. ¿Pero alcanzan una voz y un par de manos para que una mujer caiga muerta a los pies de un hombre? Si hoy ella, Nurit Iscar, tuviera que decir qué la enamoró de Lorenzo Rinaldi, diría, porque eso es lo que cree, que la enamoró que él estuviera enamorado de ella. O al menos que él dijera eso. Muy enamorado, decía. Lo repitió hasta último momento. Y que Nurit le haya creído. Eso, sentir que una mujer, ella, bautizada por él Betibú, nombrada por él, le despertara pasiones, amor, cariño, necesidad del otro a ese hombre, la enamoró. Algo que Nurit Iscar ya no sentía que le pasara desde hacía rato en su matrimonio. Y a eso apostó. A estar enamorados. ¿Se equivocó?, se pregunta mientras mira por la ventanilla y Rinaldi le habla de la pérdida de ventas desde que aparecieron los diarios on line. No, no se equivocó en apostar. Pero se equivocó en la apuesta. Había que intentarlo y eso hizo, probar si quedaba en su cuerpo algo de lo que había sentido cuando era joven, cuando el amor, la pareja, el matrimonio eran aún un misterio en el que ella quería creer. Y quedaba. ¿Queda aún? No lo sabe. ¿Cómo está tu mujer?, pregunta Nurit en medio de una frase de Rinaldi acerca del aumento de los costos de los insumos en los diarios. Bien, dice él, bien. ¿Qué es de su vida?, insiste ella como si hablara de una conocida, de alguien lejano pero que le despierta interés, aunque el verdadero propósito de sus preguntas no es ningún interés real acerca de la mujer de Rinaldi, sino establecer que él tuvo, tiene y tendrá, siempre, mujer. Está prácticamente instalada en Bariloche, le cuenta él. Tenemos ganas de retirarnos ahí. Cuando llegue el retiro, claro, no ahora. Compré unos terrenos, a un precio increíble, una sucesión con problemas que terminamos arreglando por monedas, y nos hicimos una casa al pie de un cerro con vista al lago, un lugar soñado. Soñado, repite. ¿Soñado por quién?, se pregunta Nurit, ¿por Lorenzo Rinaldi?, ¿por la mujer de Lorenzo Rinaldi?, ¿por el finado que dejó la sucesión con problemas?, ¿por la gente que es como ellos? Cuando alguien dice “soñado”, ¿es que supone que todos tenemos el mismo sueño? El lote era muy grande, loteamos, hicimos cabañas y Marisa -el nombre la perturba, ya no se trata de hablar de “la mujer de Rinaldi”, sino de alguien que tiene un nombre, Marisa, nombre que mientras Nurit y Lorenzo Rinaldi tuvieron una relación evitaban, ambos, siempre, pronunciar- se ocupa de administrarlas. Está muy entretenida allá, porque además tiene animales y plantas y eso a ella le encanta. Yo voy cada tanto, ella viene cada tanto. Un lugar soñado, vuelve a decir. Una pesadilla, piensa ella. A unos veinte kilómetros del Centro Cívico, ¿conocés? Bariloche sí, tu lote no creo. Ya casi recuperamos la inversión, algunas cabañas las alquilamos pero otras las vendimos a un precio tres o cuatro veces mayor, fue un muy buen negocio, tremendo negocio. Nurit mira otra vez por la ventanilla, en silencio.

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