Claudia Piñeiro - Betibú
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El Tribuno, uno de los diarios más importantes del país, deja de lado por unos días su enfrentamiento con el gobierno para cubrir a fondo la noticia. Al escenario del crimen, envía a Nurit Iscar, una escritora retirada, y a un periodista joven e inexperto. Y aunque el antiguo jefe de la sección Policiales, Jaime Brena, ha sido desplazado por sacar los pies del plato, decide involucrarse en el caso y ayudar a su reemplazante y a Nurit, a quien admira en secreto.
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Jaime Brena imprime los mails que le reenvía el pibe de Policiales, los lee, los dobla y se los guarda en un bolsillo. Toma su anotador Congreso y anota encolumnados cada uno de los muertos que tiene el caso hasta ahora, una flecha que sale de cada nombre, y la causa de su muerte en otra columna sobre el margen derecho, en algunos casos con aclaraciones entre paréntesis. Pedro Chazarreta, flecha, degollado (igual que su mujer). Gandolfini, flecha, accidente automovilístico. Bengoechea, flecha, accidente de esquí. Luis Collazo, flecha, vive aún. Brena recuerda que Gladys Varela habló de cuatro hombres en la foto; o cinco, se corrigió; ¿o seis?, se preguntó después. Por eso agrega dos posibilidades más, para abarcar la alternativa de máxima: Desconocido 1, flecha, ¿vive aún? Desconocido 2, flecha, ¿vive aún? Jaime Brena se queda mirando su cuadro sinóptico ad hoc. Sabe que ese dibujo le dice algo que todavía él no puede escuchar. O ver. O descifrar. Mira los nombres, mira las flechas una debajo de otra, mira las causas de muerte. ¿Qué hilo une a cada una de esas muertes además de una foto? ¿Cuál es el patrón? ¿Cuál es la melodía que toca el asesino? ¿Por qué piensa en una melodía y en un asesino si la mayoría de esas muertes fueron accidentes? ¿Lo fueron? Los hechos dicen que sí. El único caso producto de un crimen es el de la muerte de Chazarreta. Piensa. Otra vez se pregunta: ¿Qué dicen esos nombres, qué dicen esas muertes?, ¿qué dice el azar o la casualidad o el destino cuando tres personas, de las pocas que fueron retratadas en una foto antigua que desapareció de su marco, están muertas? Piensa. Suena el portero eléctrico. Va a la cocina, levanta el auricular, dice: Bajo, y corta. Sabe que es el pibe de Policiales aunque no puede escucharlo, hace meses que no funciona bien ese aparato y no logra que el encargado del edificio lo haga arreglar. Cuando el timbre del portero eléctrico suena, él puede atender pero no escuchar a quien habla desde abajo. Va a tener que darle una propina mayor al encargado, el portero eléctrico no le importa demasiado, pero cuando se rompa alguna otra cosa, se va a lamentar. Busca su campera de cuero negro y una gorra del mismo material que hace mucho que no usa. Se la calza en la cabeza, se mira en el espejo del baño. Siente que al ponérsela, de alguna manera, se está camuflando. Se ríe de sí mismo. Con esa gorra, los años que pasaron desde su última intervención en un programa de televisión y los kilos que aumentó desde entonces, bien puede discutirle a cualquiera que él, ese hombre que ahora se mira en el espejo, no es Jaime Brena. El portero eléctrico vuelve a sonar cuando Brena está abriendo la puerta de su departamento, así que no se detiene a calmar la supuesta impaciencia del pibe de Policiales, sino que sale y se mete en el ascensor. Pero cuando llega a la planta baja lo que ve del otro lado de la puerta del edificio lo sorprende: Karina Vives, con los ojos rojos. Jaime Brena se apura a abrirle y dice: ¿Qué pasa, linda? Pero ella no responde, se cuelga de su cuello y llora sin consuelo. Él la deja llorar. Hace tiempo que entendió que cuando una mujer llora, lo mejor no es solucionarle el problema sino dejarla tranquila que se desahogue. De a poco la lleva hasta un sillón que hay en el palier, se sienta y la hace sentar junto a él. ¿Qué pasa?, vuelve a preguntar Jaime Brena cuando ella logra hacer más espaciada la frecuencia de hipos y suspiros. Estoy embarazada, le dice la chica. Él la mira. Espera sin decir nada para dar tiempo a que ella agregue algo, pero ella no lo hace. Él todavía espera un poco más. Se le cruzan por la cabeza preguntas que no hace, se le cruzan algunas que nunca haría. Si Karina Vives no menciona quién es el padre, él no va a hacer esa pregunta, por ejemplo. Jaime Brena le acaricia el pelo. Le sonríe. Ella sigue callada. Él dice: ¿Y qué querés hacer? Ése es el problema, contesta Karina, y luego llora otra vez pero sigue hablando: Que no sé qué hacer, que un día estoy segura de que quiero tenerlo y otro día estoy segura de que no quiero. Jaime Brena le toma las manos. ¿Cómo te puedo ayudar, linda? Así, agarrándome las manos, dice Karina y apoya su cabeza en el hombro de él. Brena cruza un brazo sobre la espalda de la chica, ella se acomoda sobre su hombro y para hacerlo se mueve más cerca de él. Jaime Brena mira hacia la calle y ve al pibe de Policiales, parado detrás del vidrio, mirándolos sin entender de qué se trata la escena que transcurre frente a él. O entendiendo mal. Brena le hace gesto de que espere un minuto. Toma a la chica del mentón y levanta su cara para que ella lo mire: Tengo que ir con el pibe de Policiales a una reunión de trabajo, dice y señala con la mirada hacia la puerta para que ella vea que el pibe está ahí, ¿nos acompañás? La chica gira la cabeza y lo ve. No le cuentes, le dice a Brena. Quedate tranquila, le contesta él. Sin darle más explicaciones, Jaime Brena la levanta y la guía hacia la puerta, abre con las llaves que guardó en el bolsillo de su campera, saluda al pibe de Policiales y, sin tampoco darle a él explicaciones, le anuncia: Ella nos acompaña. Los tres se suben al auto y se dirigen a la cita.
Unos diez minutos después el pibe estaciona el auto en la esquina del bar donde acordaron encontrarse con Roberto Gandolfini. Baja Jaime Brena y ellos -el pibe de Policiales y Karina Vives- se quedan a esperarlo dentro del auto tal como convinieron. Brena cruza la calle y antes de entrar en el bar se detiene en un quiosco a comprar cigarrillos. El pibe de Policiales lo sigue con la mirada, que de regreso queda suspendida sobre la cara de Karina Vives. Ella lo nota y le sonríe. Él se incomoda, como si hubiera sido descubierto mirando a través de la cerradura de una puerta. Para salir del paso, el pibe siente que debe decir algo: Tenés los ojos irritados. Y apenas Karina le responde, él se arrepiente de haberlo dicho: No paro de llorar desde ayer a la noche, contesta la chica. El pibe, ahora menos que antes, no sabe qué decir. Peor en un lugar tan chico, tan íntimo a la fuerza como es el interior de un auto. Es ella la que habla: ¿Ustedes no lloran? ¿Ustedes quiénes?, pregunta él. Ustedes, los hombres. El pibe no responde pero hace un gesto con la boca que podría traducirse como un “no” dubitativo, o “rara vez”, o “alguno llorará pero no es mi caso”. Sin embargo no dice nada de esto, tan sólo sostiene el gesto. ¿Y qué hacen cuando están mal, entonces?, quiere saber Karina. Nos colgamos en la computadora, chat, Facebook, Twitter, esas cosas. Hace poco hice esa misma pregunta y me respondieron: nos tiramos en la cama y hacemos zapping. Le debés haber preguntado a un hombre de otra generación, un tipo más viejo, ¿no? O sea que la tecnología que reemplaza el llanto masculino es un tema generacional, dice Karina. Sí, contesta el pibe. Pero llorar, nunca lloran, ni joven ni viejo, insiste ella. El pibe hace un gesto que no dice nada, y prende la radio en un intento de dar por terminada la conversación que le incomoda.
En el mismo momento en que el pibe logra sintonizar una música que aunque no le gusta demasiado le permite mantenerse callado y fingir que la escucha, Jaime Brena entra en el bar. Mira tratando de adivinar si alguna de las personas que están allí sentadas puede ser Roberto Gandolfini. Dos parejas, una mujer con sus hijos, un hombre joven -casi tan joven como el pibe de Policiales-, una mujer de unos cincuenta años que llora junto a la ventana. De ésa no se va a hacer cargo, demasiada mujer que llora para un domingo a la tarde, piensa Jaime Brena. Irina no lloraba, gritaba, y recién después de tanto grito, a veces, se le saltaban las lágrimas, aunque de bronca. ¿Y por qué aparece Irina, ahora? ¿Por qué aparece cada tanto los domingos por la tarde? Jaime Brena se sienta a una mesa, junto a la puerta. Mira a su alrededor otra vez. Nada. De pronto, un hombre sale del baño hablando por teléfono y se acomoda en otra mesa, en diagonal a él. Dice algo así como Okey, ¿me quedo tranquilo, entonces?, un último esfuerzo y terminamos. Aunque Jaime Brena más que oírlo rescata algunas sílabas y lo demás lo adivina en sus labios. Tranquilo, esfuerzo, terminamos. Brena se lo queda mirando. Es un hombre bajo, de unos cincuenta y tantos años, tal vez un poco joven para ser el hermano de Gandolfini. El hombre cierra su celular y juega con él sobre la mesa, girándolo a un lado y al otro. Usa anteojos, lleva puesta ropa de confección, cara, de buena calidad, pero algo antigua. Los pantalones de cintura demasiado alta, la camisa abrochada hasta el último botón, mocasines clásicos y una campera de sarga beige. Jaime Brena lo estudia con la mirada, el hombre se ve inquieto o hasta nervioso. Ahora saca fotos de un sobre de papel madera. Las observa una a una. ¿Será él?, se pregunta. Tiene que ser él. Esa cara le resulta conocida. Pero Jaime Brena no sabe qué cara luce Gandolfini -ni el hermano muerto ni el hermano vivo-, así que si lo conoce tiene que ser de otro lado. El hombre mira el reloj, agita las fotos en el aire como para darse viento. Jaime Brena está cada vez más seguro de que ese que está allí, en diagonal a él, es el hombre con el que se citó, pero espera un poco más, lo sigue observando, estudiando. Se da cuenta de que al hombre la misma espera lo abruma. Y así, abrumado, finalmente se para, mira a su alrededor y dice, casi grita: Soy Roberto Gandolfini, ¿alguno de ustedes me está esperando? Todos -los clientes del bar, los mozos, el cajero- lo miran como si fuera un loco y quedan alertas, detenidos en sus propias acciones, atentos a lo que el loco pueda hacer. Todos menos Jaime Brena, que también se para y dice: Sí, yo. Y avanza hacia la mesa del hombre. Permiso, ¿me puedo sentar?, pregunta. Sí, claro, siéntese, dice Gandolfini y el bar vuelve a la normalidad. Con apuro guarda las fotos en el sobre, como si todavía no estuviera seguro de si va a mostrárselas o no a ese desconocido. ¿Qué quiere tomar?, le pregunta, y Jaime Brena responde: Una lágrima. El hombre dice: Yo también, y luego sonríe y se queda esperando que Brena diga algo más. Brena lo nota y agrega: Gracias por venir. No por favor, le contesta Gandolfini, me gusta tener la oportunidad de hablar de mi hermano con alguien, fue todo tan rápido, tan inesperado. Bueno, qué accidente no lo es, dice Brena. El hombre lo mira en silencio unos segundos y recién después de una pausa algo incómoda pregunta: Pero usted no era compañero de colegio de ellos, ¿no? No me suena su apellido -el apellido del pibe de Policiales, aunque Gandolfini no lo sepa-. No, yo no fui al colegio con ellos, nos conocimos en el viaje de egresados y quedamos en contacto por un tiempo, pero no con toda la camada sino con el grupo de Chazarreta, Collazo, su hermano. Con la famosa Chacrita, dice Gandolfini. Con la famosa Chacrita, repite Jaime Brena sin saber del todo qué está diciendo. Entonces nosotros también nos conocemos de aquella época, le advierte Gandolfini. ¿En serio? Yo era ese chico insoportable que iba con ellos a todas partes, ¿no se acuerda?, incluso al viaje de egresados. Delirios de mi madre que decía que todo lo que hacía mi hermano lo tenía que hacer yo para que fuera justo, ¿usted puede creer? Un concepto de justicia bastante peculiar. Las madres, a veces, queriendo hacer un bien hacen un daño. ¿Sabe la bronca que me tenía mi hermano?, dice Gandolfini y se ríe. Lo mandan al viaje de egresados con un hermano menor y una niñera para que me cuide. Qué tremenda mi madre, qué tremenda. El hombre se queda un rato con la mirada perdida en sus manos, como si mirarlas le ayudara a recordar. Brena dice: Lamento lo de su hermano. Gandolfini hace una mueca triste, una especie de sonrisa rara, melancólica, y asiente con la cabeza. Sí, fue un accidente tremendo, llovía, a mi hermano le gustaba correr con el auto, ¿sabe? De una manera u otra, todos imaginábamos que algún día iba a morir así. El hombre saca otra vez las fotos y ahora sí se las pasa a Brena. La primera, la que inicia la pila, sospecha él, Jaime Brena, es similar a la que falta en el portarretrato de Pedro Chazarreta: seis compañeros, en un lugar montañoso, probablemente Bariloche, con una bandera del colegio sostenida entre todos: San Jerónimo Mártir. Él vio esa foto en alguna otra parte, está seguro. ¿O será un deja vú? La Chacrita, dice Jaime Brena con la foto en la mano, nunca supe por qué se hacían llamar así. El hombre mira el retrato invertido, sostenido frente a él. Tuvo suerte, se ríe Gandolfini. No entiendo, dice Brena. Nada, un chiste, aclara el hombre y vuelve a su sonrisa melancólica. Brena espera. Se hacían llamar la Chacrita porque en la chacra de los Chazarreta hacían las ceremonias de iniciación. ¿Ceremonias de iniciación?, pregunta Jaime Brena. Bueno, esas cosas que hacen las banditas de pibes para dejar ingresar a alguien, a un nuevo miembro, rituales para pertenecer, dice Gandolfini, pruebas que había que atravesar, esas cosas, pasó tanto tiempo, ya ni me acuerdo. ¿Usted era parte del grupo?, pregunta Brena. ¿De qué grupo? De la Chacrita. Ah, no, no, a mí no me dejaban. Decían que era muy chico. Yo iba a todas partes con ellos como una carga, un impuesto que tenían que pagar para que dejaran ir a mi hermano, pero no me incluían en nada; eso sí, me usaban de cadete cuando podían. Mi hermano me llevaba casi diez años. Y no éramos hijos de la misma madre. Mi padre enviudó y se casó con mi mamá. Al tiempo me tuvieron a mí. Teníamos el mismo padre pero distinta madre. Medio hermanos. Entiendo, dice Jaime Brena. Los dos se quedan en silencio otra vez. Se observan mutuamente sin disimulo. Brena se pregunta de dónde conoce a ese hombre, pero el que lo pregunta primero es Gandolfini. Le veo cara conocida, dice, ¿puede ser que lo conozca de alguna parte? Bueno, responde Jaime Brena y va directo al punto para evitar sospechas, algunos dicen que me parezco a un periodista del diario El Tribuno, me paran en la calle cada tanto porque me confunden con él. Ah, sí, es eso, usted se parece a Jaime Brena. A Jaime Brena, sí. ¿Y a usted puede ser que lo conozca de alguna parte, Gandolfini? Bueno, yo soy desarrollador de empresas, en mi estudio armamos compañías, las ponemos en funcionamiento y después las vendemos. También hacemos estudios de factibilidad, análisis de mercados nacionales e internacionales, trazamos tendencias a futuro, esas cosas, nos consultan mucho, de grandes grupos económicos, incluso algunos políticos, por eso muchas veces estuve en programas de televisión o noticieros donde me llevan a hablar sobre algún aspecto relacionado con lo que sé, con lo que es mi materia, dice el hombre con orgullo indisimulable y remata: Soy un referente en ciertos temas en este país. Temas económicos más que nada, ¿sabe? Sí, sí, ahora que me dice, lo vi en algún programa de cable. Seguramente. Otra vez los dos hombres quedan en silencio y luego Gandolfini apura la charla: ¿Por qué no me hace esas preguntas que le hizo a mi hijo?, aproveche ahora que me tiene enfrente. Bueno, nada, yo más que preguntas quería contactarme con este grupo de amigos de la juventud, saber qué fue de ellos, todo lo que pasó con la mujer de Chazarreta primero y con él después puso algunos recuerdos de aquella época en primera plana. El hombre se lo queda mirando, una mirada que asiente pero a la vez lo penetra, y luego dice: Sí, la muerte de la mujer de Chazarreta nos volvió a conectar a todos, para cuando la mataron hacía tiempo que no nos veíamos. O por lo menos, yo hacía tiempo que no los veía. A mi hermano sí, claro, no tan seguido por las ocupaciones de cada uno, pero estábamos en contacto, sabíamos el uno del otro, éramos familia. Al resto no. Y después las otras muertes, una desgracia tras otra. El hombre detiene el relato y otra vez se queda con la vista perdida en sus manos. Jaime Brena lo observa, el tiempo pasa y parece que Gandolfini no fuera consciente de cuánto rato se mantiene así, en silencio y mirándose las manos. Por fin dice: Lo que es el destino, ¿no? Sí, asiente Brena; luego señala en la foto y dice: Sobre seis amigos, tres muertos. El hombre lo corrige: Tres no, cuatro muertos. Jaime Brena se impacta con la noticia. ¿Cómo que cuatro? El hombre toma la foto y va señalando: Mi hermano en un accidente automovilístico, Chazarreta aparentemente asesinado, Bengoechea en una tonta caída mientras esquiaba y Marcos Miranda, dice y señala al hombre más alto del grupo de amigos, que acaba de morir en Estados Unidos en uno de esos absurdos ataques en los que un tipo se vuelve loco y dispara contra cualquiera que sale de un supermercado empujando un chango con sus compras. ¿Acaba de morir un amigo más? Sí, Marcos Miranda, hace un par de horas, me topé de casualidad con la noticia en la CNN. Un argentino que vivía en New Jersey desde hacía años y que era el CEO de un banco importante. ¿No oyó nada, usted? No, contesta Brena. Ya va a oír, ya va a estar en todos los diarios, es una noticia de esas que nadie se pierde. Por suerte, sólo hubo un par de heridos pero nadie de gravedad, la gente está muy loca hoy día. Sí, dice Brena, la gente está muy loca, y no sale de su asombro. O sea que los únicos dos amigos vivos son Luis Collazo y… ¿cómo es que se llama el otro que se me fue el nombre?, finge Brena. Gandolfini lo mira un instante, se rasca la cabeza como si eso lo ayudara a recordar, lo mira y luego dice: ¿Vicente Gardeu? Eso, Vicente Gardeu, contesta Brena. Gandolfini asiente varias veces con la cabeza, como si acabara de confirmar algo. Y otra vez los dos se quedan en silencio, mirándose, midiéndose, pero esta vez Brena siente que la mirada de Gandolfini cambió, levemente, apenas, pero cambió. Gandolfini busca la hora en su reloj. Bueno, si no tiene nada más que preguntar, dice y empieza a guardar las fotos. Brena lo detiene: Preguntar no, pero dígame, ¿hay alguna posibilidad de que usted me preste esta foto para yo saque una copia y luego se la devuelva? No, mire, es uno de los pocos recuerdos de mi hermano y sus amigos que me quedan, dice Gandolfini. Para mí sería muy importante, insiste Brena, me gustaría quedarme también con ese recuerdo. No es una buena foto, dice el hombre, es una foto sacada así nomás. Eso es lo de menos. No, disculpe, esta foto no, si quiere otra lo pienso, pero ésta no. Gandolfini cierra el sobre con las fotos como dando por terminado el asunto, luego mete la mano en un bolsillo interno de la campera, saca un tarjetero y le da su tarjeta personal. Por cualquier cosa, por si me quiere consultar algo por una vía más directa que el Facebook. Okey, muchas gracias, acepta Brena. Un último favor, ¿me deja ver la foto una vez más? El hombre duda, pero finalmente mete la mano en el sobre y se la da. Jaime Brena la observa como si quisiera retenerla en su memoria. Está seguro de que vio esa foto en alguna parte. Está seguro. Se maldice por su memoria que fue implacable, pero que siente que desde hace un tiempo empezó a palidecer. Gandolfini estira la mano como para que le devuelva la foto. Él se la da. Gracias, dice Jaime Brena, y déjeme que pague el café, vaya tranquilo. Me parece un trato justo, dice el hombre, usted pague el café, y se va.
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