No pasó nadie en todo el día. Por la tarde fue una vez más en busca del otro caballo. Pensó que quizá habría ido aguas arriba o que se lo habrían llevado los bandoleros, pero el caso es que nunca más volvió a verlo. Al anochecer las cerillas estaban secas y encendió un fuego y puso unos frijoles a cocer y se sentó frente a la lumbre y escuchó correr el río en la oscuridad. La luna color de algodón que durante el día había estado en el este salió allá en lo alto y él se quedó tumbado sobre las mantas vigilando si algún pájaro pasaba por delante de la luna camino del norte, pero si alguno pasó no pudo verlo, y al cabo de un rato se durmió.
De noche mientras dormía Boyd se acercaba y se acuclillaba junto a las ascuas del fuego como había hecho centenares de veces y sonreía con su dulce sonrisa que no era del todo cínica y se quitaba el sombrero y lo sostenía ante él y lo miraba. En el sueño Billy sabía que Boyd estaba muerto y que el asunto de su fallecimiento debía ser enfocado con cierta cautela, pues lo que en vida era circunspecto debía serlo doblemente en la muerte y él no tenía forma de saber qué palabra o qué gesto podían sustraerlo de nuevo a aquella nada de la cual había venido. Cuando por fin se decidía a preguntarle qué se sentía estando muerto Boyd sonreía y miraba hacia otro lado y no respondía. Hablaban de otras cosas y él procuraba no despertar del sueño, pero el espectro se difuminaba y se desvanecía. Entonces despertó y se quedó contemplando las estrellas a través del zarzal de ramas de los árboles e intentó dilucidar qué sitio podía ser aquel donde se encontraba Boyd, pero Boyd estaba muerto y hecho una piltrafa envuelto en el petate aguas arriba entre los árboles, y Billy bajó la cara y se echó a llorar.
Por la mañana lo despertaron los gritos de unos arrieros y el crujir de látigos y unos cánticos vehementes en el bosque que había río abajo. Se calzó las botas y se acercó a Niño, que yacía entre la hojarasca. La manta que había temido encontrar rígida y fría subía y bajaba con la respiración del caballo, que lo miró con un ojo cuando él se arrodilló a su lado. Un ojo en el que aparecían ahuecados el cielo y los árboles y su propia cara al acercarse. Billy puso la mano sobre el pecho del animal donde el barro se había apelmazado y agrietado. El pelo estaba tieso y cerdoso debido a que la sangre se había secado. Acarició la musculosa paletilla y le habló en voz baja y el caballo espiró lentamente por los ollares.
Fue otra vez a buscar agua con el sombrero pero Niño no podía beber sin levantarse. Billy se sentó, le humedeció la boca con la mano y escuchó a los arrieros acercarse por el camino; al cabo de un rato se levantó y salió a buscarlos.
Aparecieron entre los árboles con una yunta de seis bueyes uncidos y ataviados con ropas que él jamás había visto. Debían de ser indios o gitanos por los vivos colores de sus camisas y los ceñidores que llevaban puestos. Conducían los bueyes con fustas de yóquey y los bueyes se afanaban y balanceaban en sus arreos y su aliento humeaba en el aire frío de la mañana. Detrás de ellos, sobre una balsa casera hecha de maderos recién aserrados y transportado sobre ejes viejos de camión, iba un aeroplano. Era un modelo muy antiguo; estaba desmontado y las alas sujetas mediante cuerdas al fuselaje. El timón de dirección encajado en su aleta iba de acá para allá con pequeños movimientos erráticos a merced de las sacudidas de la balsa, como si estuviera haciendo correcciones de la trayectoria, y los bueyes se balanceaban de mala manera en sus arneses y los mal emparejados neumáticos de caucho se arrugaban ligeramente sobre las piedras y entre la maleza que crecía a los lados del angosto sendero.
Los boyeros al verlo levantaron la mano y lo saludaron. Casi como si hubieran estado esperando topar de un momento a otro con él. Lucían collares y brazaletes de plata y algunos llevaban aretes de oro en las orejas y lo llamaron a voces y señalaron aguas arriba un trecho llano y herboso en el recodo del río, donde se detendrían y podrían hablar. El avión no era mucho más que un esqueleto con jirones descoloridos de tela del color del ruibarbo estofado pegadas a las costillas de fresno curvadas al vapor, y dentro podían verse los alambres y cables que corrían a popa hasta los timones de dirección y profundidad y el resquebrajado, abarquillado y descolorido cuero de los asientos, y en sus opacos engastes de níquel el cristal de las esferas de instrumentos que las arenas del desierto habían pulido hasta volverlos glauco y turbio. Los montantes de las alas iban atados en paquetes, las aletas de la hélice dobladas hacia atrás a lo largo de la cubierta del motor y las riostras de aterrizaje plegadas bajo el fuselaje.
Pasaron de largo y se detuvieron en el llano, dejaron al más joven al cuidado de los animales y luego volvieron a bajar por el camino liando cigarrillos y pasándose a modo de encendedor un cartucho vacío del calibre 50 en el que ardía un trozo de estopa. Eran gitanos de Durango y lo primero que preguntaron fue qué le pasaba al caballo.
Respondió que el caballo estaba herido, según creía de gravedad. Uno de los gitanos preguntó cuándo había ocurrido aquello y él dijo que el día anterior. El hombre mandó a uno de los jóvenes a la balsa y unos minutos después volvió con una vieja mochila de lona. Luego se dirigieron todos entre los árboles a ver al caballo.
El gitano se arrodilló en la hojarasca y lo primero que miró fue los ojos del animal. Después retiró con la punta de los dedos el barro agrietado que cubría el pecho del caballo y examinó la herida. Miró a Billy.
Herida de cuchillo , dijo Billy.
El gitano no alteró la expresión de su cara ni apartó los ojos de Billy. Billy miró a los otros. Estaban en cuclillas en torno a Niño. Pensó que si el caballo moría tal vez se lo comerían. Dijo que un demente de una banda de cuatro ladrones había agredido al caballo. El hombre asintió. Se pasó la mano por el mentón. No volvió a mirar al caballo. Le preguntó a Billy si deseaba venderlo y Billy supo por primera vez que el caballo iba a vivir.
Se quedaron en cuclillas, mirándolo. Él miró al boyero. Dijo que el caballo había pertenecido a su padre y que no podía desprenderse de él, y el hombre asintió y abrió la mochila.
Porfirio , dijo. Trae agua .
Miró por entre los árboles hacia el campamento de Billy, donde una ligera espiral de humo aparecía inmóvil como una soga en el aire matutino. Le dijo al otro hombre que pusiera a hervir el agua y luego miró otra vez a Billy. Con su permiso , dijo.
Por supuesto .
Ladrones .
Sí. Ladrones .
El boyero miró al caballo. Señaló con la barbilla hacia el árbol junto al cual estaban guardados los restos de Boyd.
¿ Qué tiene ahí ?, preguntó.
Los huesos de mi hermano .
Huesos , dijo el gitano. Se volvió y miró en dirección al río, hacia donde había ido su hombre con el cubo. Los otros tres seguían agachados a la espera. Rafael , dijo. Leña. Se volvió hacia Billy y sonrió. Echó un vistazo a la pequeña arboleda y se puso la palma de la mano en la mejilla como quien acaba de recordar que ha olvidado alguna cosa. En un índice llevaba un afiligranado anillo de oro y piedras preciosas y del cuello le colgaba una cadena dorada. Sonrió de nuevo e indicó por gestos que fueran hacia la lumbre.
Cogieron leña, avivaron el fuego y fueron a buscar piedras para hacer un trípode sobre el cual pusieron a hervir el cubo con agua. Dentro del cubo había en remojo varios puñados de pequeñas hojas verdes y el aguador había cubierto el cubo con lo que a primera vista parecía un viejo platillo musical metálico. Todos se sentaron en torno al fuego y contemplaron el cubo, cuyo contenido al cabo de un rato empezó a humear entre las llamas.
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