Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Billy volvió a la tumba. La caja había caído y vio los restos de Boyd, vestido para su funeral entre las tablas rotas. Se sentó en la tierra. El sol se había puesto. El caballo esperaba al extremo de la cuerda. De repente sintió frío y se levantó, se llegó a la tapia, cogió su camisa, se la puso y volvió.

Podrías volver a meter toda esa tierra, dijo. No tardarías ni una hora.

Fue hasta las alforjas, sacó sus cerillas, volvió, encendió una y la sostuvo en alto sobre la tumba. La caja estaba en una posición precaria. Un olor a humedad, a bodega, subía de la tierra oscura. Apagó la cerilla y se acercó al caballo, deshizo el nudo de la cuerda y regresó mientras la arrollaba con la mano. En medio del crepúsculo azul y sin viento se quedó quieto con la cuerda arrollada y miró hacia el norte, donde las primeras estrellas brillaban bajo el cielo encapotado. Bueno, dijo. Puedes hacerlo.

Hizo pasar el cabo de la cuerda hasta soltarlo del ataúd y dejó la cuerda sobre el montón de tierra excavada. Luego cogió la pala y con la hoja separó una larga astilla de madera de una tabla rota y la golpeó contra la caja para que saltara la tierra floja y encendió un fósforo; la astilla prendió y él la apoyó oblicua en el suelo. Por último bajó a la sepultura e iluminado por la pálida y fluctuante luz empezó a apartar las tablas ayudándose con la pala y fue arrojándolas a un lado hasta que los despojos de su hermano quedaron a la vista, arreglado sobre una plataforma de trapos en putrefacción, perdido como de costumbre entre sus ropas.

Hizo pasar de nuevo el caballo por la verja, se apeó, divisó el caballo de carga más al sur, volvió a montar, fue por el animal y lo guió hasta la tumba. Desmontó, desató el petate y lo desplegó en el suelo y luego soltó la lona impermeable y la extendió. No soplaba viento y su improvisado cirio seguía encendido a un lado de la tumba. Bajó a la excavación, cogió a su hermano en brazos y lo izó. No pesaba nada. Arregló sus restos sobre el petate y los plegó para hacer un paquete que ató por los extremos con cordel mientras el caballo esperaba observándolo. De la carretera de grava le llegó el gemido de un camión cuyos faros subieron y barrieron lentamente el páramo y los pelados promontorios; luego el camión pasó dejando una pálida estela de polvo y se alejó rechinando hacia el este.

Para cuando hubo rellenado la tumba era casi medianoche. Niveló la tierra con sus botas y luego cogió la pala y volvió a echar encima las piedras sueltas; por último cogió la cruz que había dejado apoyada en la tapia, la fijó en las piedras y apiló más piedras alrededor para aguantarla. La antorcha de madera se había apagado hacía rato y Billy la cogió por el extremo carbonizado y la arrojó por encima de la tapia. Hizo otro tanto con la pala.

Levantó a Boyd, lo puso de través sobre la caja y arrolló las mantas de su petate y las colocó atravesadas sobre la grupa del caballo y lo sujetó todo por debajo. Después fue a buscar su sombrero, se lo puso, recogió la cantimplora, la colgó por la correa al borrén de la silla, montó y dio media vuelta. Así permaneció un minuto, echando una última ojeada. Luego volvió a apearse. Se acercó a la tumba, arrancó la cruz de madera, la llevó hasta el caballo de carga y la ató a las horquetas del lado izquierdo de las angarillas. Volvió a montar y llevando al caballo de carga de las riendas salió del cementerio por la verja y se puso en camino. Cuando llegó a la carretera asfaltada la cruzó y marchó a campo traviesa hacia la cuenca del Santa María, siempre con la estrella Polar a su derecha y volviéndose de vez en cuando para ver cómo iba el paquete que contenía los despojos de su hermano. Los pequeños zorros del desierto ladraban. Los pequeños dioses de aquel país seguían su rastro mientras avanzaba casi a oscuras. Quizá registrando su nombre en su viejo diario de cosas fútiles.

A las dos noches de cabalgada divisó las luces de Casas Grandes hacia el oeste y la pequeña ciudad fue menguando sobre el llano a medida que la dejaba atrás. Cruzó la vieja carretera que venía de Guzmán y Sabinal, llegó al río Casas Grandes y tomó el camino de sirga hacia el norte. En las primeras horas de la mañana, cuando aún no había clareado del todo, pasó por el pueblo de Corralitos, semiabandonado, medio en ruinas. Las casas del pueblo tenían troneras para defenderse de los desaparecidos apaches. Las desnudas escombreras oscuras y volcánicas se recortaban contra la línea del horizonte. Cruzó la vía del tren y como una hora más al norte cuatro hombres salieron decididos de un bosquecillo y detuvieron sus monturas en el camino delante de él.

Billy sofrenó el caballo. Los jinetes esperaron en silencio. Los oscuros animales que montaban levantaron los hocicos como para rastrearlo en el aire. Al otro lado de los árboles la forma lisa y brillante del río parecía un cuchillo. Billy miró detenidamente a los jinetes. No los había visto moverse, pero parecía que estaban más cerca. Estaban divididos en grupos de dos.

¿ Qué lleva ahí ?, preguntaron.

Los huesos de mi hermano .

Permanecieron callados. Uno de los hombres se separó de los otros y se adelantó a caballo. Por dos veces cruzó el camino. Cabalgando muy erguido, casi coqueto. Como en una doma siniestra. Detuvo su caballo prácticamente al alcance de la mano y se inclinó con los antebrazos cruzados sobre la perilla de su silla.

¿ Huesos ?, dijo.

Sí .

El sol empezaba a asomar detrás de él y su rostro era una sombra bajo el ala de su sombrero. Los otros jinetes eran figuras aún más oscuras. El jinete se irguió en su silla y miró hacia los otros. Luego se dirigió a Billy.

Ábralo , dijo.

No .

¿ No ?

Bajo el ala del sombrero apareció un destello blanco. Como si hubiera sonreído. Lo que había hecho era coger las riendas de su caballo con los dientes. El siguiente destello fue un cuchillo salido de algún lugar de su ropa que captó la luz al girar por un instante como un pez en el fondo de un río. Billy echó pie a tierra por el lado izquierdo de su caballo. El bandolero agarró la cuerda del caballo de carga pero este se repropió y bajó la grupa y el hombre espoleó a su caballo y dio un tajo a las cuerdas con su cuchillo mientras el caballo de carga se agitaba al extremo de la cuerda de guiar. Uno de sus compinches soltó una carcajada, y el hombre blasfemó, tiró del caballo de carga, ató de nuevo la cuerda de guiar al borrén de su silla y cuando tendió el brazo para cortar las cuerdas hizo caer la plataforma de huesos en el suelo.

Billy estaba intentando deshacer el nudo del faldón de la alforja a fin de sacar su pistola, pero Niño giró sobre sí mismo, piafó y dio varios pasos hacia atrás cabeceando. El bandolero desató y arrojó a tierra la cuerda de guiar y desmontó. El caballo de carga dio media vuelta y se alejó al trote. El hombre se inclinó sobre la forma amortajada que había en el suelo y descosió de un solo tajo cuerdas y petate de punta a punta y de una patada apartó la envoltura dejando al descubierto, en el gris de la luz, el flaco esqueleto de Boyd dentro de su holgada chaqueta con las manos cruzadas sobre el pecho, las manos resecas con los huesos impresos en la piel coriácea, yaciendo con la cara demacrada vuelta hacia el cielo y abrazado a sí mismo como frágil ser aterido en aquel amanecer indiferente.

Hijo de puta, dijo Billy. Hijo de puta.

¿ Qué es esto ?, dijo el hombre. ¿ Un engaño ?

Dio una patada a aquella cosa disecada. Se volvió cuchillo en mano.

¿ Dónde está el dinero ?

Las alforjas, dijo en voz alta uno de los jinetes. Billy había pasado bajo el cuello de Niño y trataba de alcanzar otra vez el faldón de la alforja por el lado izquierdo del caballo. El bandolero abrió de un tajo el petate que tenía a sus pies, lo apartó de un puntapié y lo pisoteó y luego de volverse agarró las riendas de Niño. Pero el caballo debió de vislumbrar que algo demoníaco se había desatado entre ellos pues se empinó y retrocedió, y al hacerlo pisoteó los restos de Boyd y se empinó de nuevo y escarbó la tierra y el bandolero perdió el equilibrio y una pezuña delantera le alcanzó el cinturón y se lo arrancó desgarrándole la parte delantera de los pantalones. El bandolero salió a gatas de debajo del caballo, blasfemó desesperado y trató de coger de nuevo las riendas que se balanceaban; los que estaban detrás rieron y antes de que nadie pudiera pensar que ocurriría cosa semejante hundió su cuchillo en el pecho del caballo.

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