¿ Qué piensa usted ?, preguntó. Billy dijo que no tenía otro punto de vista aparte del que ya había expresado. Dijo que tanto si la vida de un hombre estaba escrita en algún libro como si iba tomando forma día tras día la vida era la misma, puesto que solo había una realidad, que era vivir esa vida. Dijo que si bien era verdad que cada hombre determinaba su propia vida también lo era el que no podía darle otra forma que la que tenía pues ¿cuál sería entonces esa forma?
Bien dicho , exclamó el hombre. Contempló el paisaje. Dijo que podía leer los pensamientos. Billy no quiso mencionar que por dos veces el hombre le había preguntado cuáles eran los suyos. Le pidió que le dijera qué estaba pensando en aquel momento, pero el hombre dijo que los pensamientos de ambos eran idénticos. Luego dijo que él no guardaba rencor hacia ningún hombre por asuntos de faldas, pues las mujeres eran propiedad de a pie que podía ser confiscada y que solo se trataba de un juego que los hombres de verdad no debían tomar en consideración. Dijo que no tenía en gran estima a los hombres que mataban por una prostituta. En cualquier caso, dijo, la puta estaba muerta y el mundo seguía girando.
Sonrió de nuevo. Tenía algo dentro de la boca; se lo pasó a un carrillo, se escarbó los dientes y volvió a pasarlo al otro carrillo. Se llevó la mano al ala del sombrero.
Bueno , dijo. El camino espera .
Se tocó otra vez el sombrero, espoleó su caballo y lo sofrenó repetidas veces hasta que el caballo puso los ojos en blanco, se acodilló, piafó y finalmente salió al trote entre los árboles en dirección a la carretera, donde rápidamente desapareció de la vista. Billy sacó la pistola de la mochila , y abrió el seguro con el pulgar, hizo girar el cilindro, comprobó la recámara y luego bajó el percutor con el pulgar y se quedó un buen rato escuchando, a la espera.
El día 15 de mayo, según el primer periódico que veía en siete semanas, llegó de nuevo a Casas Grandes, dejó su caballo en un establo y se alojó en el hotel Camino Recto. Por la mañana se levantó y se dirigió al baño por el pasillo embaldosado. Cuando volvió a su habitación permaneció junto a la ventana donde la luz de la mañana entraba sesgada iluminando los cordeles de la gastada alfombra que cubría el suelo y escuchó la voz de una chica que cantaba en el jardín. Estaba sentada en un mantel de lona blanca y sobre el mantel había montones de nueces o pacanas. La chica tenía una piedra plana entre las rodillas y estaba partiendo nueces con una mano de mortero, y mientras lo hacía cantaba. Inclinada hacia delante, con el negro cabello tapándole las manos, trabajaba y cantaba. Cantaba:
Pueblo de Bachiniva
Abril era el mes
Jinetes armados
Llegaron los seis
Aplastaba las cáscaras entre la piedra y la mano de piedra, separaba los frutos y los arrojaba dentro de un tarro que tenía al lado.
Si tenía miedo
No se le veía en la cara
A cuantos iban llegando
El güerito los esperaba .
Desprendía con sus dedos esbeltos los frutos de las cáscaras, esos hemisferios delicadamente agrietados en los que están escritas todas las características del árbol que los produjo, todas las características del árbol que llegarían a producir. Luego volvió a cantar las dos estrofas. Él se abotonó la camisa, cogió el sombrero, bajó por la escalera y salió al patio. Cuando ella lo vio venir por el adoquinado dejó de cantar. Billy se tocó el sombrero y le dio los buenos días. La chica alzó la mirada y sonrió. Debía de tener unos dieciséis años. Era muy bonita. Él le preguntó si sabía más estrofas de aquel corrido, pero ella respondió que no. Dijo que era un corrido muy antiguo. Dijo que era muy triste y que al final el güerito y su novia morían el uno en brazos del otro porque se quedaban sin munición. Dijo que al final, cuando los hombres del patrón se marchaban a caballo, la gente acudía desde el pueblo y llevaba al güerito y a la novia a un lugar secreto donde les daban sepultura, y los pajaritos se iban volando, pero no recordaba toda la letra y, además, le avergonzaba el que él hubiera estado escuchándola. Billy sonrió. Le dijo que tenía una voz muy bonita, y ella apartó la cara e hizo chasquear la lengua.
Billy se quedó mirando las montañas que se elevaban hacia el este, al otro lado del patio. La chica lo observó.
Déme su mano , dijo.
¿ Mande ?
Déme su mano. Ella le tendió la suya con el puño cerrado. Él se acuclilló y la chica le dio un puñado de pacanas sin cáscara y luego le cerró la mano con la suya y echó un vistazo alrededor como si aquel fuera un regalo secreto y alguien pudiera mirarlos. Ándale pues , dijo. Él le dio las gracias, se levantó, cruzó el patio y subió a su cuarto; cuando miró otra vez por la ventana la chica se había ido.
En días sucesivos cabalgó por la cuenca alta del Babícora. Encendía su fuego en un marjal resguardado y algunas noches salía a caminar por los prados y se tumbaba en el suelo en medio del silencio del mundo y estudiaba el ardiente firmamento allá en lo alto. Aquellas noches, cuando volvía a pie a menudo pensaba en Boyd, pensaba en él sentado junto a una lumbre igual que esa, en una región igual que esa. El fuego en la bajada era poco más que un resplandor, oculto en la tierra como un secreto vislumbre del núcleo ardiente del planeta abriéndose paso hacia la oscuridad. Se consideraba una persona sin vida previa. Como si de algún modo hubiese muerto años atrás y estuviera siempre buscando otro ser sin historia, sin una vida perceptible por delante.
En ocasiones vio grupos de vaqueros cruzar los prados de la meseta, montados a veces en mulos por su destreza para andar por el monte, y a veces conduciendo bueyes. Las noches eran frías en las montañas, pero ellos vestían ropas ligeras y para dormir solo contaban con sus sarapes. Los llamaban mascareñas por las reses de cara blanca que se crían en el Babícora, y los llamaban agringados porque trabajaban para el hombre blanco. Cruzaban en silencioso desfile por los taludes y subían por los desfiladeros rumbo a las vegas cubiertas de pasto, montando con aquella pasmosa habilidad suya y el sol bajo reflejándose en las tazas de hojalata que llevaban atadas a sus sillas de montar. Por la noche veía sus fuegos arder en la montaña, pero nunca se acercó a ellos.
Una tarde, justo antes del anochecer, llegó a una carretera y torció en dirección al oeste. El sol rojo que ardía ante él por la amplia garganta se desprendió de su contorno y fue lentamente absorbido hasta iluminar todo el cielo con un intenso arrebol. Cuando llegó la oscuridad sobre el llano quedó la solitaria luz amarilla de una vivienda y Billy siguió cabalgando hasta que llegó a una pequeña cabaña maltratada por la intemperie; se detuvo sin desmontar frente a la puerta y llamó en voz alta.
Un hombre salió al porche. ¿ Quién es?, preguntó.
Un viajero .
¿ Cuántos van ?
Yo solo .
Bueno, dijo el hombre. Desmonte. Pásale .
Billy se apeó, y ató las riendas al pilar del porche, subió por los escalones y se quitó el sombrero. El hombre le abrió la puerta y él entró y el hombre entró detrás y cerró la puerta al tiempo que señalaba la lumbre con un gesto de la cabeza.
Se sentaron a beber café. El apellido del hombre, un indio yaqui del oeste de Sonora, era Quijada; se trataba del mismo gerente de la división Nahuerichic de La Babícora que le había dicho a Boyd que separara sus caballos de la remuda y se los llevase. Había visto al solitario güero cabalgar por las montañas y le había dicho al alguacil que no lo molestara. Le aseguró a su huésped que sabía quién era y por qué había venido. Luego se retrepó en su silla. Se llevó la taza a los labios y bebió mientras contemplaba el fuego.
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