Usted es el que nos devolvió los caballos, dijo Billy.
Él asintió. Se inclinó y miró a Billy y luego dirigió la vista otra vez a las llamas. La gruesa taza de porcelana sin asa en que bebía semejaba un almirez de farmacéutico; el hombre estaba sentado con los codos en las rodillas, sosteniéndola ante él con ambas manos, y Billy pensó que iba a decir algo más, pero no fue así. Billy tomó un sorbo de café y se quedó aguantando la taza. El fuego chispeó. Fuera, el mundo estaba en silencio. ¿Ha muerto mi hermano?, preguntó.
Sí.
¿Lo mataron en Ignacio Zaragoza?
No. En San Lorenzo.
¿A la chica también?
No. Cuando se la llevaron estaba cubierta de sangre y no se tenía en pie, por eso la gente pensó que la habían matado, pero no fue así.
¿Qué ha sido de ella?
No lo sé. Puede que volviera con su familia. Era muy joven.
En Namiquipa pregunté por ella. Nadie supo decirme nada.
En Namiquipa es lógico que nadie le dijera nada.
¿Dónde está enterrado mi hermano?
En Buenaventura.
¿Hay alguna lápida?
Hay una tabla. Era muy popular. Un verdadero personaje.
Él no mató al manco de La Boquilla.
Lo sé.
Yo estaba allí.
Sí. Mató a dos hombres en Galeana. Nadie sabe la razón. Ni siquiera trabajaban para el latifundio. Pero el hermano de uno era amigo de Pedro López.
El alguacil .
Sí. El alguacil .
Una vez lo había visto en las montañas, a él y a sus secuaces; los tres bajaban por la ladera de una sierra en el crepúsculo. El alguacil llevaba una espada corta en una vaina colgada del cinto. Quijada se retrepó y cruzó las piernas delante de él. La taza en el regazo. Ambos miraron el fuego. Como si alguna cosa se templase en él. Quijada levantó la taza en ademán de beber. Luego la bajó otra vez.
Está el latifundio de Babícora, dijo. Expresión del poder y la riqueza del señor Hearst. Y están los campesinos, siempre harapientos. ¿Quién cree usted que prevalecerá?
No lo sé.
Sus días están contados.
¿Habla del señor Hearst?
Sí.
¿Por qué trabaja usted para Babícora?
Porque me pagan.
¿Quién fue Socorro Rivera?
Quijada golpeó suavemente el borde de su taza con la sortija de oro que llevaba en un dedo. Socorro Rivera intentó organizar a los trabajadores contra el latifundio de Babícora. Hace cinco años lo mató la Guardia Blanca en el paraje de Las Varitas, a él y a otros dos hombres. Crecencio Macías y Manuel Jiménez.
Billy asintió.
El alma de México es muy antigua, dijo Quijada. Quien afirme conocerla es un mentiroso o un tonto. O las dos cosas. Ahora que los yanquis han vuelto a traicionarlos los mexicanos se enorgullecen de reivindicar su sangre india. Y muy especialmente la de los yaqui. Los yaqui tienen muy buena memoria.
Le creo. ¿Volvió a ver a mi hermano después de que hubiésemos partido con los caballos?
No.
¿Cómo ha sabido de él?
Era un hombre perseguido. No tenía adónde ir. Como era de esperar, Casares lo acogió. Uno acude al enemigo de sus enemigos.
Si solo tenía quince años. Quizá dieciséis.
Razón de más.
No puede decirse que cuidaran demasiado bien de él.
Él no quería que lo cuidaran. Lo que quería era pegar tiros. Lo que a uno lo hace buen enemigo también lo hace buen amigo.
Pero usted sigue trabajando para el señor Hearst.
En efecto.
Se volvió hacia Billy. Yo no soy mexicano, dijo. No debo lealtad a nadie. No tengo estas obligaciones. Tengo otras.
¿Usted lo habría matado?
¿A su hermano?
Sí.
Si hubiera llegado el caso. Sí.
Tal vez no debería haber aceptado su café.
Tal vez.
Siguieron sentados un buen rato. Finalmente Quijada se inclinó y examinó su taza. Su hermano tendría que haber regresado a casa, dijo.
Sí.
¿Por qué no lo hizo?
No lo sé. Quizá por la chica.
¿La chica no se habría ido con él?
Supongo que sí. Él no tenía lo que se dice una casa a la que volver.
Quizá fue usted el que debió de cuidar mejor de él.
No era tarea fácil. Usted mismo lo ha dicho.
Sí.
¿Qué dice el corrido ?
Quijada sacudió la cabeza. El corrido lo dice todo y no dice nada. Yo oí la historia del güerito hace ya años. Antes incluso de que su hermano naciera.
Usted no cree que se refiera a él.
Sí, se refiere a él. El corrido cuenta lo que quiere contar. Habla de lo que mueve el mundo. El corrido es la historia de los pobres. No debe fidelidad a las verdades de la historia sino a las verdades de los hombres. Cuenta la historia del hombre solitario que todos somos. Cree que allí donde dos hombres se encuentran solo pueden pasar dos cosas y nada más. En el primer caso nace una mentira, y en el segundo la muerte.
Es como decir que la muerte es la verdad.
Sí. Así lo parece. Miró a Billy. Aunque el güerito de la canción fuese su hermano, él ya no es su hermano. Nadie puede reclamarlo.
Me propongo llevármelo conmigo.
No se lo permitirán.
¿A quién debo acudir?
No hay nadie a quien acudir.
Y si lo hubiera, ¿quién sería?
Podría recurrir a Dios. No hay otro.
Billy sacudió la cabeza. Se quedó contemplando su propio semblante oscuro que hacía guiñadas en el blanco círculo de la taza. Al cabo de un rato levantó la vista. Miró hacia la lumbre. ¿Usted cree en Dios?, dijo.
Quijada se encogió de hombros. Cuando tengo el día devoto, dijo.
Nadie puede decirle a uno qué va a ser de su vida, ¿verdad?
No.
Nunca es lo que uno esperaba.
Quijada asintió. Si la gente conociera la historia de sus vidas, ¿cuántos escogerían vivirlas La gente habla de lo que le reserva el futuro. Pero en el futuro no hay nada. El día nace de lo que ha habido antes. Hasta el mundo seguramente se sorprende al ver la forma en que aparece a diario. Incluso Dios, quizá.
Nosotros vinimos a buscar nuestros caballos. Mi hermano y yo. No creo que a él le importaran los caballos, pero fui demasiado tonto para darme cuenta. Yo no sabía nada de mi hermano. Pensaba que sí. Creo que él sabía mucho más de mí. Me gustaría llevármelo y enterrarlo en su propio país.
Quijada apuró su taza y la dejó sobre su regazo.
Veo que a usted no le parece muy buena idea.
Pienso que puede acarrearle problemas.
Pero no es eso todo lo que piensa.
No.
Usted cree que debe quedarse donde está.
Lo que creo es que los muertos no tienen nacionalidad.
No. Pero sus parientes sí.
Quijada no contestó. Al cabo de un rato cambió de postura. Se inclinó, puso boca arriba la taza de porcelana blanca, la sostuvo y la contempló. El mundo no tiene nombre, dijo. Los nombres de los cerros y las sierras y los desiertos solo existen en los mapas. Los nombramos para no extraviarnos. Y sin embargo empezamos a inventar esos nombres porque ya nos habíamos extraviado. El mundo no se pierde. Somos nosotros los que nos extraviamos. Y es debido a que esos nombres y esas coordenadas son invención nuestra que no pueden salvarnos. No pueden encontrar por nosotros el camino perdido. Su hermano está en el lugar que el mundo ha escogido para él. Está donde se supone que debe estar. No obstante, el lugar que ha encontrado es también el que ha elegido. Una suerte que no hay que despreciar.
Cielo gris, tierra gris. Cabalgó todo el día encorvado sobre su gacho y mojado caballo rumbo al norte, por el mantillo rojizo de las carreteras del interior. La lluvia hostigaba la carretera a merced del viento racheado y repiqueteaba sobre su gabán. Las huellas de los cascos rezumaban a su paso hasta cerrarse. Al atardecer oyó de nuevo a las grullas allá en lo alto, pasando sobre los nubarrones, equilibrando bajo sus alas la curvatura de la tierra, el clima de la tierra. Sus ojos metálicos fijos en los senderos que Dios ha escogido para ellas. Sus corazones colmados de esperanza.
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