Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Llegó por la tarde al pueblo de San Buenaventura y cabalgó por charcas de agua estancada más allá de la alameda con sus troncos pintados de blanco y la vieja iglesia blanca. Siguió por la vieja carretera de Gallego. Había dejado de llover y el agua chorreaba de los árboles de la alameda y de los canalones de las casas de adobe por delante de las que pasaba. La carretera ascendía entre cerros que se elevaban al este del pueblo, y un kilómetro y medio más arriba de este, en un terreno escalonado, se encontraba el cementerio.

Se desvió de la carretera, avanzó penosamente por el embarrado sendero y detuvo el caballo frente a la puerta de madera. El cementerio consistía en un amplio y desolado recinto situado en un campo lleno de losas sueltas y zarzas y rodeado por una tapia de adobe ya entonces en estado ruinoso. Se detuvo y echó un vistazo a aquella desolación. Se volvió y miró el caballo de carga y luego las nubes grises impulsadas por el viento y la luz de la tarde que flaqueaba por el oeste. Del desfiladero soplaba viento y Billy se apeó, bajó las riendas, cruzó la verja y echó a andar por el campo empedrado de guijarros. Un cuervo alzó el vuelo entre los helechos y se alejó en el viento graznando débilmente. Los dólmenes de arenisca roja que en medio de aquel páramo aparecían enhiestos entre lápidas y cruces bajas semejaban las ruinas lejanas de un enclave clásico rodeado por las montañas azules, los cerros más próximos.

En su mayor parte las tumbas no eran más que montones de piedras sin ninguna clase de señal. Algunas tenían una simple cruz de madera hecha con dos listones claveteados o unidos con alambre. Las piedras que había por todas partes en el suelo eran los restos esparcidos de aquellos montones, y a excepción de los pedestales de piedra roja el lugar parecía el camposanto que resulta de una batalla. Aparte del viento que susurraba entre la hierba hirsuta del yermo no se oía nada. Caminó por un incierto y angosto sendero que serpenteaba entre sepulturas, losas y lápidas sepulcrales ennegrecidas de liquen. No muy lejos vio un pilar de piedra rojiza en forma de tronco desmochado.

Su hermano estaba enterrado junto a la pared más meridional, bajo una cruz de tablas en la que con un clavo al rojo habían grabado las palabras Falleció el 24 de febrero de 1943 sus hermanos en armas le dedican este recuerdo D. E. P. Apoyado en la cruz había un oxidado aro de alambre que en otro tiempo había sido una corona de flores. No había nombre.

Billy se agachó y se quitó el sombrero. Hacia el sur, un montón de basura ardía en la humedad del ambiente y un humo negro se elevaba hacia el cielo encapotado. La desolación del lugar era exquisita.

Era ya de noche cuando volvió a Buenaventura. Desmontó frente a la puerta de la iglesia, entró y se quitó el sombrero. En el altar ardían unas pocas velas y a la fugitiva media luz una figura solitaria estaba arrodillada en actitud piadosa. Billy avanzó por la nave. Las baldosas sueltas del suelo se movían y crujían bajo sus botas. Se inclinó y tocó el brazo de la persona arrodillada. Señora, dijo.

La mujer alzó la cabeza, una cara morena y arrugada apenas visible entre los pliegues aún más oscuros de su rebozo .

¿ Dónde está el sepulturero ?

Muerto .

¿ Quién es el encargado del cementerio ?

Dios .

¿ Dónde está el sacerdote ?

Se fue .

Miró en torno a él el mortecino interior de la iglesia. La mujer parecía aguardar a que le hiciera otra pregunta, pero a Billy no se le ocurrió ninguna.

¿ Qué quiere, joven?, preguntó.

Nada. Está bien. La miró. ¿ Por quién está rezando?, dijo.

La mujer dijo que solo rezaba. Dijo que dejaba en manos de Dios a quien debían ser asignadas sus plegarias. Que rezaba por todos. Que rezaría por él.

Gracias .

No puedo hacer otra cosa .

Él asintió. Conocía bien a aquella vieja mujer de México, a sus hijos muertos hacía mucho en la sangre y la violencia que sus ruegos y su postración parecían incapaces de apaciguar. Su frágil silueta y su callada aflicción eran una constante en aquella tierra. Fuera de los muros de la iglesia la noche escondía un pavor milenario disfrazado con panoplia de plumas y escamas de peces majestuosos, y si bien todavía se alimentaba de los niños quién podía decir a qué desechos de la guerra, la tortura y la desesperación no habría puesto freno la perseverancia de la vieja señora, a qué horrendas historias contra las cuales, sin embargo, no contaba otra cosa a fin de cuentas que su menuda figura encorvada y mascullante, sus manos de bruja aferradas a un rosario de semillas. Inmóvil, austera, implacable. Como el Dios al que rezaba.

Cuando a primera hora de la mañana partió había dejado de llover, pero aún no había aclarado y el paisaje se veía gris bajo un cielo gris. Hacia el sur los picos pelados de la sierra del Nido surgían entre las nubes y volvían a ocultarse. Desmontó junto a la verja de madera, maneó el caballo de carga y cogió la pala que llevaba atada, montó nuevamente y enfiló el sendero entre los guijarros, con la pala al hombro.

Cuando llegó a las tumbas se apeó, y clavó la pala en el suelo, cogió sus guantes de la alforja, miró el cielo gris y por último desensilló el caballo, lo maneó y lo dejó paciendo entre las piedras. Luego se volvió y, en cuclillas, movió la frágil cruz de madera en su asimiento de piedras y la levantó. La pala era una herramienta primitiva encajada en un largo mango de paloverde y se veían las señales donde la espiga había sido martillada y la costura toscamente soldada en la fragua. Sopesó la pala, levantó otra vez la mirada al cielo y luego se inclinó y empezó a cavar el montón de piedras sueltas que cubría la tumba de su hermano.

La tarea le llevó mucho rato. Se quitó el sombrero y más tarde la camisa, que dejó sobre la tapia. Hacia mediodía, según calculó, había cavado unos noventa centímetros. Hincó la pala en la tierra y fue a donde había dejado la silla de montar y las alforjas y sacó su almuerzo de frijoles envueltos en tortillas y se sentó en la hierba a comer y beber agua de la cantimplora de cinc recubierta de lona. En toda la mañana no había pasado nadie por la carretera a excepción de un autobús, rechinando lentamente por la cuesta para perderse garganta arriba, en dirección a Gallego.

Por la tarde aparecieron tres perros y se sentaron entre las piedras a mirarlo. Él se agachó para coger una piedra, pero los perros bajaron la cabeza y desaparecieron entre unos helechos. Más tarde apareció un coche en la carretera del cementerio, se detuvo ante la verja y dos mujeres se acercaron por el sendero y continuaron hasta la esquina más occidental del camposanto. Al rato volvieron a pasar. El hombre que conducía el coche se sentó en la tapia a fumar. Miró a Billy, pero no dijo nada. Billy siguió cavando.

A media tarde la hoja chocó con la caja. Él había pensado que tal vez no hubiese ataúd. Siguió cavando. Para cuando tuvo casi limpia la tapa de la caja quedaba poca luz de día. Cavó a lo largo del costado de la caja y tanteó la madera buscando un agarradero, pero no encontró ninguno. Siguió cavando hasta que tuvo un extremo de la caja a la vista; para entonces empezaba a oscurecer. Clavó la pala en la tierra suelta y fue a buscar a Niño.

Ensilló el caballo, lo llevó del diestro hasta la tumba, bajó la cuerda de atar y después de doblarla y anudarla pasó el cabo libre en torno a la caja, empujando para ello con la hoja de la pala. Luego arrojó esta a un lado, le quitó los correajes al caballo y lo hizo avanzar despacio. La cuerda se puso tensa. Miró hacia atrás. Luego hizo avanzar un poco más al caballo. En el hoyo se produjo una amortiguada explosión de madera y la cuerda quedó floja. El caballo se detuvo.

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