Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Al atardecer el caballo se levantó sobre sus temblorosas patas. Billy no le puso ronzal sino que caminó al lado del animal hasta llegar al río. Una vez allí el caballo entró con cautela en el agua y bebió largamente. Mientras Billy se preparaba una cena con las tortillas y el queso de cabra que le habían dado los gitanos, un jinete se aproximó por la carretera. Solitario. Silbando. Se detuvo entre los árboles. Luego siguió adelante más despacio.

Billy se puso de pie y fue andando hasta la carretera; el jinete se detuvo sin desmontar. Se echó el sombrero ligeramente hacia atrás, para ver mejor, para que lo vieran mejor.

Buenas tardes , dijo Billy.

El jinete asintió con la cabeza. Montaba un buen caballo y llevaba buenas botas y un buen sombrero Stetson y fumaba un purito negro. Se sacó el puro de la boca, escupió y volvió a llevárselo a la boca.

¿Habla usted americano?, dijo el jinete.

Sí, señor.

Me ha parecido por su aspecto que era más o menos sensato. ¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Qué le pasa al caballo?

Verá, señor, yo diría que lo que haga aquí es asunto mío. Y supongo que otro tanto podría decir del caballo.

El hombre no hizo el menor caso. No estará muerto, ¿verdad?

No. No está muerto. Lo cortaron unos salteadores de caminos.

¿Que lo cortaron dice?

Sí, señor.

¿Quieres decir que lo caparon?

Lo que quiero decir es que le clavaron un cuchillo de matar cerdos en el pecho.

¿Y por qué, si puede saberse?

Dígamelo usted.

No lo sé.

Pues yo tampoco.

El jinete se quedó fumando con aire pensativo. Echó un vistazo al paisaje que se extendía al oeste del río. No entiendo este país, dijo. De veras que no. Oiga, no tendrá un poco de café por ahí, ¿verdad?

Estaba preparando un poco. Si desmonta podemos compartir la cena. No tengo gran cosa, pero está usted invitado.

Le agradezco su amabilidad.

El jinete echó pie a tierra cansadamente, se pasó las riendas a la espalda, volvió a ajustarse el sombrero y se acercó con el caballo cediendo a la mano. No entiendo este país, dijo. ¿Ha visto pasar por aquí mi aeroplano?

Se acuclillaron junto a la lumbre mientras el bosque oscurecía y esperaron a que hirviera el café. Nunca se me habría ocurrido que esos gitanos iban a timarme como lo han hecho, dijo el hombre. Yo tenía mis dudas. Otra cosa no, pero cuando me equivoco soy el primero en reconocerlo.

Eso es una virtud.

Sí que lo es.

Comieron los frijoles envueltos en las tortillas y el queso fundido. El queso estaba rancio y sabía mucho a cabra. Billy levantó la tapa de la cafetera con un palo, miró en su interior y puso la tapa otra vez. Miró al hombre. El hombre estaba sentado con las piernas cruzadas sujetando con una mano las suelas de sus botas.

Parece que lleva usted mucho tiempo por aquí, dijo.

No lo sé. ¿En qué se nota?

En que necesita regresar.

Bueno. Probablemente tenga razón. Este es mi tercer viaje. Es la única vez que vengo a este país y consigo lo que he venido a buscar. Pero le aseguro que no es lo que yo quería.

El hombre asintió. No parecía hacerle falta saber de qué se trataba. Le diré una cosa, dijo. Tendrá que hacer frío en el infierno para que me pillen otra vez por aquí. Un frío de cojones. Más claro no puedo decirlo.

Billy sirvió el café. Bebieron. El café quemaba en las tazas de hojalata, pero el hombre no pareció advertirlo. Sorbió el café y se quedó mirando el bosque oscuro en dirección al río, que como un paño plateado formaba pliegues sobre el guijarral a la luz de la luna. Aguas abajo el cuenco nacarado de la luna parecía estampado en los bancos de nubes bajas como una calavera con una vela dentro. Arrojó el poso del café a la oscuridad. He de irme, dijo.

Puede quedarse si quiere.

Me encanta cabalgar de noche.

Bueno.

Creo que incluso se recorre más camino así.

Hay ladrones por toda la zona, dijo Billy.

Ladrones, dijo el hombre. Contempló el fuego. Al rato sacó de su bolsillo uno de aquellos puritos negros y lo examinó detenidamente. Luego arrancó la punta de un mordisco y la escupió en la lumbre.

¿Fuma cigarros?

No he fumado en mi vida.

¿Va contra su religión?

No que yo sepa.

El hombre se inclinó y estiró un leño del fuego y encendió con él el cigarro. Tardó un rato en prender. Cuando consiguió que tirara devolvió al fuego el trozo de leña y sopló un anillo de humo y después uno más pequeño que hizo pasar por el primero.

¿A qué hora se fueron de aquí?, preguntó.

No lo sé. A eso del mediodía.

Aún no habrán recorrido quince kilómetros.

Puede que fuera más tarde.

Cada vez que paro a pasar la noche ellos tienen alguna avería. No han fallado una sola vez. Es culpa mía. Esas señoritas siempre consiguen que me despiste. También me gustan un montón las mademoiselles que hay en el pueblo. Sobre todo si no hablan inglés. ¿Ha estado usted allí?

No.

El hombre tendió el brazo, cogió el palo que había utilizado para encender su purito, apagó la llama agitándolo y luego se volvió y trazó dibujos en la oscuridad con el extremo rojo que ardía sin llama, como hacen los niños. Al cabo de un rato dejó el palo otra vez en el fuego.

¿Su caballo está muy mal?, preguntó.

No lo sé. Lleva tumbado dos días.

Debería haberle dicho a ese gitano que le echara un vistazo. Parece que saben todo lo que hay que saber sobre caballos.

¿En serio?

No lo sé. Solo sé que son capaces de hacer que un caballo enfermo parezca sano para venderlo.

Yo no pienso vender el mío.

Le diré lo que ha de hacer.

Veamos.

No deje que ese fuego se apague.

¿Por qué lo dice?

Lo digo por los pumas. La carne de caballo es su manjar favorito.

Billy asintió con la cabeza. Lo he oído decir a menudo, dijo.

¿Y sabe por qué lo ha oído decir?

¿Que por qué lo he oído decir?

Sí, hombre.

No. ¿Por qué?

Porque es así. Por eso.

¿Cree que la mayoría de las cosas que uno oye son verdad?

Lo digo por experiencia.

Pues no es mi caso.

El hombre siguió fumando y contemplando el fuego. Al rato dijo: tampoco ha sido el mío. Lo he dicho porque sí. Y tampoco he estado allí como he dicho antes. Soy un inútil total. Siempre lo he sido y siempre lo seré.

Esos gitanos, ¿sacaron el avión de las sierras y lo bajaron por el río Papigochic?

¿Fue eso lo que le dijeron?

Sí.

Ese aeroplano salió de un granero del rancho Taliafero, en Flores Magón. No habría podido volar al sitio de que me está hablando. El techo de ese aparato era solo de dos mil metros.

¿El hombre que lo pilotaba murió en él?

Que yo sepa, no.

¿Es por eso que ha venido usted hasta aquí? ¿Para encontrar el avión y llevárselo?

He venido a México porque dejé preñada a una chica en McAllen, Texas, y su padre quería matarme.

Billy miró hacia el fuego.

Digamos que es como tropezarse con eso de lo que uno está huyendo, dijo el hombre. ¿Alguna vez le han disparado?

No.

A mí dos veces. La última fue en el centro de Cuauhtémoc, a plena luz del día un sábado por la tarde. Todos salieron corriendo. Dos mujeres menonitas me recogieron de la calle y me subieron a una carreta. Si no todavía estaría allí.

¿Dónde le dispararon?

Justo aquí, dijo. Se volvió y se levantó el cabello que le cubría la sien derecha. ¿Lo ve? Puede mirar.

Se inclinó, escupió en el fuego, miró el cigarro y volvió a ponérselo en la boca. Fumó. No estoy loco, dijo.

No he dicho que lo esté.

No. Pero tal vez lo ha pensado.

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