– ¡De hacer saltar el puente! -exclamó de nuevo el coronel.
– Oficial inglés, sir -balbuceó Joyce, casi suplicante-. Oficial inglés de Calcuta… Las órdenes…
No pudo acabar la frase. El coronel Nicholson se había abalanzado sobre él con un bramido.
– ¡Socorro!…
«Dos bajas. Algunos daños, pero puente intacto gracias heroísmo coronel británico».
Así rezaba el sucinto informe que Warden, único superviviente de los tres, envió a Calcuta a su llegada al acantonamiento.
Tras la lectura de ese mensaje, el coronel Green pensó que había un buen número de puntos oscuros en ese asunto y solicitó más explicaciones. Warden repuso que no tenía nada que añadir. Su superior determinó entonces que su estancia en la selva de Tailandia había sido demasiado prolongada y que no podían dejar a un hombre solo, en ese peligroso puesto, en medio de una región que los japoneses, probablemente, se disponían a peinar. La Unidad 316 contaba en esta época con numerosos recursos. Lanzaron otro equipo en paracaídas en un sector alejado, con objeto de mantener el contacto con los tailandeses, y Warden fue llamado al centro de operaciones. Un submarino se fue a buscarle a un punto desierto del golfo de Bengala, adonde consiguió llegar tras dos semanas de azarosa marcha. Tres días después de embarcar, arribó a Calcuta y fue a presentarse ante el coronel Green.
En primer lugar, hizo una breve exposición sobre la preparación del golpe y luego pasó a su ejecución. Él había seguido desde las alturas de la montaña toda la escena, sin perder detalle alguno. En un primer momento, comenzó hablando en su característico tono frío y reposado pero, a medida que avanzaba en su relato, fue cambiando de actitud. En el mes que vivió como único representante de su especie, entre partisanos tailandeses, un tumulto de sentimientos no expresados había bullido dentro de él. Los episodios del drama, recreados sin cesar, fueron fermentando en su cerebro, al tiempo que su amor a la lógica le llevaba a agotarse instintivamente en la búsqueda de una explicación racional para aquéllos, y a vincularlos a un número reducido de principios universales.
Los frutos de esas desbordantes deliberaciones los recogió finalmente en las oficinas de la Unidad 316. A Warden le era imposible atenerse a un estricto informe militar. Necesitaba dar rienda suelta al torrente de estupores, angustias, dudas y rabia que llevaba por dentro e, igualmente, exponer con total libertad las razones profundas del absurdo desenlace, tal como él las había interpretado. Su sentido del deber le obligaba asimismo a hacer una presentación objetiva del curso de los acontecimientos. Se empleaba a fondo y, aunque lo lograba por momentos, acababa cayendo en el vendaval de su apasionamiento desatado. El resultado era una extraña combinación de imprecaciones, en ocasiones incoherentes, que aparecían mezcladas con elementos propios de un ardiente alegato, de donde emergían aquí y allá las paradojas de una extravagante filosofía y, a veces, un «hecho».
El coronel Green escuchó pacientemente y con curiosidad ese fantástico retazo de elocuencia, en el que fue incapaz de reconocer la calma o el método legendarios del profesor Warden. Lo que a él le interesaba, sobre todo, eran los hechos. Pese a ello, muy raras veces interrumpía a su subordinado. Tenía ya experiencia de esos retornos de misión, en el que los participantes habían dado lo mejor de sí mismos, pero al final se veían envueltos en un estrepitoso fracaso del que ellos no eran responsables. En este tipo de situaciones, concedía un gran margen de maniobra al «factor humano», hacía oídos sordos a las divagaciones y no se dejaba alterar por un tono en ocasiones irrespetuoso.
– Seguro que piensa que el niño, sir, se ha comportado como un imbécil, ¿verdad? Así es, ha actuado como un imbécil, pero nadie, en su posición, habría mostrado mayor astucia. Le observé muy bien, no le quité ojo ni un momento. Pude adivinar lo que dijo a ese coronel. Hizo lo que yo hubiera hecho en su lugar. Vi cómo se arrastraba. El tren estaba cerca. No comprendí nada cuando el otro se tiró encima de él. Luego fui sospechando el por qué, gradualmente, tras reflexionar sobre el asunto…¡Y Shears le reprochaba que le daba demasiadas vueltas a las cosas! ¡Dios mío, pero si pecaba de lo contrario! Tendría que haber mostrado más perspicacia, más capacidad de discernimiento. De haberlo hecho, se hubiera dado cuenta de que en nuestro oficio no basta con rajar una garganta cualquiera. ¡Hay que acuchillar la buena! Sir, usted está de acuerdo conmigo, ¿no es cierto? Una inteligencia superior, eso es lo que hacía falta. Ser capaz de detectar al enemigo verdaderamente peligroso, comprender que ese venerable zopenco no iba a dejar que le destruyeran su obra. Era su triunfo, su victoria personal. Vivía en un sueño desde seis meses atrás. Un espíritu exquisitamente sutil lo hubiera podido adivinar por su manera de caminar sobre el tablero del puente. Lo tenía apuntado con mis prismáticos, sir… ¡Lástima que no hubiera sido mi fusil!… Recuerdo bien que tenía dibujada en sus labios la beatífica sonrisa de los vencedores… ¡Un admirable prototipo de hombre enérgico, sir, como dicen en la Unidad 316! ¡Nunca derrotado por la adversidad, siempre presto a un último embate! Pues bien, ¡ese hombre de marras gritó pidiendo auxilio a los japoneses! Ese veterano mastuerzo de ojos claros había soñado seguramente toda su vida con construir algo duradero. A falta de una ciudad o una catedral, bien valía un puente. ¿Qué pensaba usted? ¿que iba a dejar que se lo tiraran?… Y, para colmo, ¿esos viejos colonos de nuestro honorable ejército, sir? Estoy seguro de que, en su más tierna juventud, se leyó enterito a nuestro entrañable Kipling, y le apuesto lo que quiera a que en su bamboleante cerebro, mientras la obra se iba alzando sobre las aguas, evocaba frases enteras: «Yours is the earth and everything that's in it, and which is more, youll be a man, my son!». Casi lo escucho desde aquí.
Estaba dotado del sentimiento del deber y del respeto al trabajo bien realizado… también del gusto por la acción… ¡como usted y como nosotros, sir!… La estúpida mística de la acción, de la que comulgan tanto nuestras pequeñas mecanógrafas como nuestros grandes capitanes… No sé muy bien lo que quiere decir ese pensamiento, que no me abandona desde hace un mes, sir. Tal vez ese monstruoso imbécil fuera realmente digno de respeto… tal vez actuaba verdaderamente de acuerdo a un legítimo ideal, tan sagrado como el nuestro; tal vez sus portentosos fantasmas tenían su origen en el mismo mundo en que se forjan los aguijones que nos acosan… ese misterioso éter donde se agitan las pasiones que empujan a la acción, sir; tal vez allá el «resultado» no tenga la mínima importancia, y lo único que cuenta sea la calidad intrínseca del esfuerzo; o bien, como yo lo creo, acaso ese reino del delirio sea un infierno azotado por una matriz diabólica, que infecta los sentimientos que de él nacen con todos los maleficios venenosos manifestados en ese resultado forzosamente execrable… Sir, le aseguro que he estado reflexionando sobre este asunto desde hace un mes. Por ejemplo, nosotros venimos a este país para enseñarles a los asiáticos cómo utilizar el plástico para destrozar trenes y hacer estallar puentes. Y mire usted…
– Hábleme del final de la misión -interrumpió el coronel Green, con su tradicional voz serena-. Aparte de la operación no existe nada.
– Aparte de la operación no existe nada, sir… Recuerdo la mirada de Joyce al salir de su escondrijo. No se achantó. Ejecutó el ataque de acuerdo a las reglas, de lo cual yo soy testigo. Sólo le faltó un poquito de buen juicio… El otro se abalanzó sobre él con tal furia que los dos acabaron rodando por el talud, en dirección al río. Se detuvieron justo al borde del agua. A simple vista, parecían inmóviles. Los detalles los pude apreciar con los prismáticos… Uno estaba encima del otro. El cuerpo en uniforme aplastaba el cuerpo desnudo y manchado de sangre, con todo su peso, mientras dos manos furiosas ceñían su garganta… Lo vi con toda nitidez. Estaba tendido con los brazos en cruz, al lado del cadáver que aún tenía el puñal clavado. Estoy convencido, sir, de que en ese momento comprendió su error. Se dio cuenta de que se había equivocado con respecto al coronel, ¡yo sé que él se dio cuenta!… Lo vi con mis ojos, tenía la mano justo al lado del mango del arma y lo llegó a asir, pero luego se quedó agarrotado. Pude adivinar el juego de músculos y, por un momento, creí que iba a decidirse. Pero era demasiado tarde. No le quedaban fuerzas. Había entregado todo lo que tenía y no pudo… o bien, no quiso. El enemigo que le apresaba el cuello lo tenía hipnotizado. Entonces soltó el puñal y se dio por vencido. Su cuerpo quedó completamente relajado, sir. ¿Conoce usted esa sensación, cuando uno abandona? Se había resignado a la derrota. Movió los labios y pronunció una palabra. Nadie sabrá si era una blasfemia o una plegaria… o acaso la expresión desencantada y refinada de una melancólica desesperación. No era un rebelde, sir, al menos exteriormente. Siempre se mostraba respetuoso con sus superiores. ¡Dios mío! ¡Si yo le contara el trabajo que nos costó a Shears y a mí conseguir que no se pusiera en posición de firme cada vez que nos dirigía la palabra! No me extrañaría nada, sir, que su última palabra, antes de cerrar los ojos, hubiera sido, precisamente, «sir»… La misión dependía de él. Ahora ya todo ha acabado.
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