Pierre Boulle - El Puente Sobre El Río Kwai

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Inteligente relato de aventuras, perspicaz novela psicológica, tragedia con ironía, El puente sobre el río Kwai fue uno de los fenómenos literarios más populares a mediados del siglo xx. Escrita por Pierre Boulle, aventurero y autor entre otras obras de El planeta de los simios, fue traducida a más de veinte idiomas. Hollywood la consagró definitivamente con la versión cinematográfica de 1957, ganadora de siete Oscars. Basada en un hecho real y autobiográfico de la II Guerra Mundial, Boulle narra las tribulaciones de una tropa de soldados ingleses que, habiendo sido apresada por el ejército japonés, debe construir un puente sobre el río Kwai, en mitad de la selva, destinado a unir por ferrocarril el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur, lo que facilitará la presencia de los soldados japoneses en los lugares claves de la guerra.El coronel Nicholson, al mando de los prisioneros, utiliza lo mejor de sí mismo para construir el puente, mientras un comando inglés, entrenado especialmente para destruirlo, aguarda en la selva el momento oportuno. Como explica Javier Coma en su prólogo a esta nueva traducción de la obra, Nicholson, «imbuido de militarismo tradicional y de racismo, pretende demostrar su superioridad personal, nacional y racial por medio de la construcción de un puente que, en realidad, ha de favorecer la expansión del enemigo y la multiplicación de muertes en las fuerzas aliadas». Por eso Boulle construye magistralmente esta novela, con el propósito de efectuar un apólogo moral sobre lo absurdo de las guerras, influido por cierta ética oriental: «la trama sugiere una estructura metafórica donde el hombre construye y destruye sucesivamente al tiempo que pierde de vista si actúa en beneficio o en perjuicio propio».

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VII

Fue en el momento en que descendía por el talud, con la agilidad que había mantenido gracias a la práctica cotidiana de un ejercicio físico moderado y a la apacible contemplación de las verdades tradicionales, cuando entró en el campo de visión de Shears. El coronel japonés le seguía de cerca. Shears sólo tuvo tiempo para comprender que la adversidad no había jugado todavía todas sus cartas. Joyce lo había visto largo rato atrás. En el estado de hipnosis que se había autoprovocado, había observado sus tejemanejes sobre el puente, sin sentir ninguna emoción en particular. Nada más divisar la silueta de Saíto, en la playa, detrás de él, echó mano al puñal.

Shears vio acercarse al coronel Nicholson, que parecía arrastrar tras de sí al oficial japonés. Ante la incoherencia de la situación, se sintió invadido por una especie de histeria y comenzó a hablar solo:

– ¡Pero si es el otro el que lo ha llevado hasta allí! ¡El inglés, el inglés es el que le guía! Bastaría con explicarle, decirle una palabra, una sola…

El bufido medio ahogado de la locomotora se escuchaba ya débilmente. Todos los japoneses debían de estar en sus puestos, listos para rendir los honores. Los dos hombres que había en la playa no eran visibles desde el campamento. Number One hizo un gesto de furia al comprender de inmediato la situación exacta y darse cuenta con toda precisión, gracias a sus reflejos todavía en forma, de cuál era la acción indispensable, la que una circunstancia de este tipo exigía imperativamente a los hombres enrolados bajo el estandarte de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». Él también agarró su puñal, lo desenfundó violentamente de su cintura y lo sujetó de frente, a la manera reglamentaria, con la mano invertida, las uñas por debajo y el pulgar sobre el nacimiento de la hoja, no para utilizarlo, sino en un irracional intento de sugestionar a Joyce, siguiendo el mismo instinto que poco antes le había llevado a acompañar con la mirada los movimientos de la patrulla.

El coronel Nicholson se detuvo delante del cable. Saíto se acercó balanceándose sobre sus cortas piernas. Todas las emociones de la mañana se antojaban irrisorias en comparación con la que Shears vivió en ese segundo. Shears comenzó ahora a gritar en voz alta, al tiempo que agitaba el puñal delante de él, a la altura de su cabeza.

– No será capaz. No será capaz. Hay cosas que no se pueden exigir a un muchacho de su edad con una educación normal, a un chaval que ha pasado su juventud dentro de una oficina. Ha sido una locura poner todo en sus manos. Era a mí a quien correspondía estar su lugar. No será capaz.

Saíto llegó al sitio donde se encontraba el coronel Nicholson que, agachado, sostenía el cable en la mano. El corazón de Shears batía violentamente, acompasando la demencia de los lamentos desesperados que rugían dentro de él, lamentos que iban escapándose en pequeños pedazos de frases coléricas.

– ¡No será capaz! Tres minutos… Tres minutos más y el tren habrá llegado. ¡No será capaz!

Un partisano tailandés, tendido junto a su arma, le lanzaba miradas despavoridas. Por fortuna, la selva ahogaba el sonido de la voz de Shears. Éste, doblado sobre sí mismo, apretaba fuertemente su mano sobre el puñal inmóvil que blandía ante sus ojos.

– ¡No será capaz! Dios Todopoderoso, hazlo insensible. Llénale de furia durante diez segundos.

En el momento justo en que profería una de sus insensatas plegarias, adivinó un movimiento entre la vegetación, bajo el árbol rojo. Los matorrales se entreabrieron. El cuerpo de Shears se agarrotó y su respiración se detuvo. Joyce descendía agazapado y silencioso por el talud, puñal en mano. La mirada de Shears se quedó clavada en él.

Saíto, cuyo cerebro trabajaba lentamente, se puso en cuclillas al borde del agua, dando la espalda a la espesura, en esa posición familiar a todos los orientales, que él adoptaba instintivamente cuando cualquier circunstancia particular le hacía olvidar las formas. Saíto también agarró el cordón. Shears oyó entonces una frase pronunciada en inglés:

– Esto es realmente preocupante, coronel Saíto.

A continuación, se produjo un breve silencio. El japonés separaba con sus dedos los diferentes hilos. Joyce se apostó sin ser visto detrás de los dos hombres.

– ¡Dios mío! -exclamó repentinamente el coronel Nicholson-. ¡El puente está minado, coronel Saíto! Lo que he visto pegado a los pilares eran unos malditos explosivos… Y estos cables…

Mientras Saíto reflexionaba sobre la gravedad de esas palabras, el coronel Nicholson se volvió hacia la selva. La mirada de Shears se hizo más intensa. Al tiempo que agitaba su puño de derecha a izquierda, percibió un reflejo de sol en la orilla opuesta. Entonces reconoció de inmediato el cambio de actitud que había estado esperando de aquel hombre acurrucado.

Fue capaz. Lo consiguió. Ningún músculo de su cuerpo en tensión flaqueó hasta que hubo clavado el acero, casi sin resistencia. Los movimientos complementarios los había ejecutado sin titubeo alguno. En ese mismo instante, obedeciendo las instrucciones recibidas y sintiendo también la necesidad imperiosa de aferrarse a un objeto material, apresó firmemente con el brazo izquierdo el cuello del enemigo degollado. En un primer momento, Saíto aflojó las piernas en un espasmo, incorporándose luego a medias. Joyce le sujetó con todas sus fuerzas contra su propio cuerpo, no sólo para asfixiarle sino también para vencer el incipiente temblor de sus miembros.

Seguidamente, el japonés se desplomó, sin dar un solo grito, apenas un estertor, que Shears fue capaz de distinguir porque tenía aguzado el oído. Joyce permaneció paralizado varios segundos, bajo el cuerpo del adversario, que se había derrumbado sobre él y cuya sangre le inundaba ahora. Había tenido las fuerzas suficientes para lograr esa nueva victoria. Sin embargo, no estaba seguro de poder armarse de la energía necesaria para huir. Finalmente, salió de su ensimismamiento y, de un golpe, empujó a un lado el cuerpo inerte, el cual rodó hasta caer parcialmente dentro del agua. Luego, echó un vistazo a su alrededor.

Ambas orillas estaban desiertas. Había triunfado, pero el orgullo que sentía no disipaba ni su repulsión ni su horror. Se levantó a duras penas, ayudándose con las manos y las rodillas. Sólo restaba cumplir unos pocas trámites, bastante simples. En primer lugar, deshacer el equívoco. Dos palabras serían suficientes. El coronel Nicholson había permanecido inmóvil, petrificado ante lo repentino de la escena.

– Oficial. Oficial inglés, sir -murmuró Joyce-. El puente va a estallar. Aléjese.

Joyce no era capaz de reconocer el sonido de su propia voz. El esfuerzo de mover los labios le costó un trabajo inmenso. El otro, para colmo, parecía no entender.

– Oficial inglés, sir -repitió desesperadamente-. Unidad 316 de Calcuta. Comandos. Con orden de hacer saltar el puente.

El coronel Nicholson dio por fin señales de vida. Un extraño brillo cruzó sus ojos y exclamó con una voz sorda:

– ¿De hacer saltar el puente?

– Aléjese, sir. El tren está a punto de llegar. Pensarán que usted es cómplice.

El coronel permaneció impertérrito frente a él.

No era momento de discutir. Había que actuar. Ya se escuchaba claramente el jadear de la locomotora. Joyce se dio cuenta de que sus piernas se negaban a llevarle a ningún sitio. Tuvo que subir el talud a cuatro patas, en dirección a su puesto.

– ¡De hacer saltar el puente! -repitió el coronel Nicholson.

El coronel no se movió de donde estaba, acompañando con una mirada inexpresiva la penosa progresión de Joyce, mientras trataba de descifrar el significado de sus palabras. Súbitamente, comenzó a andar detrás de sus huellas. Apartó furiosamente la cortina de vegetación que acababa de cerrarse sobre él y descubrió su escondrijo. Joyce tenía ya la mano sobre el manipulador.

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