– No lo despierte. Merece un poco de descanso. Se las ha arreglado muy bien… En su opinión, Warden, ¿cree que se puede contar con él en «todo tipo» de circunstancias?
Warden reflexionó antes de contestar.
– Mi impresión es buena, pero no se puede afirmar nada «de antemano», usted lo sabe igual que yo. Comprendo perfectamente lo que quiere decir. Se trata de saber si es capaz de tomar una decisión difícil en unos segundos, incluso en menos tiempo, y si está preparado para ejecutarla… ¿Por qué me lo pregunta?
– Me ha dicho: «Yo soy el mejor nadador de los tres», y no era un alarde. Es cierto.
– Cuando me enrolé en la Unidad 316 -masculló Warden-, desconocía que hacía falta ser campeón de natación para tener un papel protagonista. Dedicaré las próximas vacaciones a entrenarme.
– Hay también una razón psicológica. Si no se lo permito, perderá confianza en sí mismo y no hará nada a derechas en mucho tiempo. Uno nunca puede estar seguro «de antemano», como usted dice… ni siquiera él… y la espera por saber quién es el elegido le consume… Lo esencial, naturalmente, es que cuente con las mismas opciones de alcanzar el éxito que nosotros. Estoy convencido… y, por supuesto, de escapar indemne. Lo decidiremos dentro de unos días. Quiero ver cómo se encuentra mañana. Más vale que no le hablemos del puente durante un tiempo… No me agrada demasiado verle conmoverse por la desgracia de los prisioneros. ¡Ah, ya sé lo que me va a decir!… El sentimiento es una cosa, y la acción otra bien distinta. En cualquier caso, tiene tendencia a exaltarse… a verlo todo a través de su imaginación. ¿Comprende lo que quiero decir?… Le da demasiadas vueltas a las cosas.
– No se pueden establecer reglas generales en este tipo de misiones -afirmó el juicioso Warden-. En ocasiones, la imaginación, e incluso la reflexión, dan buen resultado, aunque no siempre…
El estado de salud de los prisioneros preocupaba también al coronel Nicholson, por lo que se dirigió al hospital para hablar de ello con el médico.
– Esto no puede seguir así, Clipton -dijo en un tono serio, casi severo-. Es evidente que un hombre gravemente enfermo no puede trabajar, pero todo tiene su límite. ¡Usted ha puesto en reposo a la mitad de mis efectivos! ¿Cómo quiere que terminemos el puente en un mes? Soy consciente de que la obra ha avanzado considerablemente, pero todavía queda mucho, y con esos equipos mermados los trabajos están estancados. Los hombres que se mantienen en la obra empiezan a resentirse en sus fuerzas.
– Écheles un vistazo, sir -repuso Clipton que, al oír esas palabras, se vio obligado a serenarse para conservar su flema habitual y la actitud respetuosa que todos los subordinados deben a un coronel, independientemente de su rango o función-. Si no atendiera más que a mi conciencia profesional o a la simple humanidad, declararía incapaces de todo esfuerzo no a la mitad, sino a la totalidad de sus efectivos. Sobre todo, para un trabajo como el que están haciendo aquí.
Durante los primeros meses, la construcción se había desarrollado a un ritmo acelerado, sin otro obstáculo que los incidentes ocasionados por algunas oscilaciones de humor de Saíto. Éste se creía a veces obligado a reconquistar su autoridad sacando del alcohol el coraje necesario para mostrarse cruel y superar así sus complejos. No obstante, los accesos eran cada vez más raros, puesto que había quedado bien patente que las manifestaciones violentas eran perjudiciales a la ejecución del puente. Dicha ejecución había ido adelantada durante bastante tiempo con respecto al calendario fijado por el comandante Hughes y el capitán Reeves, como resultado de una eficaz colaboración, aunque no exenta de fricciones. Por otra parte, el clima, la naturaleza de los esfuerzos requeridos, el régimen alimentario y las condiciones de vida habían afectado notablemente a la salud de los hombres.
Su estado físico empezaba a ser preocupante. Privados de carne, salvo cuando los indígenas del poblado vecino acudían a vender alguna vaca raquítica, privados de mantequilla y privados de pan, los prisioneros, cuya alimentación a veces consistía en arroz a secas, se habían visto poco a poco reducidos a esa condición esquelética que tanto había impresionado a Joyce. El trabajo de esclavo consistente en tirar todo el día de una cuerda para alzar una pesada maza, que se precipitaba interminablemente acompañada de un estruendo obsesivo, se había convertido en una verdadera tortura para los hombres de este equipo. Había otros que tampoco habían corrido mejor suerte, en particular los que tenían que permanecer durante horas en un andamiaje medio sumergido en el agua, con la misión de sujetar los pilares mientras el martinete caía una y otra vez, dejándoles prácticamente sordos.
La moral de la tropa era aún relativamente alta, gracias al ardor de ciertos mandos como el teniente Harper que, rebosante de brío y energía, se prodigaba todo el día con vigorosas palabras de aliento en un tono jovial, siempre dispuesto a arrimar el hombro y a poner manos a la obra personalmente, él que era oficial, tirando de la cuerda con todas sus fuerzas para ayudar a los más débiles. Había incluso ocasión para las situaciones cómicas, como, por ejemplo, cuando el capitán Reeves se acercaba con su plano, su regla graduada, su nivel y otros instrumentos fabricados por él mismo, y luego se deslizaba a ras del agua sobre un andamio tambaleante para tomar medidas, seguido por el pequeño ingeniero japonés, que se había convertido en su sombra y que imitaba todos sus gestos, anotando gravemente sus cifras en un cuaderno.
Dado que la actitud de los oficiales se inspiraba directamente en la del coronel, era éste en resumidas cuentas quien tenía entre sus poderosas manos el destino del puente. El coronel Nicholson lo sabía y sentía el legítimo orgullo del superior que ama y busca las responsabilidades, pero también, y en igual medida, soportaba todo el peso de las cargas unidas a este honor y a este puesto.
El número creciente de enfermos ocupaba un lugar preeminente en sus preocupaciones. Estaba asistiendo, ante sus mismos ojos, al desfondamiento literal de sus tropas. Lentamente, día a día, hora a hora, un poco de la sustancia viva de cada prisionero se separaba del organismo humano para disolverse en el universo material. Ese universo de tierra, de vegetación monstruosa, de agua y de atmósfera húmeda atestada de mosquitos no parecía percibir dicho enriquecimiento. Se trataba, desde un punto de vista aritmético, de un riguroso intercambio de moléculas, pero la pérdida, dolorosamente sensible, del orden de decenas de kilogramos multiplicado por quinientos, no se traducía aparentemente en ganancia alguna.
Clipton temía el brote de una epidemia grave, por ejemplo, de cólera, como había ocurrido en otros campamentos. Hasta el momento se había evitado dicho azote gracias a una rigurosa disciplina, pero los casos de malaria, disentería y beriberi habían dejado de ser excepciones. Por cada día que pasaba, juzgaba indispensable declarar indisponibles a un mayor número de hombres, a los que ordenaba el reposo. En el hospital se las había arreglado para prestar una asistencia bastante aceptable a aquellos que podían comer, gracias a unos pocos paquetes de la Cruz Roja, reservados para los enfermos, que se habían salvado del saqueo de los japoneses. Pero, antes que nada, el reposo en sí era un bálsamo para ciertos prisioneros a los que el «martinete», después de destrozarles los músculos, había afectado seriamente a su sistema nervioso, causándoles alucinaciones y forzándoles a vivir en una eterna pesadilla.
El coronel Nicholson, que estimaba a sus hombres, en un primer momento había apoyado a Clipton con todo el peso de su autoridad para justificar esas ausencias antes los japoneses. Con objeto de prevenir las posibles protestas de Saíto, había exigido a los hombres aptos para el trabajo un esfuerzo suplementario.
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