• 16 mantas de lana
• 12 alambiques solares
• Aproximadamente 10 chalecos salvavidas, provistos de un silbato naranja sin bolita y atados con una cuerda
• 6 jeringas de morfina en ampolla
• 6 bengalas de mano
• 5 remos boyantes
• 4 bengalas cohetes con paracaídas
• 3 bolsas transparentes de plástico resistente de unos 50 litros cada una
• 3 abrelatas
• 3 vasos de vidrio graduado
• 2 cajas de cerillas impermeables
• 2 señales de humo boyantes de color naranja
• 2 cubos medianos de plástico de color naranja
• 2 cubetas de achique flotantes de color naranja
• 2 recipientes polivalentes de plástico con tapas herméticas
• 2 esponjas rectangulares de color amarillo
• 2 cuerdas sintéticas boyantes, de 50 metros cada una
• 2 cuerdas sintéticas no boyantes, de longitud no especificada, pero de un mínimo de 30 metros cada una
• 2 equipos de pesca, con anzuelos, sedales y plomos
• 2 picos cangrejo, con anzuelos de púas muy puntiagudas
• 2 anclas flotantes
• 2 hachas de mano
• 2 colectores de agua de lluvia
• 2 bolígrafos de color negro
• 1 red de carga de nylon
• 1 aro salvavidas con un diámetro interior de 40 centímetros y un diámetro exterior de 80 centímetros, atado con una cuerda
• 1 cuchillo de caza con el mango sólido, un extremo puntiagudo, un filo liso afilado y el otro de dientes de sierra atado con una cuerda larga a un aro dentro de la taquilla
• 1 costurero provisto de agujas rectas y curvas e hilo blanco resistente
• 1 botiquín de primeros auxilios en un maletín impermeable
• 1 espejo de señalización
• 1 paquete de cigarrillos chinos con filtro
• 1 barra de chocolate negro
• 1 manual de supervivencia
• 1 brújula
• 1 libreta de 98 hojas con renglones
• 1 niño completamente vestido menos un zapato perdido
• 1 hiena manchada
• 1 tigre de Bengala
• 1 bote salvavidas
• 1 océano
• 1 Dios
Comí una cuarta parte de la barra de chocolate. Inspeccioné uno de los colectores de agua de lluvia. Se trataba de un artefacto que parecía un paraguas invertido con una buena bolsa de colección y un tubo de conexión de goma.
Crucé los brazos encima del salvavidas que me rodeaba la cintura, bajé la cabeza y me quedé profundamente dormido.
Pasé toda la mañana durmiendo. Me despertó la ansiedad. La avalancha de comida, agua y descanso que recorrían mi sistema debilitado, además de devolverme a la vida, me habían dado las fuerzas necesarias para comprender la gravedad de mi situación. Abrí los ojos para encontrarme con la realidad de Richard Parker. Había un tigre en el bote salvavidas. Apenas podía creerlo y sin embargo, sabía que tenía que hacerlo. Y tenía que salvarme a mí mismo.
Sopesé la posibilidad de arrojarme al agua y empezar a nadar, pero mi cuerpo se negaba a moverse. Estaba a cientos de kilómetros de la costa, para no decir miles. No iba a poder nadar tantos kilómetros, aun provisto de un salvavidas. ¿Qué iba comer? ¿Qué iba a beber? ¿Cómo iba a protegerme de los tiburones? ¿Cómo iba a entrar en calor? ¿Cómo iba a saber en qué dirección debía nadar? Sin la más mínima sombra de duda, si dejaba el bote salvavidas, me esperaba una muerte segura. Pero si me quedaba a bordo, ¿qué? Vendría a por mí de una forma típicamente felina: con mucho sigilo. Antes de que pudiera reaccionar, me agarraría por la nuca o el cuello y me perforaría con sus colmillos. La vida se me apagaría sin poder decir unas últimas palabras. Si no, me mataría a zarpazos, rompiéndome el cuello.
– Voy a morir-dije con los labios temblorosos.
La muerte inminente ya es bastante terrible de por sí, pero es mucho peor si te sobra tiempo, tiempo en el que se hace patente toda la felicidad que ha sido tuya y toda la felicidad que podría haber sido tuya. Ves todo lo que te estás perdiendo con una nitidez abrumadora. Semejante visión te llena de una tristeza opresiva que no se puede equiparar con un coche que está a punto de atropellarte o el saber que el agua que te rodea va a ahogarte. Es una sensación realmente insufrible. Las palabras «padre», «madre», «Ravi», «India» y «Winnipeg» me rondaban como un dolor punzante.
Estaba a punto de rendirme. De hecho, me habría rendido si no fuera por una voz en mi interior que me decía: «No moriré. Me niego. Superaré esta pesadilla. Sobreviviré, cueste lo que me cueste. Hasta ahora lo he conseguido, de milagro. Ahora convertiré el milagro en rutina. Lo increíble será mi pan de cada día. Haré el trabajo que haga falta, por muy duro que sea. Sí, porque siempre que Dios esté a mi lado, no moriré. Amén».
Adopté una expresión adusta y resuelta. Lo digo con toda la modestia del mundo, pero en aquel instante descubrí que tengo una voluntad férrea para vivir. No es algo tan evidente, en mi experiencia. Algunos se rinden con un suspiro de resignación. Otros luchan un poco, y luego pierden esperanzas. Otros, y me incluyo entre ellos, nunca se rinden. Luchamos y luchamos y luchamos. Luchamos no importa lo que cueste la batalla, las pérdidas, la poca probabilidad de vencer. Luchamos hasta el final. No se trata de coraje. Es algo constitucional, una incapacidad de abandonar. Tal vez sólo se deba a la sandez de ansiar la vida.
Richard Parker se puso a rugir en ese preciso momento, como si hubiera estado esperando un contrincante digno. El pecho se me encogió de miedo.
– Rápido, hombre, rápido-resollé.
Tenía que organizar mi supervivencia. No podía perder ni un segundo. Necesitaba refugiarme inmediatamente. Pensé en la proa que había hecho con el remo. Sin embargo, había desenrollado la lona desde la proa y no tenía nada que lo mantuviera firme. Tampoco tenía ninguna prueba de que el hecho de colgarme del remo fuera a protegerme de Richard Parker. Quizás extendiera una pata y me alcanzara. Las ideas me agolpaban la cabeza.
Construí una balsa. Los remos, como recordarás, flotaban. Y contaba con chalecos salvavidas y un aro salvavidas sólido y resistente.
Con la respiración contenida, cerré la tapa de la taquilla e introduje la mano por debajo de la lona para coger los remos restantes de los bancos laterales. Richard Parker se dio cuenta. Lo veía a través de los chalecos salvavidas. A medida que fui sacando cada remo, con un cuidado que ya podrás imaginarte, reaccionó desplazándose ligeramente. Pero no se volvió. Conseguí sacar tres remos. Había otro donde lo había dejado en la lona. Subí la tapa de la taquilla para cerrarle el paso a Richard Parker.
Tenía cuatro remos boyantes. Los coloqué en la lona alrededor del aro salvavidas. El salvavidas estaba encerrado en un cuadrado formado por los remos. Mi balsa parecía un juego de tres en raya con una O en el centro, como si fuera la primera jugada.
Ahora tocaba la parte más peligrosa. Me hacía falta los chalecos. Los rugidos de Richard Parker se habían convertido en un estruendo que sacudía el aire. La respuesta de la hiena fue un gañido agudo y tembloroso, un augurio de que iba a haber problemas.
Mi única opción era seguir adelante. Tenía que tomar medidas. Volví a bajar la tapa de la taquilla. Los chalecos estaban al alcance de la mano. Algunos estaban justo al lado de Richard Parker. La hiena se puso a chillar.
Traté de coger el chaleco que me quedaba más cerca. Me costó agarrarlo de lo que me temblaba la mano. Lo saqué. Richard Parker no pareció darse cuenta. Saqué el segundo. Y el tercero. Estaba desfallecido de miedo. Apenas podía respirar. Si fuera necesario, me recordé, podría lanzarme al agua. Saqué otro. Ya tenía cuatro chalecos salvavidas.
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