Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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Así era la parte exterior del bote. Por dentro, era menos espacioso de lo que uno pensaría, debido a los bancos laterales y los tanques de flotabilidad. Los bancos laterales se extendían de un extremo al otro del bote, uniéndose al final para formar bancos más o menos triangulares. En realidad, los bancos eran la superficie superior de los tanques de flotabilidad herméticos. Los bancos laterales medían cuarenta y seis centímetros de ancho y los de las puntas, noventa centímetros de fondo, así que el espacio abierto del bote salvavidas era de seis metros diez por un metro cincuenta y dos. Eso dejaría un territorio de casi nueve coma tres metros cuadrados para Richard Parker. Luego había los tres bancos transversales, incluyendo el que había sido destrozado por la cebra. Esos bancos tenían sesenta centímetros de ancho y estaban espaciados uniformemente. Se encontraban a unos sesenta centímetros del fondo del bote, la altura que tendría Richard Parker antes de darse de cabeza contra el techo, para decirlo de alguna manera, si estuviera debajo de un banco. La lona le dejaría unos treinta centímetros más de margen contando la distancia entre la regala, que aguantaba la lona, y los bancos. En total podía contar con poco más que noventa centímetros, lo justo para ponerse de pie. El fondo era plano y estaba cubierto de tablas de madera tratada. Los costados verticales de los tanques de flotamiento subían de forma perpendicular al fondo. De este modo, aunque el bote tenía las puntas y los costados redondeados, el volumen interior era rectangular.

Parece ser que el naranja, un color simpático e hindú, es el color de la supervivencia porque todo el interior del bote, la lona, los chalecos salvavidas, el aro salvavidas, los remos y casi todos los objetos importantes que había a bordo eran de color naranja. Incluso los silbatos, de plástico y sin bolita, eran del mismo color.

A cada costado de la proa aparecían las palabras Tsimtsum y Panamá, escritas con mayúsculas severas, negras y latinas.

La lona consistía en una tela tratada y resistente que me irritaba la piel después de un rato. Estaba enrollada hasta un poco más allá del segundo banco transversal, de forma que uno de los bancos transversales estaba debajo de la lona en la guarida de Richard Parker; el del medio quedaba destapado, justo al final de la lona, y el tercero estaba roto y sepultado bajo el cadáver de la cebra.

Había seis toletes en la regala para poner los remos y cinco remos, ya que había perdido uno de ellos intentando alejar a Richard Parker. Tres estaban en uno de los bancos laterales, uno estaba en el otro y el último era el que había utilizado para fabricar mi proa salvavidas. No me fiaba de la utilidad de los remos como medio de propulsión. El bote no era precisamente un yate de carreras, sino una construcción pesada y sólida diseñada para flotar de forma impasible, no para navegar. Aun así, supongo que si hubiéramos sido treinta y dos personas, podríamos haber avanzado.

No me di cuenta de todos estos detalles, ni de muchos más, de forma inmediata. Me percaté de ellos con el tiempo y como consecuencia de la necesidad. Cada vez que me encontraba en la más desesperada de las situaciones desesperadas, ante un porvenir funesto, algo, un pequeño detalle se transformaba y lo veía en mi mente con otros ojos. Dejaba de ser la cosa pequeña que había sido para convertirse en el objeto más importante del mundo, lo que iba a salvarme la vida. Esto me pasó una y otra vez. Es verdad que la necesidad es la madre de la invención, es una gran verdad.

CAPÍTULO 51

No obstante, la primera vez que revisé el bote salvavidas, no vi el detalle que buscaba. Las superficies de la popa y de los bancos laterales eran continuas y estaban intactas, igual que los lados de los tanques de flotabilidad. El fondo era plano y estaba justo encima del casco; no cabía ningún alijo debajo. Estaba claro: no había ninguna taquilla, ni armario ni contenedor en ningún lado. Sólo superficies lisas de color naranja.

La estima que había tenido por los capitanes y los proveedores de buques flaqueó. Mis esperanzas de sobrevivir parpadearon. Seguía teniendo sed.

¿Y si los víveres estuvieran en la proa, debajo de la lona? Di media vuelta y volví sobre mis pasos. Me sentía como un lagarto disecado. Empujé la lona hacia abajo. Estaba muy tensada. Si la desenrollaba, podría acceder a unos víveres que tal vez estuvieran guardados debajo. Pero eso implicaba hacer una abertura en la guarida de Richard Parker.

No me quedaba más remedio. La sed me empujó hacia adelante. Muy lentamente, saqué el remo de debajo de la lona. Coloqué el salvavidas alrededor de la cintura. Dejé el remo en la proa. Me asomé por encima de la regala y, con los pulgares, empujé la cuerda que sujetaba la lona hacia arriba hasta que conseguí desengancharla. Me costó lo mío. Pero después del primer gancho, el segundo y el tercero saltaron con más facilidad. Hice lo mismo en el otro lado de la roda. La lona se aflojó bajo mis codos. Estaba tendido encima de ella, con las piernas en dirección a la popa.

La desenrollé un poco. Mi recompensa no se hizo esperar. La proa era igual que la popa; tenía un banco al final. Y encima de él, a algunos centímetros de la roda, había un pestillo que brillaba como un diamante. Vi el contorno de una tapa. El corazón me empezó a latir con fuerza. Desenrollé la lona un poco más. Miré por debajo. La tapa tenía una forma triangular, con las puntas redondeadas. Medía noventa centímetros de ancho y sesenta de fondo. En ese momento, vi una masa naranja. Me aparté rápidamente. Pero el color naranja no se estaba moviendo y el tono no cuadraba. Volví a mirar. No era un tigre. Era un chaleco salvavidas. Al fondo de la guarida de Richard Parker, había varios chalecos.

Un escalofrío me atravesó el cuerpo. Entre medio de los chalecos, parcialmente, como si lo viera a través de unas hojas, alcancé a ver por primera vez de forma clara y lúcida a Richard Parker. Vislumbré sus ancas, y parte de su espalda, el color leonado, las rayas y la inmensidad. Estaba tendido con la barriga en el suelo mirando hacia la popa. Estaba quieto, aparte de las ijadas, que entraban y salían con cada aliento. Cuando me di cuenta de lo cerca que lo tenía, pestañeé de incredulidad. Estaba allí mismo, a sesenta centímetros. Si hubiera estirado el brazo, hubiera podido pellizcarle el trasero. Y entre nosotros sólo había una lona ligera que no costaría nada sortear.

– ¡Dios me ampare!

Fue una súplica apasionada como ninguna, pero proferida con el más suave de los hálitos. Permanecí inmóvil.

Necesitaba encontrar agua. Bajé la mano y corrí el pestillo silenciosamente. Entonces abrí la tapa. Daba a una pequeña taquilla.

Acabo de mencionar la transformación mental de algunos detalles que acabaron salvándome la vida. Pues he aquí un ejemplo: la tapa estaba unida al banco con bisagras que estaban a un par de centímetros del borde, de forma que cuando abría la tapa, creaba una barrera que cerraba el espacio de casi treinta centímetros que quedaba entre la lona y el banco y a través del cual Richard Parker podía atacarme una vez hubiera apartado los chalecos salvavidas. Abrí la tapa hasta apoyarla en el remo que había dejado en la proa y el borde de la lona. Me arrastré hasta la roda y me coloqué de cara al bote, con un pie encima del borde de la taquilla abierta y el otro apoyado en la tapa. Si Richard Parker decidía atacarme desde abajo, tendría que empujar la tapa hacia mí. El empujón me alertaría y me ayudaría a caer hacia atrás al agua con el salvavidas. Si optaba por abalanzarse sobre mí desde el otro lado, es decir, pasando por encima de la lona desde la popa, estaba en la mejor posición posible para verlo y, igual que en el otro caso, de arrojarme al agua. Miré alrededor del bote. No había ningún tiburón a la vista. Miré hacia abajo entre las piernas. Creí que iba a desmayarme de alegría. La taquilla abierta resplandecía de objetos nuevos y brillantes. ¡Ah, qué maravilla la del producto manufacturado, el artefacto sintético, el objeto inventado! Ese momento de revelación material me produjo un placer intenso, una mezcla embriagadora de esperanza, sorpresa, incredulidad y gratitud revuelta, sin parangón. En mi vida me había sentido tan ebrio de felicidad, ni el día de Navidad, ni el de mi cumpleaños, en ninguna boda, en ningún Diwali, ni en cualquier otra ocasión de intercambio de regalos.

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