Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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Ignoro si Sediento No Especificado llegó a cazar la pantera que devoraba hombres.

CAPÍTULO 49

Por la mañana no podía ni moverme. Estaba tan cansado que no pude levantarme de la lona. Hasta reflexionar me resultaba agotador. Me concentré en poner mis ideas en orden. Finalmente, con la misma lentitud que una caravana de camellos que cruza el desierto, logré reunir unos cuantos pensamientos.

Hacía un día semejante al anterior, cálido y nublado, con nubes bajas y una brisa suave. Ya tenía un pensamiento. El barco se estaba meciendo. Ya tenía otro.

Por primera vez pensé en alimentarme. Llevaba tres días sin beber ni una gota, sin comer ni un bocado y sin dormir ni un minuto. El mero hecho de encontrar unos motivos que explicaran mi estado de debilidad me dio fuerzas.

Richard Parker seguía a bordo. En realidad, lo tenía justo debajo de donde estaba tendido. Aunque parezca extraño que este hecho requiriera consentimiento para ser verdad, tuve que deliberar mucho y evaluar varias cuestiones mentales y puntos de vista antes de concluir que no se trataba de un producto de mi imaginación, ni un recuerdo traspapelado, ni una fantasía ni otra falsedad por el estilo, sino un hecho sólido y real que había presenciado en un estado de debilidad y agitación aguda. La verdad iba a verse confirmada en cuanto me sintiera con ánimos de ir a investigar.

Por mucho que no comprendiera cómo había pasado dos días y medio en un bote salvavidas con un tigre de Bengala de más de doscientos kilos, era un enigma que tendría que desentrañar más tarde, cuando recuperara la energía. La proeza en sí iba a convertir a Richard Parker en el polizón más grande de toda la historia de la navegación, al menos desde el punto de vista proporcional. Desde la punta de la nariz hasta la punta de la cola, ocupaba una tercera parte del barco al que se había colado.

Tal vez pienses que en ese momento perdí todas las esperanzas. Pues sí. Y a raíz de ello, me animé y me sentí mucho mejor. ¿No ocurre lo mismo en el deporte? El tenista rival empieza jugando muy bien pero poco a poco le flaquea la seguridad en sí mismo. El campeón acumula puntos. Sin embargo, en el último set, cuando al rival ya no le queda nada por perder, vuelve a relajarse y juega de forma despreocupada y atrevida. De repente empieza a jugar como un diablo y el campeón se ve obligado a hacer un gran esfuerzo para ganar los últimos puntos. Podría decirse que yo estaba en una situación similar. Si vencer a una hiena ya me parecía una posibilidad remota, la de dominar a Richard Parker era tan risible que no valía la pena ni preocuparme. Con un tigre a bordo, me esperaba una muerte segura. Una vez resuelto ese problema, había llegado el momento de ir a encontrar una solución para mi garganta reseca.

Estoy convencido de que lo que me salvó la vida aquella mañana fue el hecho de que me estaba muriendo literalmente de sed. Se me metió la palabra en la cabeza, y no pude pensar en otra cosa, como si la misma palabra contuviera sal y cuanto más pensara en ella, peor el efecto. He oído decir que en la clasificación de sensaciones imperiosas, el ansia de aire supera la de agua. Pero sólo durante unos minutos, digo yo. Después de unos minutos te mueres y las molestias de la asfixia desaparecen. La sed, por el contrario, es un asunto larguísimo. Vamos a ver, Cristo murió ahogado en la cruz, pero su única queja fue que tenía sed. Si la sed es tan debilitante que hasta Dios Encarnado reniega de ella, ¿cómo va a afectar a un mero humano? A mí me desquició. Jamás he experimentado un infierno comparable con el sabor putrefacto y la pastosidad que tenía en la boca, la presión insoportable que tenía en la garganta o la sensación de que mi sangre se estaba convirtiendo en un jarabe espeso que apenas me fluía por las venas. Francamente, en comparación, un tigre no era nada.

Así que relegué cualquier pensamiento acerca de Richard Parker a un segundo plano y fui en busca de agua sin temor.

La varita de zahorí me dio un buen tirón y brotó un manantial de agua fresca cuando se me ocurrió que un bote salvavidas tenía que estar provisto de víveres. Me pareció una suposición perfectamente razonable. ¿Qué clase de capitán iba a pasar por alto la seguridad de su tripulación? ¿Qué clase de proveedor de buques no iba a pensar en ganarse un dinero extra bajo la noble capa de salvar vidas? Ya no me cabía ninguna duda: había agua a bordo. Ahora sólo me quedaba encontrarla.

Pero eso significaba que tendría que moverme.

Conseguí arrastrarme hasta el centro del bote, hasta el borde de la lona. No fue nada fácil. Tuve la sensación de estar trepando a un volcán y que estaba a punto de asomarme al cráter donde iba a encontrarme con una caldera candente de lava naranja. Me tendí pegado a la lona. Asomé la cabeza encima del borde con cautela. No miré más allá de lo necesario. No conseguí ver a Richard Parker, pero a la hiena, sí. Había vuelto a su escondite detrás de lo que quedaba de la cebra. Me estaba mirando.

Ya no me daba ningún miedo. A pesar de que estuviera a apenas tres metros, el corazón no me dio ningún vuelco. La presencia de Richard Parker al menos había servido para algo. Al lado de un tigre, un canino se me antojó ridículo. Es como temer que se te clave una astilla cuando se está cayendo un bosque a tu alrededor. Me enojé con el animal.

– Eres un bicho feo y repugnante- mascullé.

Si no me levanté a echarla del bote a palos, fue por falta de fuerzas y de palo, y no por falta de voluntad.

¿Percibió mi dominio, ese maldito animal? ¿Se dijo: «El superalfa me está mirando. Mejor que no me mueva»? No lo sé.

En cualquier caso, no se movió. De hecho, de la forma en que agachó la cabeza, parecía que quisiera esconderse de mí. Pero de bien poco iba a servirle. Pronto iba a recibir su merecido.

La presencia de Richard Parker también explicaba el comportamiento tan extraño de los animales. Ahora entendía por qué la hiena se había confinado a un espacio tan pequeño y ridículo detrás de la cebra y por qué había tardado tanto en matarla. Fue por temor a la gran bestia y por temor a tocar la comida de la gran bestia. La paz tirante y pasajera entre la hiena y Zumo de Naranja, y mi propia conmutación, se debían claramente a la misma razón: ante un predador tan superior, todos éramos presa, y el modo habitual de cazar se había visto afectado. Según pareció, la presencia de un tigre me había salvado de una hiena. Sin lugar a dudas, éste era un ejemplo de manual de salir de Guatemala para entrar en Guatepeor.

Pero la gran bestia no se estaba portando como una gran bestia, hasta tal punto que la hiena se había tomado ciertas libertades. Que la pasividad de Richard Parker hubiera durado tres días requería alguna explicación. Se me ocurrieron dos: por sedación o por mareo. Mi padre se había encargado de sedar regularmente a varios animales para reducir sus niveles de estrés. ¿Habría sedado a Richard Parker poco antes de que se hundiera el barco? ¿El susto del naufragio, es decir, los ruidos, caerse al agua, la lucha terrible para nadar hasta el bote salvavidas, habría intensificado el efecto del sedante? ¿El mareo se habría encargado del resto? Fueron las únicas explicaciones convincentes que me vinieron a la cabeza.

El porqué dejó de interesarme. Lo único que me importaba era conseguir agua.

Decidí hacer un inventario del bote salvavidas.

CAPÍTULO 50

Medía exactamente un metro siete centímetros de profundidad por dos metros cuarenta y cuatro centímetros de ancho por siete metros noventa centímetros de largo. Lo sé porque estaba escrito en letras negras en uno de los bancos laterales.

También decía que el bote salvavidas tenía cabida para un máximo de treinta y dos personas. Qué jolgorio tener que compartirlo con tanta gente, ¿no? No obstante, sólo éramos tres, y ya estaba abarrotado. El bote tenía una forma simétrica, con puntas redondeadas que apenas se distinguían entre ellas. La popa estaba provista de un pequeño timón fijo, poco más que una extensión posterior de la quilla. La proa, aparte de mi invento con el remo, se destacaba por una roda con la proa más patética y roma en toda la historia de la construcción naval. El casco estaba remachado y pintado de blanco.

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