Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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El perezoso de tres dedos lleva una vida tranquila y vegetariana en perfecta armonía con su entorno. «Siempre lleva una sonrisa bondadosa en los labios», dijo Tirler (1966). Yo he visto esa sonrisa con mis propios ojos. No soy partidario de proyectar características y emociones humanas en los animales, pero en muchas ocasiones durante mi estancia en Brasil, miré hacia arriba a los perezosos en reposo y me sentí como si estuviera en presencia de unos yoguis colgados cabeza abajo y sumidos en la meditación, o de unos ermitaños abstraídos en sus oraciones, seres sabios cuyas vidas intensas e imaginativas estaban fuera del alcance de mis investigaciones científicas.

A veces mis carreras me confundían. Algunos de mis compañeros de religión (agnósticos desorientados, incapaces de ver la luz, esclavos de la razón, esa pirita de hierro para los listos) me recordaban al perezoso de tres dedos mientras que éste, un ejemplo tan bello del milagro de la vida, me recordaba a Dios.

Nunca tuve problemas con mis compañeros científicos. Los científicos son gente simpática, atea, trabajadora, amante de la cerveza, que sólo piensa en el sexo, el ajedrez y el béisbol, cuando no está pensando en la ciencia.

Fui muy buen estudiante, modestia aparte. Fui el primero en Saint Michael's College durante cuatro años consecutivos. Obtuve todos los premios posibles del Departamento de Zoología. Y si no obtuve ninguno del Departamento de Religión, es sencillamente porque no existen premios para estudiantes en este departamento (ya se sabe, las recompensas de estudiar religión no están en manos de los mortales). Hubiese recibido la Medalla Académica del Gobernador, el premio más distinguido para los estudiantes de la Universidad de Toronto, que ha caído en manos de no pocos canadienses ilustres, si no fuera por un chico de tez rosácea, devorador de ternera, con el cuello como el tronco de un árbol y un temperamento de una jovialidad insoportable.

Todavía me hiere un poco aquel acto de desprecio. Cuando has sufrido mucho en la vida, cada dolor adicional es tan intolerable como insignificante. Mi vida es como un cuadro memento mori del arte europeo: siempre aparece una calavera sonriente a mi lado para que nunca me olvide de la locura de la ambición humana. Yo me burlo de la calavera. La miro y le digo: «Te has equivocado de hombre. Tú quizás no creas en la vida, pero yo no creo en la muerte. ¡Aire!». La calavera se ríe y se me acerca todavía más, pero tampoco me sorprende. La razón por la que la muerte se aferra tanto a la vida no tiene nada que ver con una necesidad biológica; lo hace por envidia pura. La vida es tan bella que la muerte se ha enamorado de ella, un amor celoso y posesivo que agarra todo cuanto puede. Pero la vida salta por encima de la muerte con facilidad y en el fondo, lo poco que pierde carece de importancia-como el cuerpo, por ejemplo- y la melancolía no es más que la sombra de una nube pasajera. El chico de tez rosácea también obtuvo luz verde del comité de becas de Rhodes. Lo adoro y espero que su temporada en Oxford fuera una experiencia rica. Si Lakshmi, la diosa de la riqueza, me favorece pródigamente un día, Oxford es la quinta en mi lista de ciudades que quisiera visitar antes de fallecer, después de La Meca, Varanasi, Jerusalén y París.

No tengo nada que decir acerca de mi vida laboral, sólo que una corbata no es más que una soga, y por muy invertida que esté, acabará por colgar a un hombre si se descuida.

Me encanta Canadá. Añoro el calor de la India, la comida, las lagartijas en las paredes de las casas, los musicales del celuloide, las vacas deambulando por las calles, los graznidos de los cuervos, incluso las discusiones sobre los partidos de criquet, pero me encanta Canadá. Es un gran país en el que el frío te quita el tino y que está habitado por gente compasiva, inteligente y con peinados horrorosos. De todos modos, ya no me espera nada en Pondicherry.

Richard Parker nunca me ha dejado del todo. Jamás lo he olvidado. ¿Me atrevería a decir que le echo de menos? Pues sí, lo echo de menos. Me sigue apareciendo en sueños. En realidad, casi siempre son pesadillas, pesadillas moteadas de amor. Así es el enigma del corazón humano. Nunca he comprendido cómo pudo abandonarme de aquella forma tan poco ceremoniosa, sin tan siquiera un adiós, sin siquiera mirar atrás ni una sola vez. Es un dolor que me parte el alma como un hacha.

Los médicos y las enfermeras del hospital en México fueron increíblemente amables conmigo. Y los pacientes también; fueran víctimas de cáncer o de accidentes de coche, una vez se hubieran enterado de mi historia, venían renqueando o en silla de ruedas hasta mi cama, ellos y sus familias, aunque ninguno de ellos supiera ni una palabra de inglés ni yo de español. Me sonreían, me cogían de la mano, me acariciaban la cabeza, dejando obsequios de ropa y comida encima de la cama. Me indujeron a ataques de risa y de llanto incontrolables.

Conseguí ponerme de pie al cabo de un par de días, incluso di dos o tres pasos a pesar de las náuseas, el mareo y la debilidad general. Los análisis de sangre revelaron que estaba anémico, que tenía el nivel de sodio muy alto y el de potasio muy bajo. Mi cuerpo retenía líquidos y las piernas se me hincharon de forma asombrosa. Parecía como si me hubieran injertado unas patas de elefante. La orina me salía de color amarillo oscuro, casi marrón. Después de más o menos una semana, empecé a caminar con normalidad y podía ponerme zapatos sin acordonar. Las heridas se cerraron, aunque todavía tengo cicatrices en la espalda y en los hombros.

La primera vez que abrí un grifo, el ruido, el derroche y la superabundancia del chorro me impresionó tanto que me fallaron las piernas y me desmayé en los brazos de una enfermera.

Más adelante fui a un restaurante indio en Canadá y comí con los dedos. El camarero me miró con desdén y dijo, «¿Qué? Recién salido del barco, ¿verdad?». Palidecí. Mis dedos, que segundos atrás habían sido papilas gustativas para saborear la comida antes de llevármela a la boca, se volvieron sucios ante su mirada. Se paralizaron como criminales sorprendidos infraganti. No me atreví ni a lamerlos. Los limpié en la servilleta como un transgresor. No tuvo ni idea de cuánto me hirieron sus palabras. Me atravesaron la piel como clavos. Cogí el cuchillo y el tenedor. Apenas sabía usar semejantes instrumentos. Me temblaban las manos. La comida había perdido todo su sabor.

CAPÍTULO 2

Vive en Scarborough. Es un hombre menudo y delgado; no pasa de un metro sesenta y cinco. Pelo negro, ojos oscuros. Tiene canas alrededor de las sienes. Cuarenta años, máximo. Una tez de un agradable color café. Hace un tiempo benigno de otoño, pero se pone un abrigo con la capucha forrada de piel para ir hasta la cafetería. Rostro expresivo. Habla apresuradamente, las manos inquietas. No pierde el tiempo en temas triviales. Va directamente al grano.

CAPÍTULO 3

Me pusieron nombre de piscina. Es curioso, teniendo en cuenta que a mis padres no les gustaba el agua. Uno de los primeros contactos de negocios de mi padre fue Francis Adirubasamy. Se convirtió en un buen amigo de la familia. Yo lo llamaba Mamaji, ya que mama significa tío en tamul y ji es un sufijo que se utiliza en la India para transmitir respeto y cariño. De joven, años antes de que yo naciera, Mamaji había sido campeón de natación, el campeón de toda India del Sur. Conservó ese aspecto toda su vida. Una vez, mi hermano Ravi me dijo que cuando nació, Mamaji no quiso dejar de respirar agua y que el médico, para salvarle la vida, tuvo que agarrarlo de los pies y darle vueltas y vueltas encima de la cabeza.

– ¡Funcionó!-dijo Ravi, haciendo girar el brazo por encima de la cabeza como un loco-. Escupió toda el agua que tenía en los pulmones y empezó a respirar, pero toda la carne y la sangre se le subió al torso. Por eso tiene el pecho tan grande y las piernas tan delgadas.

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