Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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Entonces el anciano me dijo:

– Tengo una historia que le hará creer en Dios.

Bajé la mano. No me fiaba. ¿Tenía un testigo de Jehová llamando a mi puerta?

– Dígame: ¿su historia tiene lugar hace dos mil años en algún lugar remoto del Imperio romano?-le pregunté.

– No.

Quizás fuera un evangelista musulmán.

– ¿Tiene lugar en la Arabia del siglo VII?

– No, para nada. Empieza aquí, en Pondicherry, hace algunos años y acaba, me place decirle, en el mismo país de donde viene usted.

– ¿Y dice que me hará creer en Dios?

– Sí.

– Eso es mucho pedir.

– No tanto para que no pueda alcanzarlo.

Apareció mi camarero. Vacilé unos instantes. Pedí dos cafés. Nos presentamos. El anciano se llamaba Francis Adirubasamy.

– Le ruego que me cuente su historia-le dije.

– Deberá prestar la atención pertinente-me repuso.

– Lo haré-dije, sacando papel y pluma.

– Dígame, ¿ha visitado el jardín botánico?-me preguntó.

– Sí, ayer.

– ¿Se fijó en las vías del pequeño ferrocarril?

– Sí, las vi.

– Cada domingo el tren sigue funcionando para la diversión de los niños. Pero antes funcionaba cada media hora de cada día. ¿Tomó nota de los nombres de las estaciones?

– Una se llama Roseville. Está al lado del jardín de rosas.

– Efectivamente. ¿Y la otra?

– No me acuerdo.

– Es que quitaron el letrero. La otra estación se llamaba Zootown. El pequeño tren tenía dos paradas: Roseville y Zootown. Hace muchos años había un zoológico en el Jardín Botánico de Pondicherry.

Siguió hablando. Yo tomé notas, los fundamentos de la historia.

– Debe hablar con él-me dijo, refiriéndose al protagonista-. Lo conocía muy, muy bien. Ahora es un hombre hecho y derecho. Debe hacerle todas las preguntas que quiera.

Más adelante, en Toronto, lo encontré, entre las nueve columnas de los Patel que aparecen en la guía telefónica. El corazón me palpitaba mientras marcaba el número. La voz que oí tenía una cadencia india en su acento canadiense, sutil pero inequívoca, como un aroma de incienso en el aire.

– De eso hace muchos años-me dijo.

Pero aceptó recibirme. Nos vimos muchas veces. Me mostró el diario que llevó durante los acontecimientos. Me mostró los recortes de prensa amarillentos que lo hicieron saltar a la fama de forma fugaz y oscura. Me contó su historia mientras yo iba tomando nota. Casi un año después, tras bastantes contratiempos, recibí una grabación y un informe del Ministerio de Transporte de Japón. Fue mientras escuchaba aquella cinta que estuve de acuerdo con el señor Adirubasamy en que esta historia era, efectivamente, una historia capaz de hacer creer en Dios.

Me pareció natural que la historia del señor Patel se narrara principalmente en primera persona, con su voz y a través de sus ojos. Sin embargo, cualquier inexactitud o error es mío.

Hay varias personas a quienes tengo que dar las gracias. Estoy claramente en deuda con el señor Patel. Mi agradecimiento es tan infinito como el océano Pacífico y espero que mi narración de los hechos no te decepcione. Por haber puesto en marcha esta historia, le debo las gracias al señor Adirubasamy. Por haberme ayudado a completarla, estoy muy agradecido a tres funcionarios de una profesionalidad ejemplar: al señor Kazuhiko Oda, antiguamente de la Embajada de Japón en Ottawa; al señor Hiroshi Watanabe, de la Compañía Naval Oika; y, sobre todo, al señor Tomohiro Okamoto, del Ministerio de Transporte de Japón, ya jubilado. En cuanto a la chispa de vida, se la debo al señor Moacyr Scliar. Finalmente, mi más sincera gratitud al Consejo Canadiense de las Artes, sin cuya subvención no hubiera podido recoger esta historia que nada tiene que ver con Portugal en el año 1939. Si nosotros, los ciudadanos, no apoyamos a nuestros artistas, sacrificamos nuestra imaginación en el altar de la cruda realidad y acabamos no creyendo en nada y con sueños carentes de valor.

PRIMERA PARTE

TORONTO Y PONDICHERRY
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CAPÍTULO 1

Mi sufrimiento me dejó triste y abatido.

El estudio académico y la práctica constante y reflexiva de la religión me devolvieron la vida. Todavía mantengo lo que alguna gente consideraría mis extrañas prácticas religiosas. Después de un año de educación secundaria, fui a la Universidad de Toronto y obtuve una doble licenciatura. Me especialicé en religión y zoología. En el cuarto curso, hice la tesis de religión sobre ciertos aspectos de la teoría de la cosmogonía de Isaac Luria, el gran cabalista de Safed que vivió en el siglo XVI. La tesis de zoología consistió en un análisis funcional de la glándula tiroidea del perezoso de tres dedos. Elegí el perezoso porque su comportamiento tranquilo, silencioso e introspectivo me ayudó a aliviar mi ser destrozado.

Hay perezosos de dos dedos y hay perezosos de tres dedos. Esto se determina a partir de las patas delanteras del animal, dado que todos los perezosos tienen tres garras en las patas traseras. Tuve la gran suerte de pasar un verano estudiando el perezoso de tres dedos in situ en las selvas ecuatoriales de Brasil. Es un animal sumamente fascinante. Su única costumbre verdadera es la indolencia. Duerme o descansa un promedio de veinte horas al día. Nuestro equipo comprobó los hábitos de sueño de cinco perezosos de tres dedos salvajes, colocándoles en la cabeza, por la noche cuando ya se habían dormido, unos platos de plástico rojo chillón llenos de agua. Los encontramos en la misma posición a última hora de la mañana siguiente con los platos rebosantes de insectos. Con la puesta del sol, el perezoso se vuelve más activo, aunque hay que entender «activo» en el sentido más relajado de la palabra. Recorre la rama de un árbol en su posición característica de estar al revés a una velocidad de aproximadamente cuatrocientos metros por hora. En el suelo, cuando está motivado, se arrastra hasta el árbol más cercano a unos doscientos cincuenta metros por hora, es decir, cuatrocientas cuarenta veces más despacio que un guepardo motivado. Cuando no está motivado, se desplaza a unos cuatro o cinco metros por hora.

El perezoso de tres dedos no está bien informado sobre el mundo exterior. En una escala del 2 al 10, en la que el 2 representa una torpeza insólita y el 10, una agudeza extremada, Beebe (1926) otorgó un 2 a los sentidos del gusto, el tacto, la vista y el oído de los perezosos. El sentido del olfato se ganó un 3. Si te topas con un perezoso en su hábitat natural, normalmente podrás despertarlo con dos o tres codazos. Luego mirará medio dormido en todas las direcciones menos la tuya. Se desconoce por qué mira a su alrededor ya que el perezoso lo ve todo borroso. En cuanto al sentido del oído, no es que el perezoso sea sordo, sino indiferente ante los sonidos. Beebe descubrió que los disparos de una pistola al lado de un perezoso que duerme o come provocan poca reacción. Y tampoco hay que sobreestimar el sentido ligeramente más agudo del olfato. Según parece, son capaces de oler y evitar las ramas podridas, pero Bullock (1968) comprobó que los perezosos se caen «a menudo» al suelo agarrados a ramas podridas.

Y cómo sobrevive, te preguntarás.

Pues precisamente porque es tan lento. La somnolencia y la pereza lo mantienen alejado del peligro, de la atención de los jaguares, de los ocelotes, de las arpías mayores y de las anacondas. El pelo de los perezosos alberga un alga que pasa de un color marrón durante la estación seca a un color verde durante la lluviosa, de modo que el animal armoniza con el musgo y el follaje que le rodea y parece un nido de hormigas blancas o de ardillas, o sencillamente algo que podría ser parte de un árbol.

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