J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Un kilómetro y medio más allá, en Church Row, Samantha Mollison todavía dormía en la habitación de invitados. La puerta no tenía cerrojo, pero la había apuntalado con un sillón antes de derrumbarse, a medio desvestir, en la cama. El principio de un fuerte dolor de cabeza rondaba su sueño, y el sol que entraba por la rendija de las cortinas caía como un rayo láser en la comisura de uno de sus ojos. Tenía la boca seca. Se movió un poco, sin salir de un duermevela inquieto, poblado de sueños extraños y teñidos de remordimiento.

En el piso de abajo estaba Miles, solo, rodeado por las limpias y brillantes superficies de la cocina, sentado muy erguido ante una taza de té intacta. Miraba fijamente la nevera, y en su mente volvía a tropezarse con su mujer, borracha, en los brazos de un colegial de dieciséis años.

Tres casas más allá, Fats Wall fumaba tumbado en su dormitorio, con la misma ropa que había llevado en la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison. Se había propuesto no dormir y lo había conseguido. Notaba la boca un poco entumecida y hormigueante por todos los cigarrillos que había fumado, pero el cansancio había tenido el efecto contrario al que él esperaba: no podía pensar con claridad, pero su infelicidad y su desasosiego eran más profundos que nunca.

Colin Wall despertó sudoroso de otra de las pesadillas que lo atormentaban desde hacía años. En esos sueños siempre hacía cosas terribles, la clase de cosas que temía durante las horas de vigilia. Esa vez había matado a Barry Fairbrother; las autoridades acababan de descubrirlo y habían ido a decirle que lo sabían, que habían exhumado el cadáver de Barry y encontrado el veneno que Colin le había administrado.

Con la mirada fija en la sombra que proyectaba la pantalla de la lámpara en el techo, Colin se preguntó por qué nunca se había planteado la posibilidad de que hubiera matado a Barry; y al instante se le presentó la pregunta: «¿Cómo sabes que no lo hiciste?»

Abajo, Tessa se inyectaba insulina en el vientre. Sabía que Fats había vuelto a casa esa noche, porque desde el pie de la escalera que llevaba a su buhardilla se olía el humo de los cigarrillos. Lo que no sabía era dónde había estado ni a qué hora había vuelto, y eso la asustaba. ¿Cómo habían podido llegar a esa situación?

Howard Mollison dormía profunda y felizmente en su cama de matrimonio. Las cortinas estampadas lo salpicaban de pétalos de rosa y lo protegían de un despertar brusco, pero sus resollantes ronquidos habían despertado a su mujer. Shirley tomaba tostadas y café en la cocina, con las gafas y la bata de chenilla puestas. Evocó la imagen de Maureen cogida del brazo de su marido en el centro parroquial y sintió un odio concentrado que anulaba el sabor de cada bocado que daba.

En The Smithy, en las afueras de Pagford, Gavin Hughes se enjabonaba bajo el chorro de la ducha, con el agua muy caliente, y se preguntaba por qué él carecía del valor de otros hombres, que eligen correctamente entre alternativas casi infinitas. Ansiaba una vida que había entrevisto, pero que nunca había probado, y sin embargo tenía miedo. Elegir era peligroso: cuando elegías, renunciabas a las demás posibilidades.

Kay Bawden, agotada, tumbada en la cama de matrimonio en su casa de Hope Street, escuchaba el silencio reinante a primera hora del día en Pagford y observaba a Gaia, que dormía a su lado, pálida y exhausta a la luz del alba. En el suelo, junto a Gaia, había un cubo; Kay lo había puesto allí después de llevar a su hija casi a cuestas del cuarto de baño al dormitorio, de madrugada, después de sujetarle el cabello durante una hora mientras ella vomitaba en la taza del váter.

«¿Por qué me trajiste aquí? —se lamentaba Gaia entre arcada y arcada—. Suéltame. Vete. Puta mierda. Te odio.»

Kay contemplaba su rostro dormido y recordaba al hermoso bebé que dieciséis años atrás había dormido a su lado. Recordaba las lágrimas derramadas por Gaia cuando Kay había roto con Steve, con quien había convivido ocho años. Steve iba a las reuniones de padres del colegio de Gaia y le había enseñado a montar en bicicleta. Kay recordó la fantasía que había alimentado (y que en retrospectiva parecía tan disparatada como la de Gaia a los cuatro años, cuando quería tener un unicornio), en la que su relación con Gavin prosperaba y podía darle a su hija, por fin, un padrastro permanente y una bonita casa en el campo. Estaba desesperada por conseguir un final de cuento de hadas, una vida a la que Gaia siempre quisiera regresar; porque la separación de madre e hija se precipitaba hacia Kay a la velocidad de un meteorito, y ella preveía que el alejamiento de Gaia sería una calamidad que haría añicos su mundo.

Estiró un brazo por debajo del edredón y cogió la mano de su hija. El contacto con aquel cuerpo que había traído al mundo por accidente hizo que rompiera a llorar, en silencio, pero con unos sollozos tan abruptos que hacían temblar el colchón.

Y al final de Church Row, Parminder Jawanda se puso un abrigo encima del camisón y se llevó el café al jardín trasero. Sentada en un banco de madera a la débil luz del sol, miraba despuntar un día que se prometía precioso, pero había algo que se interponía entre sus ojos y su corazón. El peso que le oprimía el pecho lo atenuaba todo.

La noticia de que Miles Mollison había ganado la plaza de Barry en el concejo parroquial no la había sorprendido, pero al ver el escueto anuncio de Shirley en la web había vuelto a experimentar una chispa de la locura que se había apoderado de ella en la última reunión: el deseo de atacar, sustituido casi al instante por una impotencia sofocante.

—Voy a dimitir del concejo —le había dicho a Vikram—. No pinto nada allí.

—Pero si te gusta… —había dicho él.

Le gustaba cuando estaba Barry. Esa mañana, en medio de tanta quietud, le resultó fácil evocarlo: un hombre de escasa estatura, con barba pelirroja; ella lo superaba por media cabeza. Nunca había sentido la menor atracción física hacia él. «Al fin y al cabo, ¿qué es el amor?», pensó, mientras una suave brisa agitaba el alto seto de cipreses de Leyland que cercaba el amplio jardín trasero de los Jawanda. ¿Era amor que alguien llenara un espacio de tu vida que, cuando esa persona desaparecía, quedaba vacío dentro de ti como un bostezo enorme?

«Disfrutaba riendo —se dijo—. Echo mucho de menos la risa.»

Y el recuerdo de la risa fue lo que por fin le hizo aflorar las lágrimas. Resbalaron por su nariz y cayeron en el café, como pequeños orificios de bala que desaparecían rápidamente. Lloraba porque ya no tenía motivos para reír, y también porque la noche anterior, mientras oían a lo lejos el alegre golpeteo de la música del centro parroquial, Vikram le había dicho:

—¿Por qué no vamos a Amritsar este verano?

El Templo Dorado, el santuario sagrado de una religión que a ella le resultaba indiferente. Parminder se había percatado inmediatamente de las intenciones de Vikram. El tiempo yacía flácido y vacío en sus manos como nunca antes. Ninguno de los dos sabía qué decidiría la comisión del Colegio de Médicos respecto a ella cuando analizara la infracción ética que había cometido contra Howard Mollison.

—Mandeep dice que es una gran trampa para turistas —le había contestado, descartando Amritsar de plano.

«¿Por qué dije eso? —se preguntó, llorando como nunca en su jardín, con el café enfriándose en su mano—. Sería bonito enseñarles Amritsar a los niños. Vikram sólo quería ser amable. ¿Por qué no acepté?»

Tenía la vaga impresión de que al negarse a ir al Templo Dorado había cometido una traición. Visualizó a través de las lágrimas aquel edificio, con su cúpula en forma de flor de loto invertida, reflejado en una lámina de agua y destacando brillante como la miel contra un telón de fondo de mármol blanco.

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