J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Me gustaría verte sentar la cabeza. Kay y tú hacíais buena pareja.

—Ya. Es que aprecio mi libertad. No conozco a muchas parejas felizmente casadas.

Samantha había bebido demasiado para captar toda la carga de esa indirecta, pero tuvo la vaga impresión de que se la habían lanzado.

—Los matrimonios son un misterio para los de fuera —dijo con cautela—. Sólo los entienden las dos personas implicadas. Así que no deberías juzgar, Gavin.

—Gracias por el consejo —repuso él, y, agotada su capacidad de aguante, dejó la lata de cerveza vacía en la mesa y se dirigió hacia el guardarropa.

Samantha lo miró marcharse, convencida de que había ganado el asalto, y centró la atención en su suegra, a la que veía entre la muchedumbre, contemplando la actuación de Howard y Maureen. Saboreó la rabia de Shirley, reflejada en la sonrisa más tensa y fría que había esbozado en toda la noche. Howard y Maureen habían cantado juntos muchas veces a lo largo de los años; a él le encantaba cantar, y ella había hecho los coros de un grupo de música folklórica. Cuando terminó la canción, Shirley dio una sola palmada; lo hizo como si llamara a un lacayo, y Samantha soltó una carcajada y se dirigió hacia el extremo de la mesa donde estaba el bar, pero se llevó un chasco al ver que el chico de la pajarita ya no se hallaba allí.

Andrew, Gaia y Sukhvinder seguían desternillándose en la cocina. Se reían del dueto de Howard y Maureen, y por haberse bebido dos tercios de la botella de vodka; pero sobre todo se reían por el placer de reír, contagiándose unos a otros hasta que ya no se tenían en pie.

La ventanita que había encima del fregadero, entreabierta para que la cocina se airease, se acabó de abrir y la cabeza de Fats asomó por ella.

—Buenas noches —dijo.

Resultó evidente que se había subido a algo que había fuera, porque, a medida que su cuerpo iba apareciendo por la ventana, se oían chirridos y, finalmente, el golpazo de un objeto pesado. Fats aterrizó por fin en el escurridero y tiró varios vasos, que se rompieron contra el suelo.

Sukhvinder salió de la cocina sin decir nada. A Andrew tampoco le hizo ninguna gracia ver a Fats allí. Gaia fue la única que permaneció impasible. Sin parar de reír, dijo:

—Hay una puerta, no sé si lo sabes.

—¿En serio? —dijo Fats—. ¿Qué tenemos para beber?

—Esto es nuestro —dijo Gaia, y abrazó la botella de vodka—. La ha birlado Andy. Tendrás que buscarte la vida.

—Vale —repuso Fats con serenidad, y salió por la puerta hacia la sala.

—Voy al lavabo —masculló Gaia; escondió la botella de vodka bajo el fregadero y se marchó también de la cocina.

Andrew salió también. Sukhvinder había vuelto a la zona de la barra y Fats estaba apoyado en la mesa, con una cerveza en una mano y un bocadillo en la otra.

—Me sorprende que hayas venido a una cosa así —dijo Andrew.

—Me han invitado, tío. Lo ponía en la invitación: «Familia Wall.»

—¿Sabe Cuby que estás aquí?

—Ni idea. Está escondido. No ha conseguido la plaza de Barry. Ahora todo el tejido social se vendrá abajo, porque Cuby no estará allí para sostenerlo. ¡Joder! ¡Esto es asqueroso! —añadió, y escupió el trozo de bocadillo que tenía en la boca—. ¿Vamos a fumar?

En la sala había tanto ruido, y los invitados estaban tan borrachos y gritaban tanto, que a nadie debía de importarle ya lo que hiciera Andrew. Cuando salieron a la calle, encontraron a Patricia Mollison sola junto a su deportivo, fumando y contemplando un cielo colmado de estrellas.

—Coged de éstos si queréis —dijo, ofreciéndoles su paquete.

Después de encenderles los cigarrillos, siguió allí de pie, tan tranquila, con una mano en el bolsillo. Tenía algo que a Andrew lo intimidaba; ni siquiera se atrevía a mirar a Fats para evaluar su reacción.

—Me llamo Pat —dijo ella al cabo de un rato—. Soy la hija de Howard y Shirley.

—Hola. Yo Andrew.

—Y yo Stuart —dijo Fats.

No parecía que la joven tuviera intención de prolongar la conversación. Andrew lo interpretó como una especie de cumplido e intentó emular su indiferencia. Entonces, unos pasos y unas voces femeninas amortiguadas interrumpieron el silencio.

Gaia arrastraba a Sukhvinder tirándole de una mano. Iba riendo, y Andrew se percató de que su borrachera todavía no había alcanzado el punto álgido.

—Oye, tío —le dijo Gaia a Fats—, ¿por qué eres tan capullo con Sukhvinder?

—Vale ya —dijo ésta intentando liberarse de su mano—. En serio, suéltame…

—¡Es la verdad! —dijo Gaia con voz entrecortada—. ¡Eres un capullo! ¿Eres tú el que le pone cosas en Facebook?

—¡Vale ya! —gritó Sukhvinder.

Consiguió soltarse y volvió corriendo a la fiesta.

—Eres un cerdo —le espetó Gaia sujetándose a la verja—. Eso de llamarla lesbiana…

—No hay nada malo en ser lesbiana —terció Patricia entornando los ojos detrás del humo al inhalar—. Pero yo qué voy a decir.

Andrew se fijó en que Fats la miraba de reojo.

—Yo nunca he dicho que hubiera nada malo en serlo. Sólo son bromas —dijo Fats.

Gaia, con la espalda apoyada en la verja, resbaló hasta quedar sentada en la fría acera y se tapó la cabeza con los brazos.

—¿Estás bien? —le preguntó Andrew.

De no haber estado Fats allí, también se habría sentado.

—Estoy borracha —murmuró ella.

—Deberías meterte los dedos en la garganta —le recomendó Patricia, observándola impertérrita.

—Bonito coche —comentó Fats, mirando el BMW.

—Sí —dijo Patricia—. Es nuevo. Gano el doble que mi hermano —añadió—, pero Miles es el Niño Jesús. Miles el Mesías… El concejal Mollison segundo… del Concejo Parroquial de Pagford. ¿Te gusta Pagford? —le preguntó a Fats mientras Andrew observaba a Gaia, que respiraba hondo con la cabeza entre las rodillas.

—No. Es un pueblo de mierda.

—Ya… Yo estaba deseando largarme de aquí. ¿Conocías a Barry Fairbrother?

—Un poco.

Algo en su tono hizo que Andrew se pusiera en guardia.

—Era mi guía de lectura en St. Thomas —dijo Patricia con la vista fija en el extremo de la calle—. Un tipo encantador. Me habría gustado asistir a su funeral, pero Melly y yo estábamos en Zermatt. ¿Qué es todo ese rollo del que hablaba mi madre? Eso del Fantasma de Barry.

—Alguien que colgaba cosas en la página web del concejo parroquial —se apresuró a contestar Andrew, temiendo lo que pudiera decir Fats—. Rumores y tal.

—Ya. A mi madre le encantan esas cosas.

—Me pregunto qué será lo próximo que diga el Fantasma —comentó Fats, mirando de soslayo a Andrew.

—Seguramente dejará de colgar mensajes ahora que se han celebrado las elecciones —masculló él.

—Bueno, no está tan claro. Si todavía hay cosas que al Fantasma de Barry le cabrean…

Sabía que estaba poniendo nervioso a Andrew, y se alegraba. Últimamente, su amigo dedicaba todo su tiempo libre a aquel puñetero empleo, y pronto se mudaría. Él no le debía nada. La autenticidad verdadera no podía coexistir con el sentimiento de culpa y la obligación.

—¿Estás bien? —le preguntó Patricia a Gaia, que asintió con la cabeza sin descubrirse la cara—. ¿Qué ha sido lo que te ha mareado, el alcohol o el dueto?

Andrew rió un poco, por educación y porque quería que dejaran de hablar del Fantasma de Barry Fairbrother.

—A mí también me ha revuelto el estómago —continuó Patricia—. Maureen y mi padre cantando juntos. Cogidos del brazo. —Dio una última e intensa calada al cigarrillo y tiró la colilla, que luego aplastó con el tacón—. Cuando tenía doce años, la sorprendí haciéndole una mamada. Y él me dio un billete de cinco para que no se lo contara a mi madre.

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