Concluida la ronda me encaminé al punto elegido, aguardé hasta cerciorarme de que no aparecerían testigos molestos, y fui introduciendo billete tras billete en la ranura.
Calculé que con cien litros bastaría.
Aquélla se me antojó la dosis de vacuna necesaria para poner sobre aviso a los anticuerpos sin provocar un colapso en el paciente.
Luego, y en el justo momento en que dos distraídos barrenderos hacían su aparición empujando un carrito y charlando animadamente, provoqué el incendio.
Tuve la oportunidad de huir, creo que ya lo he dicho.
Un muro de fuego se alzaba entre los recién llegados que gritaban y yo, y el humo era tan denso y el caos tan indescriptible mientras media docena de automóviles explotaban volando por los aires, que estoy convencida de que nadie hubiera reparado en una pobre muchacha que corriese en un desesperado intento por alejarse de tanto horror como quedaba a sus espaldas.
Pero no lo hice.
No lo hice puesto que de haber escapado, tal vez tan espectacular desastre no hubiera quedado registrado m s que como un mero incidente al que los medios de comunicación apenas habrían prestado una especial atención.
Y no era eso lo que yo buscaba.
Lo que yo pretendía era encararme a alguien con responsabilidad a alto nivel, y a quien pudiera hacerle comprender la magnitud del peligro a que estaban expuestos miles de ciudadanos.
¿Lo he conseguido?
No. Admito que hasta el momento presente no lo he conseguido.
He hablado con inspectores de policía y con psicólogos; me han bombardeado a preguntas e incluso me han amenazado con romperme la cara, pero a estas alturas nadie ha podido confirmarme que tan evidente peligro ha sido conjurado, y que en las ciudades europeas no queda ni un solo surtidor que vomite cientos de litros de gasolina a cambio de un puñado de billetes.
¿Un sacrificio inútil?
¡Quizá!
Pero ese no es ya mi problema, ni ésa mi responsabilidad.
Creo que hice cuanto estaba en mi mano y cuanto, por primera y única vez en mi vida, me dictó mi conciencia.
Jugué a sabiendas que perdía, pero jugué.
No es que pretenda con eso borrar mi pasado.
Ni tan siquiera el fuego, que todo lo purifica, bastaría para convertir en cenizas los cadáveres que he ido dejando a mis espaldas.
Se necesitaría mucho más que un jarrón verde para guardar tanta ceniza.
¿Qué fue de aquel jarrón verde?
¿Dónde descansar n ahora las cenizas de Sebastián?
En aquel horrendo recipiente de porcelana barata se centra sin duda el origen de todo lo acontecido.
Fue ese día, al descubrir lo que había quedado del ser m s prodigioso que jamás pisó la faz de la Tierra, cuando el odio se apoderó de mí obligándome a recorrer los tortuosos caminos por los que tan amargamente he transitado en estos años.
Ahora, aquí encerrada y sin más compañía que una página en blanco empiezo al fin a recuperar la paz interior que me abandonó aquel día.
Ya ese odio ha quedado definitivamente atrás.
Ya ni siquiera le reprocho a ETA su error al colocar una bomba en las calles de Córdoba porque he aprendido que aquél no fue m s que uno de los infinitos errores que cometió desde el momento en que no supo darse cuenta de que habían desembocado en las llanuras de la paz tras haber recorrido un largo camino por las agrestes montañas de la guerra.
Quienes no aprendan a distinguir entre la democracia y la dictadura nunca aprenderán a distinguir el bien del mal y por lo tanto resulta muy difícil juzgarlos con ecuanimidad.
¿Qué han conseguido asesinando a setecientos seres humanos?
Nada.
Ni un solo paso hacia adelante.
Ni un solo voto de más.
Y es que ni tan siquiera una coma ha cambiado en un discurso que perdió hace años su vigencia.
Ese no es ya el camino.
El final del camino desapareció en una ciénaga de sangre. Mi caso es semejante. Quise tomarme la justicia por mi mano y la peor librada he sido yo.
Me gustaría poder pedir perdón, pero no sé a quién dirigirme. Todos aquellos ante quienes debería arrodillarme están muertos.
¿Y de qué sirve un muerto?
¿De qué sirven las cenizas de Sebastián?
La ceniza no es m s que la antesala del vacío más absoluto en cuanto sople el viento, y ahora tomo conciencia de que mi mayor pecado fue transformar esperanzas, sueños e ilusiones en un vacío absoluto.
Nadie, ni terrorista, ni policía, ni juez, ni mucho menos, un vengador de mi estilo tiene derecho a matar.
Por grandes que hubieran sido los errores de Andoni El Dibujante, mayor era su mérito al haber sabido aceptarlos esforzándose por aprender a convivir con ellos.
Y por terribles que hayan sido mis infinitos errores no creo que la muerte constituyera la mejor forma de expiarlos.
Un cadáver no siente ni padece, no piensa, ni mucho menos carga con sus culpas. Un cadáver no es más que un pedazo de carne inerte y desolada.
Ayer abatieron en Bilbao a dos miembros del Comando Vizcaya.
Según aseguró un ministro, eran culpables de infinidad de crímenes, pero no me alegró ver como el serrín cubría su sangre en la calle.
He visto ya demasiado serrín sobre demasiadas calles, y la mancha que queda es siempre la misma, puesto que ni sangre ni serrín saben de ideologías.
Que la sangre derramada por víctimas y verdugos acabe por mezclarse nunca proporcionar nueva vida, sino tan sólo nuevas muertes.
¿Por qué pienso ahora así?
¿Acaso he cambiado tanto?
La venganza es mi ley, y a ella me atengo. Me suena ahora tan rancia y tan absurda esa sentencia.
Ni la venganza, ni las muertes, ni mis infinitas horas de amargura y dolor, consiguieron resucitar a Sebastián.
Lo único que consiguieron fue que se perdieran sus cenizas. Ha venido a verme un subsecretario.
Debe ser duro ser subsecretario. Es el que carga con el trabajo sucio.
Se supone que habla por boca del ministro, pero se presupone también que el ministro no habla por su boca.
Ha dicho algo sobre la ley de la jungla que amenaza con adueñarse de la sociedad que nos ha tocado vivir, pero no ha hecho mención alguna a la jungla de la ley, ese universo cada vez más complejo y enmarañado por el que nos vemos obligados a abrirnos paso día tras día.
Creo que no tiene nada claros cu les son los cargos en mi contra.
¿Terrorismo, estragos, gamberrismo o simple imprudencia temeraria?
¿Sería capaz de admitir que en realidad le he hecho un enorme favor?
No; eso no lo admite aunque en el fondo de su alma sabe que es así, pero entiendo que resulte muy difícil reconocer que había puesto en peligro a una gran parte de la ciudadanía.
Raro es el día que en el País Vasco no se prende fuego a un concesionario de automóviles o a la sede de un partido político, y cada vez más sofisticados cócteles molotov vuelan como si fueran pájaros, pero pese a ello se resisten a aceptar la evidencia de que habían puesto en manos de los violentos un arma terrible.
Pero ¿qué importa eso ahora?
Lo único que importa es que no saben que hacer conmigo.
¿O sí lo saben?
Saben qué es lo que les gustaría hacer. Les gustaría que yo continuara siendo la Sultana Roja.
Pero no la de antes.
Una Sultana Roja controlada.
Una Sultana Roja capaz de poner todo su talento — que admiten, eso sí, que es mucho- al servicio de una causa justa.
¿Y qué es lo que consideran una causa justa?
¡La suya, naturalmente!
Todo el mundo considera que su causa es la justa.
Incluso los subsecretarios.
Todo el mundo opina que Dios está de su parte, aunque a mi modo de ver Dios decidió hace siglos que no está de parte de nadie.
Que cada cual solucione sus problemas como buenamente pueda. Y el señor subsecretario me ha dado a entender que yo puedo ser una excelente solución a un montón de problemas.
Читать дальше