Fue una espera muy tensa, lo admito.
Era como encontrarse en la antesala del dentista a sabiendas de que te va a perforar las muelas con un torno.
Estaba en manos de Martell, ahora El Gran Martell, y lo único que me permitía conservar la calma era saber que él sabía que si algo me ocurría su larga carrera delictiva podía darse por concluida.
Aun así no puedo negar que una amarga bola de hiel se me había instalado en la boca del estómago.
Era una sensación muy semejante a la que experimenté la noche en que ejecuté a El Dibujante.
Por fin, tras casi una hora de espera, me liberaron de mi encierro, me devolvieron un bolso en que no guardaba más que dinero y maquillaje y me condujeron a un enorme salón en penumbra, ya que se encontraba iluminado por diminutas lámparas que descansaban sobre las mesas y que apenas iluminaban hacia abajo, de tal modo que tan sólo permitían distinguir las manos de sus ocupantes.
Frente a cada puesto había un sobre.
El que me correspondió tenía escrito: Antorcha.
No se escuchaba un rumor.
Unas veinte o veinticinco personas fueron penetrando de una en una para tomar asiento en reverencial silencio.
Luego, al cabo de un rato, y cuando al parecer ya todos se encontraban acomodados, en la mesa presidencial hizo su aparición Martell. que aguardó unos instantes y al fin, tras carraspear levemente alzó la mano pidiendo la palabra.
— Queridos camaradas — comenzó-, os he rogado que vengáis porque tengo algo que proponeros y que a mi modo de ver puede asestar un golpe mortal a las decadentes democracias contra las que tanto tiempo llevamos luchando con tan desigual resultado. Os agradezco vuestra presencia.
Se escuchó un leve rumor pero nada más.
Al poco, El Gran Martell continuó:
— Hace unos meses me he dado cuenta de algo de suma importancia y en lo que nadie más parece haber reparado: en la mayor parte de las ciudades europeas se han instalado una serie de surtidores que durante la noche proporcionan gasolina por el simple procedimiento de introducir billetes… — hizo una corta pausa como para permitir que sus interlocutores asimilaran lo que acababa de decir, antes de añadir-: Ignoro quiénes han sido los autores de tan estúpida idea, y por qué razón las autoridades lo permiten, pero no cabe duda de que, aparte de una irresponsabilidad, constituye un profundo desprecio a nuestra imaginación. Llevamos años arriesgándonos a base de transportar y manipular explosivos con el fin de provocar atentados que a veces causan víctimas entre nuestra propia gente, y ahora resulta que nos proporcionan toda clase de facilidades para que, con muy poco esfuerzo, les causemos un daño irreparable.
De nuevo se interrumpió porque ahora sí que un fuerte rumor llenó la estancia, como si los presentes se dedicaran a comentar con sus casi invisibles compañeros de mesa la innegable relevancia de cuanto acababan de escuchar.
Las manos de Martell permanecían, mientras tanto, con los dedos entrelazados y tan estáticas que se podría creer que pertenecían a una estatua.
Siguieron en idéntica posición cuando al fin recuperó el uso de la palabra.
— Mi intención — dijo- es la de coordinar una maniobra conjunta en una serie de ciudades clave, la misma noche, a la misma hora, con el fin de evitar que una acción aislada y precipitada ponga sobre aviso al resto — hizo una dramática pausa-. Si confiáis una vez más en mí, os garantizo que la Operación Krakatoa quedar en la memoria de los hombres por los siglos de los siglos.
No dejaremos piedra sobre piedra.
Ahora el rumor fue de entusiasmo; como el vibrante clamor de victoria de quienes han descubierto de pronto las puertas del paraíso.
Cuando se hubo acallado, El Gran Martell concluyó:
— Cada uno de vosotros tiene delante una tarjeta con su nombre. Firmad si estáis de acuerdo en participar o no, y entregadla a quien pase a recogerla. Respetar‚ el criterio de quienes no deseen colaborar a sabiendas de lo que les ocurrir si mencionan una sola palabra de cuanto aquí se ha tratado. El resto, los que prefieran seguir adelante con el plan, tendrán noticias mías.¡Buenas noches!
Desapareció como por arte de magia y jamás volví a verle.
Tomé el sobre, escribí No en la cartulina, lo cerré y se lo entregué al individuo anónimo que poco después me acompañó hasta el Audi y me devolvió al hotel.
Con la primera claridad del día subí a mi propio coche y me alejé de allí.
Necesitaba encontrar un lugar tranquilo en el que meditar. No me preocupaba haber escrito No en mi tarjetón.
Sabía muy bien que eso era lo que se esperaba de mí, puesto que a juicio de Martell yo carecía de razones para dar mi consentimiento a semejante acto de barbarie, y aceptarlo hubiera resultado altamente sospechoso.
Mientras me limitara a mantenerme al margen ninguno de los dos correría peligro ya que nos encontrábamos demasiado ligados el uno al otro, pero aquella noche había hecho una exhibición de su tremendo poder obligándome a abrigar la seguridad de que si daba un solo paso en falso me aplastaría.
Conduje durante horas, despacio y sin rumbo fijo, deteniéndome de tanto en tanto aquí y allá para disfrutar del paisaje y meditar sobre en qué lugar de este mundo podría ocultarme el tiempo necesario como para tomar una decisión sobre cuanto acababa de escuchar la noche antes.
El brazo de Martell era muy largo sin duda alguna.
Muy largo.
Y contaba con infinitos recursos puesto que conocía la mayor parte de los trucos del oficio, ya que era un magnífico profesional al que había conseguido sorprender una vez pero estaba segura de que me resultaría muy difícil engañar la segunda.
Esperaba de mí que me quedara quieta, pero presentía que de alguna forma me estaba controlando.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi equipaje había pasado todo el día en la habitación del hotel, y el coche en el aparcamiento. A media tarde me detuve ante un pequeño garaje a las afueras de un pueblo perdido del centro de Francia y le pregunté al dueño si conocía a alguien que estuviera dispuesto a ganarse un buen dinero por llevar mi coche a París y dejarlo en el aeropuerto de Orly.
Me recomendó a su hijo, un muchacho de aspecto avispado que abrió los ojos como platos cuando le coloqué veinte mil francos en la mano, y que me dejó en la estación llevándose mi coche, mi equipaje y mi teléfono móvil debidamente conectado.
Me compré ropa sencilla, me cambié en el baño, tiré a una papelera la que llevaba puesta y desde un teléfono público hice una llamada. A la noche siguiente una mujer que vagamente recordaba a la Serena Andrade de antaño penetró en el puerto deportivo de Cannes y subió a un yate de alquiler de unos veinte metros de eslora, con cuyo propietario y capitán, el viejo monsieur Lagardere, había entablado una cierta amistad durante su larga estancia en el barco de Hans Preyfer.
Monsieur Lagardere me propinó dos sonoros besos, me ofreció un pastisé e inquirió por último:
— ¿Rumbo?
— Al mar. Necesito estar sola y pensar.
Zarpamos con el alba y pusimos proa a poniente bordeando la costa.
La tripulación la componían el capitán y cuatro hombres que parecían estar acostumbrados a que su barco lo alquilaran parejas de enamorados que querían perderse de vista una temporada, a los que no pareció sorprender que alguien que probablemente acababa de sufrir un desengaño sentimental les contratara con la sana intención de alejarse por un tiempo del mundanal ruido.
Mi camarote era inmenso, con una amplia cama en la que deberían haberse librado incontables batallas amorosas, la comida excelente, y los tripulantes tan discretos y silenciosos que más parecían fantasmas que seres de carne y hueso.
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