— ¿Y eso qué tiene que ver?
— ¡Mucho! Si acepta que no cree en Dios, y por lo tanto tampoco cree en el Demonio, según usted, yo no existo.
El Cantaclaro esbozó una especie de amarga mueca al inquirir:
— ¿Está pretendiendo decirme que es usted el Demonio?
— ¿Qué haría si lo admitiera?
— Me apresuraría a llamar al doctor Salcedo, que es el mejor psiquiatra que conozco, y que trabaja allí, al otro lado del jardín.
— ¡Se lo voy a poner fácil…! — replicó el otro en tono a todas luces humorístico—. Vamos a intentar que sea ese mismo doctor Salcedo el que haga esa llamada.
Con el dedo apuntó hacia el negro teléfono que descansaba sobre la mesa, que unos segundos más tarde comenzó a repicar con histérica insistencia.
Su acompañante palideció, contempló el aparato con expresión horrorizada y alzó el rostro hacia Damián Centeno que le indicó con un sencillo ademán que se decidiera a levantarlo.
Cuando lo hizo y reconoció la voz, el tan justamente apodado Cantaclaro no supo qué decir quizá por primera vez en su vida.
Al fin, casi con susurro apenas audible, replicó:
— No, Rafael; yo no te he llamado. ¿Cuándo…? No, en absoluto. Te habrán dado mal el mensaje. Te aseguro que hace más de un mes que no te llamo. No tiene importancia. ¡Adiós!
Se quedó muy quieto con la cabeza baja y al fin se lamentó con evidente amargura:
— Me sorprende que alguien como Salcedo se preste a colaborar en una broma de tan mal gusto.
— El pobre doctor Salcedo no tiene nada que ver con todo esto — se apresuró a puntualizar su interlocutor—. Y le aseguro que no se trata de ninguna broma, pero como veo que el experimento le ha impresionado, vamos a repetirlo complicándolo un poco… — Sonrió de una forma en verdad inquietante—. ¡Piense en alguien! — pidió—. ¡No me diga quién! Alguien insospechado, lejano a usted, y que no tenga el menor motivo para llamarle… ¡Tómese el tiempo que quiera! — Le guiñó un ojo con picardía—. ¿Lo ha pensado ya…! ¡Bien! ¡Vamos allá…!
Señaló de nuevo el teléfono que casi de inmediato volvió a repicar con idéntica insistencia.
Bruno Guinea alargó la mano y lo tomó como si en verdad imaginara que iba a quemarle para llevárselo muy lentamente al oído:
— ¿Quién es…? No; Alejandro no está aquí y no pienso decirte adonde está. Siento que vayan a enchironarte, Roberto. Es algo que no le deseo a nadie, pero creo que te lo has ganado a pulso y no puedo hacer nada al respecto… ¡Adiós!
Colgó para clavar los ojos en su extraño visitante que había permanecido totalmente impasible, pero que señaló como si estuviera hablando del bochornoso calor, o de la posibilidad de que lloviera aquella noche:
— No se preocupe. Ese tipejo pasará una larga temporada en la cárcel, y cuando salga será un despojo humano al que nadie pagará ya un duro por irse con él a la cama.
— ¿Le conoce?
— Jamás había oído hablar de él, pero ahora sé que se trata de un «chapero» drogadicto al que dentro de ocho años asesinaran de un navajazo y al que tendré que hacer un hueco en un infierno que ya tengo abarrotado de tipos semejantes.
— ¡Pare con eso! — suplicó Bruno Guinea del que se podría asegurar que no estaba seguro de si continuaba despierto o vivía una pesadilla—. Está a punto de volverme loco.
— ¿Quiere que el doctor Salcedo le llame de nuevo?
— ¡No, por Dios! Ya no sé qué pensar de todo esto.
— ¡Pues limítese a aceptar la verdad simple y llana…! Está sentado frente al mismísimo Lucifer en carne y hueso.
— ¡Qué tontería!
— ¿Tontería…? — repitió el hombrecillo en tono visiblemente quejumbroso—. Cada día me ponen las cosas más difíciles. Antes la gente no se mostraba tan escéptica. Me bastaba con presentarme oliendo a azufre, para que todo el mundo echara a correr despavorido o se arrojara a mis pies. Pero el cine ha creado unos monstruos tan repugnantes, que por mucho que me esforzara jamás conseguiría superarlos. ¿Ha visto Alien…'? Le garantizo que allá abajo no tenemos una sola criatura capaz de producir tanto terror y tanto asco.
— ¿Intenta burlarse de mí? — casi sollozó el Cantaclaro, que ya ni cantaba, ni la mayor parte de las veces se le entendía lo que pretendía decir.
— ¡En absoluto! — fue la respuesta—. La razón de mi visita es muy seria. Incluso le diría que se trata de la misión más importante a que me he enfrentado a lo largo del último siglo. Algo que se sale por completo de lo corriente.
— ¿Y es…?
— Que me he propuesto comprar su alma.
— ¡Bien! — admitió resignadamente su interlocutor tras una larguísima pausa en la que se esforzó por recuperar el control sobre sí mismo—. Voy a intentar seguirle el juego porque estoy convencido de que todo esto no es más que uno de esos estúpidos programas de televisión en los que te hacen pasar un mal rato hasta que entra un hijo de puta que se cree muy gracioso con un ramo de flores en la mano y pretende arreglarlo todo con un abrazo… ¿Cuánto paga por mi alma?
— Ponga usted el precio — replicó Damián Centeno con su acostumbrada flema—. Pero le repito que no se trata de ninguna broma, y le recuerdo que supe que Roberto le llamaría sin necesidad de que me dijera su nombre.
— ¡Algún truco habrá!
— ¿Truco…? ¡De acuerdo…! Le propongo un último «truco» para ver si le convenzo de quién soy en realidad. — Hizo un leve gesto hacia la pared frontal—. Piense en un libro de esa estantería, y en una página cualquiera. — Aguardó unos instantes antes de inquirir —: ¿Lo ha hecho ya? ¡Bien…!
Alargó la mano hacia la librería y de inmediato uno de sus volúmenes se precipitó al suelo donde quedó sorprendentemente abierto.
Bruno, que casi no daba crédito a lo que estaba viendo, se inclinó y tomó el libro, comprobó la página y por un momento se le diría a punto de desvanecerse a causa de la impresión.
Con una leve sonrisa, su oponente señaló:
— La página que ha elegido empieza diciendo: «Es posible, que en determinadas circunstancias, el paciente no reaccione con la esperada rapidez al tratamiento, pero tras un detallado análisis, etc.» Estoy en disposición de recitarle cuanto está escrito en cada uno de esos libros, pero confío en que no lo considere necesario. Soy quien le aseguro que soy, le guste o no le guste, e insisto que estoy aquí con la intención de comprar su alma.
— Pero ¿por qué la mía? — quiso saber el Cantacla-ro en lo que sonaba a trágico lamento.
— Porque es usted la persona más decente que conozco. Un hombre justo, fiel, honrado, sincero, sencillo y trabajador… ¡Una auténtica joya! no como esas miserables almas que se me ofrecen a diario. — El demoníaco hombrecillo hablaba sin apasionamiento, como si se estuviera refiriendo a un tema absolutamente intrascendente—. Vivimos tiempos de impudicia, violencia, mentira y corrupción, en los que las almas valen menos que el combustible que se utiliza para abrasarlas. — Agitó la cabeza en lo que cabría tomar por un gesto de pesar—. ¿Tiene una idea de lo amargo que llega a ser pasarse siglos y siglos viendo llegar a tanta basura humana como me envían? Recibo a gente cuya maldad incluso a mí me espanta, puesto que en un principio mi pecado tan sólo fue la soberbia…
Se irguió muy despacio y acudió junto a su interlocutor con el fin de quitarle el libro de las manos para ir a colocarlo con sumo cuidado en el lugar que ocupara originariamente.
— Para mi desgracia, yo estaba predestinado a ser lo que soy, y mentiría si no reconociese que es una carga excesiva — dijo—. ¡Y aburrida! ¿De qué me sirve ser el Maligno si ya no existe nada que me divierta, ni me excite, ni me produzca la más mínima satisfacción?
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