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Alberto Vázquez-Figueroa: El señor de las tinieblas

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Alberto Vázquez-Figueroa El señor de las tinieblas

El señor de las tinieblas: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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El interrogado concluyó su consomé, dejó la taza sobre la mesa e hizo un amplio gesto con el que parecía pretender abarca la totalidad de las estanterías y los montones de papeles que le rodeaban.

— Vivo en este pequeño mundo, y te garantizo que aparte de mi familia, la investigación es lo único que me interesa — dijo—. Lo que ocurra más allá de esa puerta no me llama en absoluto la atención.

— ¿Y tampoco te interesa lo que está ocurriendo aquí, en el hospital?

— Si no está relacionado con mi trabajo, no.

— ¡Pero es que está muy relacionado! — le hizo notar Claudia—. Dentro de cuatro meses se jubila el director.

— ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

— Que en buena lógica tú eres el llamado a ocupar su puesto, pero veo que no haces nada al respecto.

— ¿Yo de director…? — se escandalizó su «jefe»—. ¿Y para qué quiero yo ser director de un hospital?

— Para progresar en tu carrera.

— ¿Es que te has vuelto loca?

— ¡Aquí el único loco eres tú! — masculló con su adustez acostumbrada la enfermera—. Has trabajado muy duro durante muchos años, y lo justo es que se premie ese esfuerzo colocándote en el lugar que mereces.

— Pero es que a mí no me interesa ningún otro lugar.

— ¿Por qué?

— Porque ya te he dicho que estoy bien donde estoy.

— ¿O sea que no tienes ambiciones?

El Cantaclaro señaló con la barbilla la batería de microscopios.

— Mis ambiciones se centran en conseguir algo importante para el futuro de la medicina — dijo—. Dirigir un hospital es una tarea rutinaria y administrativa que cualquiera llevaría a cabo con muchísimo más entusiasmo y eficacia que yo.

— ¿Y piensas pasarte el resto de tu vida encerrado entre estas cuatro paredes, tomando notas y alimentándote a base de bocadillos de chorizo? — quiso saber su quisquillosa interlocutora.

Bruno Guinea se limitó a mostrarle el jugoso pedazo de carne que tenía en la punta del tenedor:

— En ocasiones me cambian el menú… — puntualizó—. Y tal vez algún día encuentre las respuestas que busco. Lo que sí tengo muy claro, es que si no estoy aquí, nunca las encontraré.

— ¿Tan importantes son como para no dejar espacio a nada más?

— Por suerte o por desgracia, mis espacios están bien ocupados — le hizo notar el interrogado con un leve tono de agresividad—. Tengo un espacio para mi mujer, otro para mis hijos, otro para los amigos, y otro para mis aspiraciones como hombre que desde muy niño soñó con ser médico, no para hacer balances y presupuestos, sino para intentar aliviar el dolor de quienes sufren. — Agitó la cabeza en un claro gesto de pesar al añadir —: Tenía unos doce años cuando mi madre, a la que adoraba, enfermó, y verla postrada en la cama consumiéndose hora tras hora con el dolor reflejado en sus hermosos ojos verdes, determinó mi futuro. Si tengo que pasarme el resto de mi vida aquí encerrado para conseguir que una sola persona no sufra como ella sufrió por culpa de aquel maldito cáncer, o un solo niño no vea morir a su madre como yo vi, morir a la mía, puedes estar segura de que aquí me quedaré.

— Nunca me habías dicho que tu madre murió de cáncer.

— ¿Y a quién le importa más que a mí, que lo padecí en su día? — quiso saber el Cantaclaro—. Lo que hago, ya no lo hago por ella, que al final descansó.

— Pero lo haces en su memoria — le hizo notar Claudia Fonseca—. ¿Tanto te marcó?

— Probablemente, porque las tragedias que te acontecen durante la pubertad, te marcan para el resto de tus días. Las que ocurren más tarde tan sólo te afectan durante un tiempo porque ya te has curtido y puede que incluso acabes por olvidarlas por completo. Pero las otras, las primeras, no las olvidas nunca.

Acudió de nuevo a la mesa de los microscopios para tomar sus eternas notas observado por una desconcertada muchacha que tras unos instantes de duda inquirió:

— ¿Realmente confías en conseguir algo positivo?

— Aún es pronto para saberlo — reconoció su interlocutor con absoluta naturalidad—. Cuando inicias una investigación de este tipo se te ofrecen mil caminos, y el problema estriba en que pronto o tarde tienes que decidirte por uno sin saber hacia dónde conduce. Tal vez no lleve a ninguna parte y hayas perdido media vida, pero ese esfuerzo nunca resulta totalmente inútil, puesto que sirve para indicar a los que vienen detrás que ésa era una vía sin salida. Los grandes descubrimientos suelen hacerse de ese modo: eliminando rutas erróneas hasta que se encuentra la correcta.

— ¿Y con eso te conformas?

— No me importa ser un peón que avanza a sabiendas que va a ser sacrificado si me sostiene la esperanza de que detrás llegarán las torres, los alfiles y las reinas que darán jaque mate a la más terrible de las enfermedades que ha padecido el ser humano.

— Me asombra que en unos tiempos en que todo el mundo quiere ser torre, alfil o reina, tú aceptes seguir siendo un simple peón.

— Existen peones que acaban por coronar y convertirse en reina, aunque yo no aspiro a tanto — le hizo notar Bruno Guinea—. Mientras no aceptes que es trabajando en equipo, aunque los investigadores se encuentren a miles de kilómetros de distancia unos de otros, como se obtienen resultados, nunca entenderás nuestra forma de vida. Yo intercambiaré mis conocimientos con Hans Muller, de Berlín, éste con alguien que tal vez se encuentre en Montreal o Pekín, y así, paso a paso, y con mucha paciencia llegaremos a donde pretendemos llegar.

— ¿La curación del cáncer?

— ¡Exactamente!

— ¡Lo veo tan lejano…!

— Es que aún está muy lejos — admitió el otro—. Pero como dijo Machado: «Caminante no hay caminos, se hace camino al andar.» Y a mí me basta con saber que estoy caminando aunque quizá no lo esté haciendo ert la dirección correcta….

Se interrumpió un tanto desconcertado porque en el umbral de la entreabierta puerta había hecho sorpresivamente su aparición un hombrecillo de aspecto anodino que inquirió con una escueta sonrisa:

— ¿El doctor Guinea? — Ante el mudo gesto de asentimiento añadió —: Soy Damián Centeno, de La Revista Médica… Le telefoneé la semana pasada y me citó aquí.

— ¡Es cierto! — se apresuró a replicar el aludido—. Pero no le esperaba hasta el viernes.

— Es que, si no me equivoco, hoy es viernes — replicó en un tono levemente burlón el periodista.

— ¡No fastidie! — se asombró su interlocutor—. ¿Y qué se ha hecho con el miércoles y el jueves?

— Te los comiste acompañados de un bocadillo de chorizo y una cerveza — intervino en su agrio tono pre^ dilecto Claudia Fonseca.

— ¡Vaya por Dios!

— ¡No se sorprenda! — añadió la enfermera dirigién-

dose en esta ocasión al recién llegado—. Nunca sabe en qué día, ni en qué mes, e imagino que ni en qué año vive. A veces pienso que ni siquiera sabe que vive.

— Ya me lo habían advertido — señaló el hombrecillo—. Pero no tiene importancia. Sabía que lo encontraría aquí… — Se volvió al Cantaclaro—. ¿Me puede conceder ahora esa entrevista?

— ¡Naturalmente…! ¿Qué es lo que quiere saber?

— Me gustaría que me diera alguna información sobre su trabajo.

— Pues le advierto que no hay gran cosa que decir — le hizo notar el otro—. Prácticamente lo estoy empezando.

— Sin embargo tengo entendido que lleva más de dos años empeñado en esas investigaciones.

— ¿Y qué son dos años, o diez, en un campo como éste? — fue la inmediata pregunta en respuesta a la pregunta—. Pero ya que está aquí, siéntese y veamos qué se puede hacer.

Claudia Fonseca, que se había entretenido en recogerlo todo, tomó la bandeja y se encaminó con ella en la mano hacia la puerta.

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