Una hora más tarde y a solas con su hija, Miguel Heredia no pudo por menos que lamentarse.
— ¿Cómo puedes pensar en organizar una tripulación a base de cazadores de esclavos, jugadores de ventaja, dueños de prostíbulos y toda la basura que el mundo quiso arrojar a la ciudad más pecaminosa que ha existido? ¡Es cosa de locos!
— Loca estaría si intentara contratar escribanos, seminaristas u honrados padres de familia — le hizo notar Celeste —. Me esfuerzo por elegir lo mejor entre tanta escoria, pero no se me pueden pedir milagros. Éstos son los mimbres de que dispongo para confeccionar mi cesto.
— ¿Y qué necesidad tienes de ese cesto?
Por toda respuesta su hija le tomó del brazo y le obligó a aproximarse al gigantesco ventanal de popa para indicar con un ademán de cabeza al medio centenar de negros que se afanaban bajo un sol de justicia en la dura tarea de desescombrar lo poco que quedaba de la vieja Port-Royal.
— Ésa es mi necesidad! — dijo —. Conseguir que algún día esos desgraciados tengan derecho a permanecer a la sombra al mediodía. ¡No es justo! — añadió —. No es justo que les obliguen a derretirse al sol mientras nos limitamos a mirarles.
— Si tanto te preocupan, cómpralos y ponlos en libertad.
— Ni siquiera yo tengo suficiente dinero como para comprar todos los esclavos de esta isla — le hizo notar la muchacha —. Y aunque lo tuviera, al día siguiente traerían más y más, y más, puesto que mientras exista quien los compre, siempre habrá quien los venda. ¡No! — insistió convencida —. El problema de la Trata no se resolverá nunca en su punto de destino, sino en su lugar de origen.
— Yo te entiendo, hija — respondió alguien que cada día se sentía más agobiado por el peso de cuanto se le estaba viniendo encima —. Entiendo qué es lo que pretendes, y admiro tu entereza, pero me preocupa la magnitud de la empresa que pretendes encarar. ¡Aún eres casi una niña!
— ¡Gracias a Dios! — exclamó ella tomando asiento en el borde del inmenso lecho que el libidinoso De Graaf compartiera hasta con tres y cuatro barraganas al mismo tiempo —. Si no lo fuera, ni tan siquiera se me pasaría por la mente fletar este barco. Pero no te preocupes; el hecho de ser joven no significa necesariamente que sea alocada. Medito muy bien cada paso.
— No lo meditaste en exceso a la hora de ahorcar al capitán Tiradentes — observó su padre —. Sigo pensando que fue una muerte inútil.
— Con frecuencia resultan inútiles las vidas, no las muertes. No creo que aquel malnacido aportara nunca nada bueno a nadie.
Se alzó del lecho, fue de nuevo hasta el ventanal, contempló el mar que nacía al otro lado de la lengua de tierra en que antaño se alzó Port-Royal, y sin volverse a mirar a su padre comentó:
— Es hora de que te plantees seriamente si estás dispuesto a ayudarme sin ningún tipo de reservas, o si continúas manteniendo dudas respecto a lo que pretendo. Me consta que ésta va a ser una guerra difícil y sin esperanzas de victoria, pero aun así pienso iniciarla puesto que, tal como fray Anselmo solía decir, lo que importa no es tocar a Dios, sino avanzar hacia su luz. — Tomó ahora asiento en el alféizar del ventanal, y enmarcada por el cielo y el mar a sus espaldas, con su rostro aniñado y los pies balanceándose en el aire, más parecía una chicuela traviesa hablando de organizar una divertida merienda campestre que una decidida mujer a punto de emprender una absurda cruzada —. Tendrías que haber conocido a fray Anselmo — musitó muy por lo bajo —. Tendrías que haberle escuchado como yo le escuché durante años, para llegar al convencimiento de que esas pobres criaturas son tan hijas del Señor como nosotros y poseen un alma tan inmortal y tan digna de ser salvada como la nuestra.
— Puede que tengas razón — admitió Miguel Heredia un tanto desconcertado por el nuevo giro que tomaba la conversación —. Nunca me lo he planteado seriamente, pero no tengo por qué negar que posean un alma inmortal si así te place. Lo que no acepto es que, al tiempo que hablas de fray Anselmo y de Dios, ahorques a un hombre.
— La muerte de aquel canalla no tiene nada que ver con esto — repuso ella —. Fue una simple venganza, y si un día el Señor me pide cuentas responderé por ello. Pero ahora ese dolor y esa ira se han calmado, y lo único que importa es el futuro.
— ¿Qué futuro? No veo el más mínimo futuro en todo esto.
— ¿Cómo que no? — fue la casi escandalizada respuesta —. Cada ser humano que salvemos de la esclavitud es ya de por sí un futuro. No el nuestro, desde luego, pero sí el suyo. Y cada vez que un negro alcance la libertad, habrá otros que entiendan que tal libertad es posible, y a su vez luchen por ella. Alguien tiene que empezar a hacer algo más que hablar, y cuanto más pienso en ello más me convenzo de que tal vez el Señor me eligió para semejante tarea.
— ¡Dios santo! Una iluminada — fingió horrorizarse su padre —. ¿Eso es lo que pretendes: convertirte en una iluminada por la Luz del Señor, dispuesta a alzarse en armas?
— Existe una gran diferencia entre ser una «iluminada» y cruzarse de brazos — puntualizó quisquillosa su hija —. Para fray Anselmo, el padre Las Casas fue un fanático que a la larga causó más daño que provecho con sus proclamas a favor de los indígenas, pero lo prefería a los miles de sacerdotes que aceptan en cómplice silencio las infinitas iniquidades que se cometen a diario con negros, indios y mestizos. Si me equivoco al hacerme a la mar para combatir a los negreros, la importancia de mi error es mínima frente al que perpetran cuantos no hacen nada al respecto. La omisión puede llegar a ser mucho más culpable que la acción.
— Jamás te había oído hablar con tanto apasionamiento — dijo, cada vez más perplejo, Miguel Heredia —. Ni siquiera tenía la más mínima idea de que ésta fuera tu forma de pensar.
— Ser porque nunca nos habíamos detenido a hablar sobre ello, o ser porque cuanto ha acontecido en los últimos tiempos ha hecho que surja a la luz algo que llevaba en mi interior sin yo misma tomar conciencia. A menudo es necesaria una sacudida para que el árbol deje caer sus frutos, y no cabe duda de que, como sacudida, el terremoto ha sido de lo más eficaz.
Antes de que su padre pudiera replicar sonaron unos discretos golpes en la puerta, y cuando Celeste abrió se enfrentó a la gigantesca figura del carpintero mayor, un torvo vascofrancés al que nadie conocía por más apelativo que el de Gabacho, y que tras llevarse la mano al ala del enorme sombrero de paja del que jamás se desprendía, señaló escuetamente y con un acento infernal:
— Encontré palo mesana. Muy bueno.
— ¿Dónde?
— Bricbarca portuguesa embarrancada.
— ¿El Botafumeiro ? — El hombretón asintió con un casi imperceptible ademán de cabeza y Celeste Heredia no pudo por menos que volverse a su padre para comentar con intención —: Ironías de la vida; el barco de ese cerdo nos resolver un grave problema. — Se encaró de nuevo al francés —. ¿Qué necesitas? — quiso saber.
— Veinte hombres y permiso, coronel.
— Cuenta con ello. ¿Cómo va el resto?
— En dos semanas navegamos.
No exageraba, puesto que estaba al mando de un auténtico ejército de operarios que trabajaban desde el amanecer a media mañana, y desde media tarde hasta que cerraba la noche, por lo que el antaño fastuoso galeón iba recuperando a ojos vista su perdida prestancia y su reconocida capacidad de maniobra, ya que al propio tiempo docenas de hombres y mujeres trabajaban de igual modo en tierra firme confeccionando juegos de velas, reparando cordajes y poniendo a punto los cañones.
La fama de la inusual generosidad con que la joven recompensaba a su gente había corrido como reguero de pólvora de un extremo a otro de la isla, y no quedaba nadie en ella, en unos momentos en los que el terremoto había destruido la mayor parte de sus fuentes de riqueza, que no quisiera aprovechar semejante coyuntura.
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