Agua dulce.
El mar, su adorado océano, era otra cosa.
El agua que resbalaba ahora sobre su piel y trataba de empujar con el cuenco de las manos hacia el interior de su reseca garganta era como sangre fresca que corría locamente por sus venas, obligando a su corazón a latir con más fuerza, como si le urgiera enviar al último rincón de su cuerpo aquel inesperado regalo caído de los cielos.
Cambió el olor del mundo transformándose en olor a tierra empapada; a eclosión de la naturaleza; a confianza en que, la pardusca llanura se transmutaría muy pronto en una espesa alfombra de verdor.
Seguía lloviendo.
¡Alá es grande!
Tan grande era Alá, que permitió que continuara lloviendo todo el día, y esa noche, y a la mañana siguiente, y la magnitud de su grandeza fue tal que la lluvia no cesó hasta que la gigantesca cuenca de Dáora se convirtió —tantos años después— en una hermosa laguna en la que el agua alcanzaba más de un metro de profundidad.
De todos los cielos acudieron las aves.
De todas las madrigueras surgieron las bestias.
Y en cada rincón del horizonte hizo su aparición una caravana.
Omar El Fasi ordenó a sus criados que delimitaran con estacas el terreno que calculó que podía plantar con las semillas que conservaba como el más preciado de sus tesoros, enfundó sus armas, y se sentó a aguardar la visita de los restantes caídes.
Sabía muy bien que fueran quienes fueran, y por enemigos que antaño hubieran sido, acudirían en son de paz, visto que ningún creyente osaría ensuciar con estúpidas rencillas el preciado regalo que el Creador acababa de otorgar a todos los seres vivos del planeta.
Hombres, gacelas, antílopes, avestruces, liebres, un millón de aves, e incluso la odiada hiena y el temido guepardo de valiosísima piel podrían acudir sin miedo a disfrutar del agua que rebosaba Dáora, puesto que una vieja ley no escrita del desierto dictaminaba que hasta el último habitante de las cálidas llanuras debería compartir con sus vecinos tan inesperada riqueza.
Si nadie tenía derecho alguno sobre el aire, ¿a quién se le podía ocurrir que tuviera derecho sobre el agua?
Al atardecer del día siguiente el caíd Omar El Fasi mandó llamar al capitán Bocanegra.
—Éstos son días de alegría — dijo—. Días de paz y de concordia, y por lo tanto, si me das tu palabra de que no intentaréis escapar, podréis consideraros libres hasta el momento en que se recoja la cosecha. — Le apuntó firmemente con el dedo—. Pero si uno solo de tus hombres, ¡sólo uno! trata de huir, morirá él y morir n cinco más que elegiré al azar. ¿He hablado claro?
— Muy claro.
— ¿Y qué me contestas?
— Que tengo que consultarlo con mi tripulación.
— Pero tú eres quien manda — le hizo notar un hasta cierto punto desconcertado beduino.
— Nadie tiene autoridad suficiente como para mandar sobre el corazón de un hombre que se niega a ser esclavo — fue la respuesta—. No puedo comprometerme por todos sin haber obtenido con anterioridad el compromiso de cada uno, ya que estaré poniendo en peligro la vida de muchos.
— ¡Lo entiendo! — admitió el otro—. Ve, habla con tu gente y tráeme su decisión.
León Bocanegra reunió a sus compañeros de fatigas para transmitirles de inmediato y sin rodeos la generosa oferta de su «amo».
— ¿Cuánto tiempo? — fue lo primero que quisieron saber.
— Lo que tarde en crecer la cebada.
— ¿Y cuánto tarda en crecer la cebada?
— ¡Y yo qué coño sé! —protestó—. Soy capitán de barco, no campesino.
— ¿Alguien tiene alguna idea?
No hubo respuesta, por lo que al fin fue Diego Cabrera quien optó por encogerse de hombros al tiempo que señalaba.
— ¿Y qué importa un día, un mes, o un año? El caso es que nos permitirán dormir sin cadenas. Yo acepto.
— ¿Estás seguro?
— ¿Y cómo no voy a estarlo? — ceceó más marcadamente que nunca mientras abarcaba con un amplio ademán del brazo a su alrededor—. ¿Adónde iría? ¿Al este, para acabar de nuevo frente al mar? ¿Al oeste para internarme cada vez más en el desierto? Si estos hijos de puta son capaces de seguir el rastro de una serpiente entre las rocas, ¿cómo no encontrarían el mío sobre la arena?
— ¡De acuerdo! — admitió su capitán—. Me basta con tu palabra. Que alcen la mano todos aquellos que estén dispuestos a no escapar.
Hubo ciertas dudas, cuchicheos y más de una tibia protesta, pero al fin se fueron alzando las manos en señal de aceptación de un hecho irremediable: aquélla era una inmensa cárcel de la que jamás conseguirían evadirse.
Nadie se arrepintió de la decisión tomada, ya que los días que siguieron fueron en verdad inolvidables.
Cantos y bailes, carreras de camellos, pruebas de habilidad y fuerza, banquetes pantagruélicos y una hospitalidad sin límites, puesto que cabría asegurar que en aquellos momentos no había tribus, ni razas, ni familias, y ni tan siquiera amos y esclavos, visto que incluso los aborrecidos cristianos eran bien recibidos en todos los campamentos.
Por fin se dio inicio a la siembra.
Y fue toda una ceremonia.
En cuanto resultó evidente que el nivel del agua descendía, el muecín entonó un monótono cántico que se prolongó durante horas, y las mujeres se remangaron las faldas introduciéndose en la laguna para ir enterrando con exquisito mimo cada una de las semillas que guardaban, como si se tratara de oro en polvo, en un diminuto saco de piel vuelta.
Empujaban cada granito hasta unos cinco centímetros de profundidad, apenas separados uno de otro por idéntica distancia, de tal forma que no quedara un solo espacio libre en cada parcela delimitada por las distintas familias, y una vez concluida la tarea, hombres, mujeres, niños y ancianos se reunieron — cosa extraña en ellos— para elevar al unísono sus oraciones e intentar conseguir que Alá les escuchase una vez más y tuviera a bien concederles una magnífica cosecha.
La tierra sedienta durante años, y el sol, tan inclemente como siempre, hicieron que el agua fuera desapareciendo velozmente, y llegó a ser tan cálida cuando ya apenas cubría con una fina película la gran llanura, que las semillas germinaron con inusitada rapidez y muy pronto Dáora se transformó como por arte de magia en un mullido y esponjoso tapiz.
El milagro de la nueva vida se había producido.
León Bocanegra, que apenas había pisado más tierra firme que sucios puertos y ciudades inmundas, no daba crédito a sus ojos al advertir cómo cada amanecer aquella enorme alfombra lucía más alta y espesa, al tiempo que un olor nuevo y desconocido inundaba el ambiente.
Aquí y allá hacían su aparición millones de flores de todas las clases y colores que llevaban años aguardando pacientes a que la generosa lluvia las despertara de su triste letargo.
Hasta donde alcanzaba la vista todo era hermoso.
Verde brillante; más verde que las más verdes aguas del Caribe, aunque salpicado de notas rojas, violetas y amarillas, lo que obligaba a imaginar que algo semejante debió de ser el paraíso antes de que Adán y Eva tuvieran que abandonarlo.
Los beduinos no cabían en sí de gozo.
Y a consecuencia de ello, en lo más profundo y oscuro de las noches, algunas atrevidas muchachas acudieron a tomar de la mano a los más apuestos cristianos con el fin de arrastrarlos hasta la mullida pradera sobre la que se tendían como lo hubieran hecho sobre el más lujoso de los colchones.
Cabría imaginar que era tal la embriaguez de felicidad que inundaba a aquel pueblo siempre perseguido por la desgracia, que incluso las más severas reglas de conducta se transgredían sin que nadie pareciera concederle a tal hecho demasiada importancia. Fue así como durante casi dos semanas, León Bocanegra disfrutó plenamente del más embriagador de los cuerpos, pese a que su dulce amante jamás permitiera que le despojara del velo con que se cubría el rostro.
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