Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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La libertad se iba con ella y lo sabían.

Más tarde el océano, el amado océano, el tan con ido océano sobre el que la mayoría habían pasado gran parte de sus vidas, se enfureció de nuevo, precipitándose con violencia contra la playa, silbando y rugiendo como si les gritara su adiós definitivo, seguro como estaba de que en cuanto se adentraran en aquel tórrido arenal, jamás volvería a verlos.

— ¿Quién sabe rezar?

Únicamente seis hombres alzaron la mano.

León Bocanegra los observó uno por uno.

— Mejor será que nos enseñéis a hacerlo porque me temo que de aquí en adelante vamos a necesitar que el Señor nos preste mucha atención — musitó—. La fe en Dios y la confianza en nuestras propias fuerzas ser cuanto tengamos a partir de este instante.

— ¿Qué nos ocurrirá? —quiso saber un tímido catalán que había vendido cuanto tenía con el fin de conseguir un pasaje que le permitiera llegar a la tierra prometida aunque fuera en el más miserable de los barcos—. ¿Son tan salvajes como cuentan?

Emeterio Padrón, un serviola canario que no llevaba más de un año a bordo, pero que en el transcurso de ese tiempo se había ganado justa fama de ser bastante avaro en el uso de las palabras, pareció decidirse a hablar por primera vez desde que la galerna hiciera su aparición en el horizonte, para replicar roncamente:

— Hasta hace unos años los moros solían atacar Fuerteventura y Lanzarote llevándose a cuantos encontraban en su camino, y se sabe de familias enteras de las que jamás regresó ni uno solo de sus miembros. Hay quien asegura que en las noches de media luna los sacrificaban arrancándoles el corazón para ofrecérselo a Mahoma.

— ¡Eso es mentira! — le interrumpió con acritud Diego Cabrera—. El islam prohíbe tajantemente los sacrificios humanos.

— ¿Cómo lo sabes? — Lo sé —fue la seca respuesta del malagueño, pero al poco añadió—: Mi abuelo era musulmán.

— Muy callado te lo tenías. — Tan callado como la mayoría de los que estamos aquí, porque me juego una oreja a que por las venas de todos corre alguna gota de sangre mora. Y si no es así, levante la mano el que pueda presumir de diez generaciones de cristianos viejos.

Nadie lo hizo, puesto que la mayoría de ellos ni tan siquiera sabían a ciencia cierta quién había sido su padre, y al poco se llegó a la conclusión de que se veían en la obligación de aceptar que cualquier destino era preferible a morir de sed en una asquerosa playa.

A la mañana siguiente León Bocanegra avanzó hasta el pie de la duna, a la que acudió a recibirle el altivo jinete.

— Danos agua y mañana nos entregaremos — dijo.

El beduino señaló un punto hacia al sur en el que se distinguían un grupo de oscuras rocas.

— Allí encontraréis el agua — replicó—. Apartaos del barco y mañana iremos a buscaros.

— ¿No habrá muertes?

— ¿De qué sirven los muertos? — fue la franca respuesta—. Nadie paga por ellos. — Se diría que sonreía bajo el oscuro velo que ocultaba su rostro—. Tienes mi palabra — concluyó—. Palabra de rguibát.

Golpeó con el pie descalzo el cuello de su montura y se alejó hacia su campamento mientras León Bocanegra regresaba sobre sus pasos precedido por el amargo sabor que habría de acompañarle durante cuanto le quedaba de existencia, puesto que era lo suficientemente inteligente como para comprender que desde el momento en que se internaran en el inmenso continente todo habría terminado.

Resultó inútil intentar disimular su amargura, por lo que su negro estado de ánimo se contagió a la totalidad de unos hombres que, echándose al hombro sus escasísimas pertenencias, le siguieron en triste procesión hasta las oscuras rocas en las que les aguardaban varios odres de piel de cabras que rezumaban un agua caliente, sucia y apestosa que apenas bastaba para calmar la sed.

— ¿Es éste el precio de nuestra libertad? — quiso saber el catalán que a punto estuvo de vomitar en el momento de beberla—. ¿Esta porquería?

— Esa porquería es la línea que separa la vida de la muerte — le hizo notar Bocanegra—. No nos están ofreciendo libertad a cambio de agua, sino libertad a

cambio de vida.

— Pues no pienso aceptarlo — replicó el muchacho con sorprendente calma—. He trabajado corno una mula desde que tengo uso de razón con la esperanza de conseguir un destino mejor al otro lado del océano, y no me conformo con ser un esclavo por el resto de mis días. — Hizo un leve ademán de despedida—. ¡Suerte a todos!

Se encaminó muy despacio hacia la orilla, se despojó de la ropa que dobló y colocó con exquisito cuidado sobre una piedra y se lanzó de cabeza contra la primera ola, para emerger al poco e internarse en el mar nadando sin esfuerzo aparente.

— ¿Es que se ha vuelto loco? — inquirió una voz anónima.

— Quizá sea el único cuerdo — le respondieron de igual modo—. Y quizá muy pronto añoremos un mar en el que poder ahogarnos en paz.

Observaron en respetuoso silencio cómo el decidido nadador se iba convirtiendo en un punto que aparecía y desaparecía entre el oleaje, hasta que alzó una mano que agito como si pretendiera dar su postrer adiós al mundo antes de perderse de vista bajo las aguas.

— ¡Uno! — masculló roncamente Emeterio Padrón.

— ¿Qué pretendes, carallo? — le espetó con acritud el primer timonel, que era un portugués huraño y a menudo camorrista—. ¿Desde cuándo te dedicas a contar muertos?

— Desde que hay muertos que contar — fue la agria respuesta—. Siento curiosidad por saber cuántos de nosotros seguirán en pie dentro de un año.

— ¡Vete al infierno!

El canario hizo un amplio ademán indicando cuanto les rodeaba.

— ¿Acaso no hemos desembarcado ya en él? — quiso saber.

A punto estuvieron de llegar a las manos, y si no lo hicieron se debió al respeto que aún imponía la presencia de su capitán, quien mediando entre ambos los separó con suave firmeza.

— ¡Calma! — suplicó—. Nos aguardan tiempos en los que nuestra única esperanza de salvación estriba en la unión y la camaradería. La suerte ha querido que estemos juntos en esto, y juntos debemos seguir hasta el último aliento.

— Sólo existe una forma de conseguirlo — intervino el primer oficial, Diego Cabrera.

— ¿Y es?

— Que continuemos considerándonos una tripulación y sigas siendo el capitán.

— ¿Una tripulación y un capitán sin barco? — inquirió su interlocutor con una irónica sonrisa.

— He conocido muchos magníficos barcos que no tenían ni una cosa ni otra — sentenció el malagueño—. Pero tú siempre has sido bueno mandando y nosotros obedeciendo. — Agitó la cabeza en un gesto que pretendía recalcar la magnitud de su convencimiento—. Más vale que continuemos así, o acabaremos por naufragar de nuevo en estas sucias arenas.

León Bocanegra se volvió a observar al desmoralizado grupo de hombres que en su mayor parte había tomado asiento sobre las rocas.

— ¿Qué opináis? — quiso saber.

— Que tiene razón — fue la desabrida respuesta con que pareció quedar zanjado el tema, ya que la atención de la mayoría de los presentes se había concentrado en el punto, playa arriba, en el que casi un centenar de hombres, mujeres y niños habían caído sobre el León Marino con la intención de no dejar más recuerdo de él que el esqueleto.

No obstante, al día siguiente pudieron comprobar que ni tan siquiera ese esqueleto quedaba como testigo de que en alguna ocasión un achacoso navío había acabado en aquel punto su larga singladura. Los hacendosos beduinos arrancaron hasta la tablazón y las cuadernas que cargaron a lomos de pacientes camellos, puesto que para aquellos ascéticos pobladores de la más avara de las tierras, absolutamente todo tenía un valor o. podría tenerlo el día de mañana.

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