Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El manuscrito de Avicena: краткое содержание, описание и аннотация

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Silvia llevaba horas encerrada en aquel cuarto mugriento y húmedo. Desde que huyó del laboratorio, tras el asesinato de Anderson, había vagado sin rumbo por las frías calles de San Petersburgo. Durante todo el tiempo se sintió continuamente vigilada, allá donde fuera notaba un par de ojos a su espalda, así que acabó por alquilar una habitación en un hostal deplorable, que era lo único que se podía permitir con el poco dinero con el que huyó de los laboratorios.

Sentada en un sofá desvencijado, la científica se esforzaba en repasar los hechos que había vivido en los últimos días para hallar una respuesta a las innumerables incógnitas que se le agolpaban. Todo se había torcido desde el momento en que habló con Anderson de su contacto en el exterior, el profesor de Salamanca que le envió la guía para encontrar el manuscrito. El filólogo se había puesto hecho una furia, la había amenazado incluso con acudir a sus jefes y denunciar lo que él denominaba traición. Sin embargo, ella no cejó en su empeño de trabajar por su cuenta, al menos hasta descubrir si era verdad lo que el profesor de Salamanca le decía, y durante los días siguientes continuó maquinando. Eso, pensaba Silvia, debió precipitar la situación en la que ahora se encontraba.

Desde que le contó a su compañero lo que sabía, había percibido la presencia constante de los mismos individuos cada vez que abandonaba las instalaciones del laboratorio. Tenían la tez oscura, no podía decir mucho más.

Lo peor vino la noche del asesinato. Era una jornada especial, el día del proceso mensual de clonación y destrucción de la copia en desuso. Todo parecía ir bien hasta el final de la operación, sin embargo cuando el sistema informático trasladó la copia 1 al laboratorio central, alguien debió entrar sin ser visto. Ella sólo recordaba un fuerte golpe por detrás, una sensación de mareo y un fundido en negro. Más tarde, no sabría decir si segundos, minutos u horas, se levantó confusa y encontró al filólogo muerto. Su memoria aún retenía a la perfección la sensación de angustia, pánico y dolor que le abordó ante la muerte de Anderson. Después de aquello las imágenes se le vuelven borrosas, no estaba segura aunque recordaba vagamente que se acercó al cuerpo Je su compañero para intentar reanimarlo. Tampoco sabía muy bien cómo abandonó el laboratorio ni cómo llegó a la calle, porque no fue hasta algunas horas después cuando sintió plena conciencia de dónde se encontraba.

Durante bastante tiempo le estuvo dando vueltas y seguía sin respuestas acerca de quién podría ser el asesino, de cómo habría accedido al recinto y al laboratorio y de qué quería exactamente del manuscrito, porque aún no podía ofrecer nada práctico a quien se hiciera con él. Ni ellos mismos, después de cuatro años, habían conseguido descifrar el contenido. Aparte de que consistía en una fórmula, no podían decir mucho más.

Ojalá nunca hubiera aceptado este trabajo.

Estaba hambrienta y aterida de frío, pero no se atrevía a salir en busca de ayuda. No podía confiar en nadie. Si alguien había sido capaz de introducirse en el laboratorio y matar a Anderson, o tenía ayuda de dentro o en realidad trabajaba en el recinto, y no discernía qué era peor. No contaba con más dinero en efectivo ni se atrevía a utilizar las tarjetas de crédito, de modo que se hallaba en un callejón sin salida de difícil solución. El móvil lo había perdido en algún momento, no sabía cómo ni cuándo, su única esperanza es que la encontrara su marido.

En estas reflexiones se encontraba cuando oyó unos golpes violentos en la habitación de al lado. Por los gritos parecían tres hombres. La voz de uno de ellos le resultaba vagamente familiar, aunque no tenía claro de qué le sonaba. Hablaban en inglés y amenazaban con echar la puerta abajo. Seguramente, pensó Silvia, se trataba de sicarios de la mafia rusa. Sin embargo, uno de ellos gritó algo que la hizo cambiar de opinión.

—Silvia, Anderson está muerto y tú serás la siguiente si no vienes con nosotros —oyó decir, y de repente entendió todo. No sabía cómo la habían localizado, aunque lo cierto es que habían venido a buscarla.

El cuarto se encontraba en un décimo piso y no existía escalera de emergencia. La única vía de escape estaba en el pasillo, donde no tendría ninguna oportunidad de huir porque sus perseguidores interceptaban la escalera. Su mente exploraba posibles alternativas para una fuga mientras los tres individuos seguían golpeando en la puerta de al lado. Cada vez se ponía más nerviosa. Su única esperanza era que alguien avisara a la policía.

Los nervios alterados, la respiración agitada, el corazón latiéndole más deprisa, la boca pastosa. El miedo taponaba todos sus orificios, la ahogaba al aferrarse a su garganta. En ese estado no atinaba a relajarse para pensar, iba de un lado a otro de la habitación, cogía algo y lo volvía a soltar, se sentaba en la cama desvencijada del cuarto, se levantaba de nuevo. Hasta que en uno de esos movimientos dejó caer un vaso contra el suelo.

Inmediatamente, el ruido atrajo la atención de las tres personas del pasillo. Silvia contuvo la respiración pero eso no sirvió para alejarlos. Uno de ellos le propinó una fuerte patada a la puerta de la habitación contigua y comprobó que no había nadie, y los otros dos se dirigieron hacia su cuarto. La situación había empeorado notablemente. No había más opciones, la copia 1 debía desaparecer. Rebuscó entre los sucios cajones un mechero y prendió fuego al documento, que ardió cuando los tres sujetos penetraron en su habitación con un crujido de madera rota.

—¡Tú! —Acertó a exclamar Silvia al reconocer a uno de ellos.

El médico, Alex y el agente del CNI esperaban con vivo interés a que se encendiera la pantalla de veinte pulgadas que Javier se había agenciado en la recepción del hotel bajo promesa de devolverla intacta y a condición de una suculenta propina. El agente la había conectado a un disco duro multimedia de escasas dimensiones e introducido la tarjeta de memoria de Silvia en una ranura.

Pero eso fue después de una enconada discusión con el doctor. Javier prefería que su breve conexión con la inglesa hubiera acabado antes de que la tarjeta descubriera algo que no debiese conocer. El médico era de la opinión de incluir a Alex en su pequeño grupo. Al fin y al cabo, decía, ella había perdido lo mismo o más que él y, con ello, se había ganado el derecho a participar de todo aquello.

Tras una breve manipulación de Javier para descifrar la clave alfanumérica, el dispositivo reveló una carpeta con dos archivos. El primero de ellos era un sencillo formato mpg, probablemente un vídeo de la mujer de Salvatierra, y el segundo un pdf. Comenzaron por el archivo de video.

«Hola cariño. Indudablemente, debes ser tú quien esté viendo esta grabación. Nadie más hubiera sabido qué ver en el cuadro y dónde buscar en el Hermitage. Simón, si has llegado hasta aquí significa que estoy verdaderamente en peligro o... Te lo ruego, encuéntralo... —Silvia hablaba con emoción apenas contenida. Aguardó unos segundos y después reemprendió su monólogo—. Esta misma carpeta contiene otro archivo, un pdf, es un mapa, una guía para encontrar el manuscrito de Avicena. Sólo hay que saber interpretarlo. Yo apenas he tenido tiempo, llegó a mis manos hace unas horas. Ahora te toca a ti leerlo. Mi amor, siempre te he querido, más incluso de lo que a veces te haya podido parecer. —En ese momento dejó caer unas lágrimas—. Que los alisios te sean propicios».

El médico sonrió.

—Es una frase que a veces nos decíamos al despedirnos. Es de una tragedia griega... —se excusó con un leve movimiento de hombros.

Los tres permanecieron en silencio. Javier fue el primero en hablar.

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