Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El manuscrito de Avicena: краткое содержание, описание и аннотация

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—¡Tenemos que buscarla!

El segundo mensaje sonaba distinto.

—Hola Simón. —Era su mujer.

Unos crujidos y un murmullo delataban que no estaba sola.

—Unos señores me han secuestrado. No sé quiénes son, al menos no sé quiénes son todos... —se aventuró a decir.

De pronto se oyó un sonido brusco y Silvia emitió un quejido, la habían golpeado. El doctor se derrumbó en el sofá. Después Silvia volvió a hablar.

—Sé qué es lo que quieren y... —calló unos segundos— también sé qué estarían dispuestos a hacer por conseguirlo. Sólo hay una solución: debes traerles el manuscrito... Te quiero, mi amor.

La grabación se interrumpió definitivamente.

Alex contempló al médico sentado en el sofá con la cabeza agachada y las manos revolviéndose el pelo. Estaba desesperado, tan desesperado como ella había estado en los últimos días, a punto de perder a alguien para siempre, como a ella ya le había ocurrido, y quizá por la misma mano que le arrancó la vida a su padre.

—Descansemos un poco —dijo lacónicamente Javier—, esta tarde comenzaremos a buscar ese manuscrito— sentenció mientras encendía de nuevo la pantalla que le habían prestado.

Capítulo IX

1099 de la Era Cristiana... 492 de la Hégira...

Aquellanoche el campamento era un hervidero. Godofredo de Bouillon se había reunido con los generales de su Ejército para planificar la batalla de la mañana siguiente; en unas horas empuñarían de nuevo las armas y cargarían contra los sarracenos que protegen Jerusalén. El asedio se había prolongado demasiado, los soldados se desanimaban y los víveres comenzaban a escasear; la única solución era romper la resistencia de esos demonios y tomar la Ciudad Santa para la Cristiandad.

Los fuegos de las hogueras crepitaban en la noche cerrada pero nadie se arremolinaba a su alrededor. Las tropas cristianas bullían de excitación; algunos, unos pocos, rezaban hincados de rodillas y buscaban señales divinas en los fenómenos del cielo, otros muchos jugaban a los dados, se trajinaban a las rameras o afilaban sus espadas y limpiaban con escupitajos sus yelmos y cotas de mallas, a la espera de que la sangre tiñera de bermellón sus cuchillos.

A media legua un escudero de la vieja Castilla, Tomás Ruiz de Mazariegos, espoleaba a su caballo. Había abandonado sus tierras año y medio atrás para seguir el rastro de su amo a través de Francia, Roma y, más tarde, Edesa, Antioquía y, por fin, Jerusalén. Al alcanzar el campamento, dos de los guardias que protegen el perímetro le dieron el alto con las lanzas apuntando al pecho del caballo, que, ante la presencia tan cercana de los lacerantes cuchillos, se asustó y encabritó. Con no poca dificultad, Tomás consiguió apaciguar el brío del animal y desmontó.

Los guardias mantuvieron su actitud agresiva. Pero el escudero traía consigo credenciales del Rey de Francia, Felipe Il, y del Papa Urbano Il, documentos que, por supuesto, le habían abierto todas las puertas entre Europa y Tierra Santa.

—Debo hablar con el duque de Baja Lorena inmediatamente. Entre vuestras filas se encuentra un caballero con el que me debo entrevistar.

—¿Y eso quién lo dice? —replicó uno de los guardias.

—Eso lo dicen estas cartas.

Los soldados no sabían leer, sin embargo conocían los escudos que sellaban los documentos que portaba el extraño. Ante tales firmas no había discusión posible, así que lo guiaron hasta la tienda de su jefe.

—¿Qué deseáis, buen señor? —Preguntó uno de los sirvientes apostados a la entrada de la tienda de Bouillon.

—He recorrido muchas leguas para ver a tu amo. Tengo algo importante que comunicarle. Ve presto y anúnciale que un mensajero de Su Majestad el Rey de Francia y de Su Santidad el Papa desea entrevistarse con él.

El gesto de sorpresa del sirviente no le pasó desapercibido. Para el escudero ya era costumbre el pasmo que provocaba al advertir en nombre de quien hablaba. El plebeyo no acertó a pronunciar palabra tan sólo inclinó ligeramente la cabeza y dio varios pasos hacia atrás, como si temiera dar la espalda a tan ilustre visitante. Ruiz de Mazariegos, divertido, se apoyó en uno de los dos postes que servían para sujetar el techo de la entrada de la tienda y aguardó a que su aviso fuera transmitido.

La espera no fue larga.

—Señor, pasad. El duque os recibirá —dijo con grandes aspavientos el siervo de Bouillon.

En el interior de la tienda, Ruiz de Mazariegos se encontró con una decena de caballeros del Ejército que asediaba Jerusalén, entre los que supuso se encontrarían los hermanos del duque, Eustaquio y Balduino, y Bohemundo de Tarento, de los que tanto había oído hablar durante su viaje por tierras sarracenas.

El escudero trató de disimular los efectos de las numerosas jornadas a caballo sobre la aridez del desierto pero el polvo que manchaba sus vestiduras, la barba descuidada y las ojeras de las noches pasadas al raso hacían inviable esconder las asperezas del viaje.

—Por lo que me dicen, viajáis solo y sin los lujos acordes a vuestros señores. Me sorprende que un enviado de tan insignes personajes atraviese Tierra Santa de esta manera —advirtió Godofredo de Bouillon.

—Señor duque, permitidme que interrumpa vuestra guerra, pero...

—¿Mi guerra? —interrumpió encendido—. ¿Decís mi guerra? Creo recordar que sois embajador del Papa Urbano II, quien arengó a toda la Cristiandad para que protegiera el Santo Sepulcro de los sucios mahometanos.

—Perdonad, mi señor, quise decir vuestra guerra en el sentido de que sois el digno líder que nos llevará a recuperar los santos lugares que pisó nuestro señor Jesucristo.

Bouillon guardó silencio aunque su expresión se relajó.

—Dejémonos de tanta jerigonza, tengo prisa. Si nada lo remedia, en las próximas jornadas tendremos mucho que celebrar, mas hoy es día de planificar. De modo que sed conciso, ¿qué mensaje traéis?

El escudero sacó sendas cartas con el escudo de armas del Rey Felipe II de Francia y del Papa Urbano II y se las entregó al duque. Este las leyó, se las devolvió a Ruiz de Mazariegos con un ademán displicente y, sin ocultar su decepción, le preguntó si era todo.

El escudero respondió con un asentimiento.

—¿Y para esto me habéis retirado de una reunión con mis generales? ¿Para llevaros a un hombre? —Clamó—. Me da igual que seáis un enviado de reyes y papas, en mi casa mando yo, y hoy no puedo permitirme perder ni una sola espada y menos aún esta espada.

El escudero sintió desfallecer sus piernas. Había dado con su señor pero una maldita batalla frenaba sus aspiraciones.

—Señor, vos no podéis... —intentó decir precipitadamente

—No lo digáis. No oséis decir que no puedo hacer lo que me venga en gana. Mañana vuestro señor luchará a mi lado, como lo ha venido haciendo desde que nos adentramos en tierra de sarracenos. Cuando tomemos la Ciudad Santa, sólo él tendrá potestad para decidir su futuro. Es mi última palabra. Y ahora, retiraos, tengo una batalla que ganar.

Bouillon se dio la vuelta y se encaminó hacia la mesa de mapas, dando por terminado el encuentro.

—Señor, ¿al menos puedo verlo esta noche? —Preguntó Ruiz de Mazariegos.

El duque, sin volverse, ordenó:

—Que lo lleven ante el castellano.

El Viejo de la Montaña se sentía exultante. Jamás había estado tan cerca de conseguir su objetivo como en ese momento. Su nombre era conocido desde el Imperio Bizantino hasta la patria de los amarillos, sus almacenes se hallaban atestados de oro y sus órdenes eran cumplidas sin dilación por los fedayín , sus asesinos más fieles. Aunque eso no bastaba al líder de los Hashashin pues su sed no estaría saciada hasta que bebiera de la fuente que buscaba desde hace casi sesenta años. Y en este instante la tenía casi al alcance de la mano, en Jerusalén.

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