Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—¿Vamos a permanecer mucho más tiempo aquí?

El inspector ruso paró de teclear en su vieja computadora y miró de soslayo al intérprete, que le tradujo la pregunta del médico.

—¿No está usted cómodo? Aquí mismo disponemos de unas celdas con asientos mullidos... —respondió el policía con un brillo de burla en la mirada.

El intérprete le trasladó la respuesta del ruso aunque trató de suavizarla. No obstante, el tono era suficientemente explícito.

—Llevamos aquí varias horas. Le hemos contado repetidas veces lo mismo —advirtió con una mueca de exasperación—. No tenemos nada que ver con el tiroteo, mi amigo y yo somos turistas, él es, además, agente del Cuerpo Nacional de Inteligencia de España y posee licencia para portar armas. Nos vimos metido en medio de un percance entre terroristas y él no tuvo más remedio que usar su pistola. Eso es todo. ¡Cuántas veces más vamos a tener que repetirlo!

El policía dejó su donut sobre una servilleta de papel, se limpió la comisura de los labios con un gesto estudiadamente lento y se levantó, acercándose a la ventana mientras oía al intérprete.

—¿Ven ustedes ahí afuera? —preguntó desde la ventana—. Esa es la Iglesia de la Sangre Derramada. Y eso sólo puede significar que estamos en Rusia.

A medida que hablaba sus palabras iban adquiriendo mayor energía.

—Y si estamos en mi país, ¡su licencia de armas y su estúpido carné de agente no valen una mierda! —les vociferó casi a la cara—. Ahora van a ir derechitos a la celda, y no van a salir hasta que yo no tenga claro qué demonios ha pasado esta mañana en el Hermitage. ¿Lo entiende ahora, doctor?

La traducción hizo comprender al doctor Salvatierra que no iba a ser tan fácil solucionar aquello.

El médico, rojo de ira, abrió la boca para responder con rotundidad, pero Javier, que hasta ese momento no había intervenido, le interrumpió.

—Tiene razón, agente. Esperaremos el tiempo que usted estime conveniente —dijo en ruso. Luego sonrió al doctor. Tranquilo, todo se arreglará, parecía querer transmitirle.

Alex permanecía encerrada en los calabozos de la misma comisaría. Recostada sobre un banco de cara a la pared, trataba de mantenerse ajena a cuanto la rodeaba y, más aún, a cuanto había vivido en los últimos días. Si duro era de por sí haber perdido a su padre en un asesinato, a ello ahora añadía la muerte de Jeff, de la que se sentía enteramente responsable, el fracaso en la misión que se había impuesto de buscar a la asesina y la impotencia de saber que nunca recuperaría la tranquilidad.

Sus compañeras de celda cuchicheaban frases que Alex no entendía, aunque por las risas y las miradas cómplices, la mayoría de las palabras debían referirse a ella. No llevaba consigo dinero, así que no tenía con qué pagar a los agentes rusos para que le proporcionaran lo que ellos denominaban eufemísticamente comodidades, es decir, un lugar privado para orinar sin miradas indiscretas Y algo que llevarse a la boca. Allí nada era gratis, ni la comida. Sin embargo, nada de eso le preocupaba. En esos momentos sus pensamientos regresaban a Jeff, se sentía tan culpable que su dolor rebasaba la línea emocional y se convertía en algo físico que le arrancaba vómitos.

En ese estado la encontraron el médico y el agente del CNI cuando los encerraron en la celda de enfrente, separada por un pasillo de apenas metro y medio. Al principio no la reconocieron. Javier apenas la había entrevisto en el Hermitage entre tanto policía, si bien más tarde tuvo ocasión de ojear varias fotos suyas, y las condiciones mentales del doctor no fueron precisamente las adecuadas mientras Alex le apuntaba. Tuvo que pasar más de media hora para que Javier tomara conciencia de que ese guiñapo de mujer era aquella joven que había visto una y otra vez en las imágenes que desfilaron ante sus ojos poco antes.

La policía rusa suponía que formaba parte de alguna célula terrorista chechena o uzbekistaní porque en algunas ocasiones estas células colaboraban con Al Qaeda. El agente del CNI no quiso desmentir esas suposiciones pero sabía que no existía relación alguna con los terroristas. Descubrió su apellido en la ficha y no tardó en comprender que se trataba de la hija de Anderson, después de aquello sólo era cuestión de atar cabos para adivinar que supo de la muerte de su padre y que culpaba de ello a la esposa del doctor Salvatierra. Lo que no entendía muy bien es cómo había dado con ellos en tan poco tiempo, quizá con la ayuda de ese inspector de Scotland Yard, pensó. El agente del CNI le expuso al médico sus deducciones, y éste se giró para contemplarla, no recordaba su rostro aunque al tratar de rememorar la situación le sobrevino un sentimiento: la compasión. Se acordaba con exactitud de sus ojos anegados en lágrimas, ahogados por una pena enorme, agrietados de venas rojas tras horas de sufrimiento, circundados de una aureola negra de noches perdidas de sueño, y no pudo evitar sentir piedad y ternura por ese ser humano. Aunque en ese preciso momento portara un arma y le apuntara a la cabeza, quien estaba más desvalido de los dos no era él. Fue entonces cuando decidió que debía hacer algo.

—¿Qué están dónde? —Preguntó colérico Álvarez a su ayudante.

—Están en...,

—Sí, sí... Era una pregunta retórica. ¡Cómo puede ser que una operación como ésta se vaya a ir al garete! No puedo consentirlo... —El director de Operaciones del CNI no daba crédito a lo que oía. Llevaba semanas preparando el operativo, había situado a hombres de confianza en el seguimiento, se había encargado personalmente de implicar a Javier Dávila, a quien consideraba fácil de engatusar, y sin embargo, mucho antes de alcanzar su objetivo, el médico era detenido como un vulgar delincuente—. ¿Todavía tienes contactos en el FSB?

—Por supuesto.

Su ayudante había trabajado durante una decena de años como agente de campo en la Europa del Este. Además, parte de ese tiempo lo dedicó a hacer de enlace entre los servicios secretos de ambos países, por lo tanto manejaba una agenda que ahora les podría ser de gran utilidad.

—Tienes que conseguir que salgan libres hoy mismo, en un par de horas como máximo.

—Haré lo que pueda.

El director de Operaciones clavó los ojos en él y, gesticulando exageradamente, le replicó:

—¡No!, no harás lo que puedas. Lo conseguirás y punto.

Dos horas y media después de su traslado a los calabozos de la comisaría rusa, el doctor Salvatierra y el agente del CNI eran conducidos de nuevo a las oficinas del piso superior. Allí, el mismo policía que los envío a la celda en actitud abiertamente áspera ahora se deshacía en atenciones. Javier comprendió que la mano del FSB andaba detrás de ese cambio de conducta, alguien del CNI debía haberse puesto en contacto con el servicio secreto ruso y todo quedó aclarado en poco tiempo. El policía, que sospechaba que había metido la pata al encerrar a dos personas con tan buenos contactos en el Kremlin, agachaba la cabeza una y otra vez y pedía perdón con una sonrisa de bobalicón ebrio.

El agente del CNI dio por finalizado el episodio, se apresuró a recoger sus cosas, estrechó con gesto displicente la mano del ruso y dio media vuelta para escapar de aquel desastre cuanto antes. Sin embargo, el doctor Salvatierra no se movió.

—Quiero que suelte a esa joven —le espetó al policía manteniéndole la mirada. El intérprete lo miró sin comprender. No sabía a quién se refería pero tradujo sus palabras con una voz neutra.

A Javier se le transformó la cara. Cuando parecía que todo se estaba solucionando y podía reemprender la misión encomendada, al médico le daba por alterar los planes.

—No creo que sea necesario.

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